Creado en: agosto 27, 2021 a las 08:25 am.

Delarra: Artista de simbologías y contrastes

Sería interminable la relación de conjuntos escultóricos y obras relevantes en pintura y escultura realizados por el maestro José Delarra (José Ramón de Lázaro Bencomo; San Antonio de los Baños, 1938-La Habana, 2003), hombre sencillo y extraordinariamente sensible, quien hace 18 años partió hacia la eternidad dejando una impresionante hoja de servicios a la cultura y la Revolución cubanas que le hizo acreedor, entre otros muchos reconocimientos del título de Héroe Nacional del Trabajo de la República de Cuba.

Entre los numerosos emplazamientos escultóricos realizados por este artífice dedicados a la trayectoria rebelde del Che, además del complejo monumentario que evoca la figura del Guerrillero Heroico se encuentra el que realizó en Güinía de Miranda, el primer pueblo tomado por el Comandante Insigne, después le siguieron otros en Báez, Remedios, Zulueta, Caibarién, la loma de El Cápiro —también Monumento Nacional—, Santo Domingo, Manicaragua, La Campana… y muchos otros entre los que se incluye también el dedicado al Capitán Roberto Rodríguez (El Vaquerito), jefe del pelotón suicida de la Columna Número 8. La serie abarca unos cien kilómetros de ancho y se extiende por casi toda la provincia de Villa Clara. Por ese motivo muchos califican a Delarra como el “Escultor del Che”.

Su obra escultórica por tanto, más que constituir una crónica de la Revolución Cubana, deviene plena realización artística de quien en los años 60 se aventuró a realizar múltiples exposiciones didácticas en escuelas, fábricas, parques… proyecto que incluyó una muestra itinerante que él denominó Esculturas revolucionarias con el fin de que el pueblo, esencialmente los humildes que nunca tuvieron acceso al arte, pudieran disfrutar y conocer esta manifestación de la plástica, sobre la que igualmente realizaba demostraciones prácticas.

El padre de Delarra, José Ramón, fue un buen hombre, cuyas habilidades manuales le permitieron desempeñarse como zapatero, herrero y encuadernador de libros en tiempos en que de otro modo no podía buscar el sustento familiar. Descendiente de una familia de educadores, llegó a ejercer la pedagogía a partir de la década de los 50, y luego en la Revolución. A los 70 años, jubilado, concluyó su licenciatura en el Instituto Pedagógico Enrique José Varona. La madre, Lorenza, ama de casa, tuvo similar vocación de maestra, aunque su origen campesino (cultivadores de tabaco), no le permitió realizarse en el terreno profesional. De tal manera, el artista heredó las habilidades manuales de su progenitor. Nació y creció en un ambiente de educación y cultura, enriquecido por sus sueños como creador y sus convicciones artísticas manifiestas desde los mismos comienzos de su carrera, a los once años de edad. Su empeño por desarrollar la escultura pública conmemorativa, estuvo influida por la obra monumentaria de Teodoro Ramos Blanco y de Juan José Sicre, así como por la europea, la cual tuvo la posibilidad de conocer durante su recorrido por varios países del viejo continente entre los 19 y 20 años de edad.

Las principales plazas de muchas de las capitales provinciales de la Isla, así como otras obras escultórico-monumentales erigidas en toda la geografía nacional y varios países de Latinoamérica, Europa, África y Asia, corresponden a la autoría de Delarra, el también ceramista y grabador -fundador del Taller Experimental de Gráfica de La Habana-, y profesor y director durante varios años de la escuela de Arte San Alejandro, instituciones a las que entregó amor, sabiduría y magisterio.

La obra escultórica de Delarra trascendió su existencia. Artista de simbologías y contrastes, cada proyecto suyo constituye verdadera lección para las nuevas generaciones de creadores de la plástica. Y no solo por la limpieza y precisión del trazo, la exactitud de las perspectivas y la expresividad de los gestos, sino, sobre todo, por la complejidad de sus narraciones en las que cada objeto o fragmento constituyen elementos cuidadosamente concebidos, en cuya interrelación debe buscarse la interpretación de los temas recreados en la gran epopeya del hombre en su lucha por un mundo mejor y más justo.

El insigne artista aseguraba que su pintura “es completamente distinta a mi escultura. Nadie puede identificar al escultor por el pintor o el grabador. Estas manifestaciones se diferencian tanto o más que la poesía y la novela. Puede haber un poeta incapaz de redactar una novela o un novelista que no pueda escribir un poema. Si me atengo a las características de mi obra, me autodefino como un pintor colorista; cuando pinto no me importa la tridimensión; mi pintura no es escultura ni dibujo coloreado, es pintura por sí misma”.

Y agregó que “en la escultura no llevé nunca esas mismas motivaciones, ni siquiera iguales temas. Puedo hacer caballos, mujeres, pero más concretos. La tridimensión que hay que darle no siempre permite dar paso a la ilusión óptica. Es volumen hecho, conformado, que se ubica en determinado espacio o contexto y en todo caso puede ser relacionado con los elementos que la circundan. Sin embargo, la pintura es poesía, simbolismo, sutileza. La escultura es la novela y la pintura es la poesía, los sueños. En mí ambas han estado indisolublemente unidas”.

Mucho tendríamos que reflexionar en torno a la producción escultórica de Delarra, hombre culto que prefería la lectura de las obras de Martí y de Cervantes y con quien siempre se aprendía “algo bueno”. De su sabia se nutrían sus interlocutores, de forma fluida y sincera, sin petulancias “intelectualoides” ni rencores por las miserias humanas que en vida lo lastimaron. Grande en sí mismo, en su modo de ser, de pensar y de actuar.

Pero no es posible obviar otra faceta en la trayectoria creadora de quien hizo de los gallos, los caballos y las mujeres un perenne tema de inspiración: sus dibujos y pinturas.

Muy poco, o casi nada, se ha hablado del interés de Delarra por explorar y experimentar en otras manifestaciones de la plástica en las que dejó una impronta que se caracterizó por un estilo bien definido dentro de una temática en la que incursionaron otros grandes maestros de la vanguardia cubana como Abela, Carlos Enrique, Mariano… Los gallos, caballos y féminas de sus obras denuncian un expresionismo figurativo cargado de poesía y dramatismo, historias generalmente surgidas de forma espontánea en las que los personajes iban surgiendo y creando sus propios discursos en la medida en que el artista trabajaba sobre el lienzo o la cartulina. Sus trabajos constituyen la más libre y desprejuiciada interpretación sobre el mundo que le rodeaba.

En sus gallardas y emblemáticas figuraciones hay una semántica alegórica, mediante la cual encontramos elocuentes riquezas significativas que transitan desde el más criollo humor hasta una crítica reflexión sobre temas inherentes al hombre contemporáneo. En ese sentido, Delarra adjudica esencial fuerza al color, rico en tonalidades igualmente representativas del Trópico, del Caribe, inmerso en vivencias existenciales o en la naturaleza.

A diferencia de sus obras escultóricas, solemnes y majestuosas, en sus pinturas hay búsqueda y experimentación constantes, al punto de que algunas de sus piezas pueden sugerir, más que figuraciones que tienden hacia el abstraccionismo simple, elementales expresiones estructuralistas en las que las autorreferencias mantienen un delicado distanciamiento hacia los lenguajes “de moda”. En sus cuadros, generalmente de mediano o pequeño formatos, se evitan tanto los excesos como las reducciones, hasta alcanzar un matiz significativo que, en última instancia, viene a revelar todo un universo de cosas que están detrás de cada iconografía, como pensamientos a punto de salir a escena e interceptar al observador, quien debe descubrir las verdaderas intenciones del creador al ofrecernos poéticos aforismos cuyo sentido debemos de escudriñar en las formas, en las líneas, en los colores.

Escultor, pintor, dibujante, ceramista, ilustrador y grabador, Delarra perpetuó, a pesar de su pronta desaparición física, un estilo que hizo prevalecer la continuidad de su autoría y de sus concepciones artísticas en varias vertientes de la plástica. Ejes paralelos de desarrollo en los que hizo compatible la coexistencia de lo realista con lo abstracto, lo figurativo y lo simbólico. Su gran mérito artístico, la principal valía de su magisterio, radica precisamente en esa capacidad para, a pesar de tan disímil incursión, no caer en la dispersión ni en la incongruencia y mantener un equilibrio sorprendente entre tan diversas inclinaciones, a las que hay que agregar su permanente colaboración con la Central de Trabajadores de Cuba para la cual diseñó medallas y distinciones que otorga el movimiento obrero.

Lógicamente, semejante capacidad para asumir diferentes técnicas y géneros, únicamente puede lograrse mediante un claro dominio del dibujo, posibilidad que le permitió adentrarse en los vericuetos de las elegancias de los rasgos de sus esculturas o en la precisión, fluidez y limpieza de sus pinturas y dibujos.

Su última exposición fue en San Antonio de los Baños, en el Museo del Humor, y se tituló Calle Martí no. 3 (dirección de la casa donde nació). En abril del año 2003, instaló su penúltima muestra en el Memorial José Martí: De la epopeya a la mesura.

Vale rememorar, en simple resumen, la impresionante hoja de servicios prestados por Delarra a la cultura cubana entre los años 1949 y 2003, como escultor, pintor, grabador y ceramista: 358 esculturas de pequeño formato en los más diversos materiales; 125 obras monumentales (20 de ellas emplazadas en México, Japón, Angola, España, Ecuador, Uruguay, entre otros países); mil 460 pinturas al óleo, tinta o acrílico; 72 grabados y 58 obras en cerámica artística; además de impartir alrededor de un centenar de conferencias magistrales en prestigiosas universidades e institutos de varios países de Latinoamérica, Europa y Asia.

Por eso, y por mucho más que haría interminable este texto, pienso que Delarra se nos fue de este mundo sin darnos cuenta de que aún teníamos muchas deudas que saldar con él.

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