Creado en: junio 8, 2021 a las 07:35 am.

Miguelón: «Soy de los que vienen con el jazz en vena»

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El percusionista Miguel Ángel Rodríguez Zulueta (Miguelón) tiene un “largo kilometraje”, como él dice, en el jazz y en la música popular de nuestro país. “Más de sesenta años tirando palos por ahí”, nos precisa, soltando una carcajada, vía telefónica, este baterista nacido en la ciudad de Cárdenas, en 1949.

Con estudios en la Escuela de Música Moderna y en la de Superación Profesional Ignacio Cervantes, de La Habana, Miguelón ha tocado en cerca de una decena de conjuntos, incluidos el que fundó y dirige aún, Mestizaje, y la Orquesta Casino Bellamar, a la que acaba de incorporarse, como baterista.

A lo largo de este trayecto, ha estado cerca de Felipe Dulzaides, Changuito, Guillermo Barreto, Tata Güines, José María Vitier, Pucho López, Humberto Serviá, Carlos Tarafa y otros importantes músicos cubanos y extranjeros.

Miguelón recibió en 2017 el Premio White por la obra de la vida, de la Uneac matancera, institución en la que ha tenido un gran protagonismo en los últimos años, a cargo de una peña de jazz y como presidente del Festival Matanzas Jazz, de carácter nacional, cuya cuarta edición se llevó a cabo este año de manera virtual.

Apadrinado en la actualidad por las compañías de instrumentos musicales SABIAN y Latin Percution, se ha desempeñado asimismo como profesor de la Escuela de Arte de Matanzas y en cursos y talleres de la compañía Kosa Music.

Esta entrevista-testimonial de Miguel Ángel Rodríguez Zulueta, que hoy compartimos en exclusiva con los lectores de este sitio digital, se ha realizado como parte del Proyecto Memoria Oral, de la Casa de la Memoria Escénica, de Matanzas.  

I- el venao siempre tira pal monte

Soy de los que vienen con el jazz en vena. Mi salida hacia la música tiene ese punto de partida, ese sentido de lo plural, esa libertad del jazz y en general de lo popular. No soporto nada que me ciña. He tocado en teatros y en salas de conciertos, pero también en cabarés, circos, iglesias y hasta en la despedida de un duelo. He tocado en dondequiera. Y de todo. Sin menospreciar nada y tratando de aprender de lo que sea.

En mi época de estudiante conté con profesores que afortunadamente apreciaban en toda su dimensión lo popular, lejos de ciertas zonas de la academia que subvaloraban lo que no proviniese de lo clásico. Yo había empezado en la Escuela de Música Moderna pero, como la cerraron poco después, seguí mi aprendizaje de percusión en la Escuela de Superación Profesional Ignacio Cervantes. Me dieron clases profesores extraordinarios como Fausto García Rivera, Oscar Valdés (padre) y Margarita Ponce, con una amplia visión de la música. Por otro lado, en esa época yo asistía a la vez a unas aulas muy peculiares: las de la calle. A pesar de mi juventud, en Cárdenas, antes de empezar los estudios, ya yo había estado en agrupaciones profesionales de música popular; hice lo mismo cuando llegué a La Habana. Ya está dicho, en buen cubano, que el venao siempre tira pal monte.

El monte para el que yo tiraba estaba bien plantado, allá en mi Cárdenas natal, donde crecí oyendo música. Había más de 200 discos de larga duración en mi casa. Música de todo tipo: clásica, latinoamericana, cubana… y, muy especialmente, la norteamericana. Teníamos un tocadiscos, de los grandes, uno de esos Emerson estereofónicos que mis padres habían comprado a plazos al representante de la RCA Víctor, de quien ellos eran amigos. Por otra parte, cuando había algo nuevo en una victrola que estaba no lejos de mi casa, en lo que llamaban “el bar de Poco Pelo”, le pedía dinero a mi padre para ir hasta allá. Hubo un disco, extraordinario, de Gene Kroupa y Buddy Rich, que influyó bastante en mí. Hizo que me definiera por la batería, más allá del interés que había sentido en un inicio por el saxofón, instrumento que en definitiva nunca toqué.

Pasó algo más que me hizo cambiar mis perspectivas de la música. Siendo yo un adolescente, no tendría más que 13 o 14 años, vi a Guillermo Barreto ensayando con la orquesta del hotel Internacional, en Varadero, donde él trabajó por un tiempo. Mis primos, los Tarafa (Carlos, Juanito y Orlando), también tocaban en la orquesta y me colaron, unas cuantas veces, para que conociera personalmente a ese legendario percusionista cubano que allí, ante mis ojos, le iba arriba a la batería con una precisión, con una energía… Cuando eso, la orquesta del Internacional ensayaba para un show de la vedette Rosita Fornés, en el que también trabajaba la actriz Consuelito Vidal.

Creo que fue por esa misma época cuando me lancé a tirar cuarenta palos en la calle, en dondequiera, como uno de esos músicos de garaje que proliferaban en los Estados Unidos. Entonces mi madre, que tocaba piano y cantaba, que sabía lo que era la música, tuvo el cuidado de ponerme a estudiar con una señora de apellido Monroy, una de esas profesoras particulares, hoy lamentablemente escasas, que tanto aportaban a la enseñanza musical. Digamos que solo a empujones fui a casa de la señora Monroy; más allá de las lecciones teóricas que la pobre mujer se empeñaba en darme en el piano, lo que yo quería de verdad era seguir tocando, a como me daba la gana, a lo loco, pero con la sensación de esos grandes jazzistas norteamericanos que, con ese algo de romanticismo, se dejaban ir, estaban siempre a su aire, a sus anchas…

II- Asalto a la tumbadora de Changuito

En Matanzas, en Cárdenas, en Varadero… la buena música popular no faltaba. Caía por acá todo tipo de agrupaciones y yo trataba de no perderme nada. Recuerdo las veces que estuvieron en Cárdenas la Riverside, el Conjunto Casino, Rumbavana, Roberto Faz… en tanto aquí teníamos la Copacabana, de Amaranto Fernández… Recuerdo, a inicios de los sesenta, que el Benny se presentaba aquí, cerca de La Marina. El Benny no llegaba y, como a la gente se puso desesperada, los coristas empezaron a cantar, haciendo tiempo, hasta que él, finalmente, apareció; nada más verlo, fue tremendo lo que allí se armó.

En la segunda mitad de esa propia década, Felipe Dulzaides y su orquesta Los Armónicos trabajaban, a tiempo fijo, en el hotel Kawama y en La Dársena, a donde me daba un salto cada vez que podía. Iba solo a eso, a verlos. Eran algo sensacional. Dulzaides al piano; Carlos del Puerto (padre), contrabajista; Rembert Egües (y luego Armando Romeu, hijo), vibrafonistas; Tony Valdés, batería; José Luis Quintana (Changuito), percusión cubana; Elsa Rivero y Regino Tellechea, cantantes. ¡Qué team!

Una vez, estando allí, ocurrió algo que ahora mismo ni sé cómo explicar. Elsa Rivero interpretaba “Elisa”, tema que después de ella solo se lo he oído interpretar a Beatriz Márquez tan espectacularmente. Entonces Changuito se pasó para las baterías, dejando libres las tumbadoras, hacia las que yo me dirigí, por un impulso. Ellos, los músicos, me conocían de lejos, de verme y verme allí, pero ignoraban quién era yo, y se quedaron estupefactos al verme atravesar el escenario y echarle mano a la tumbadora, en la que, para su alivio, di la talla.

Después del susto de ese día, Changuito y yo terminamos haciéndonos amigos. Quizás tuvo algo que ver en esto que él fuese tan joven como yo, tan solo me llevaba un año. Terminé siendo asimismo su primer discípulo, pues él comenzó a trasladarme sus nociones de la técnica, esa manera tan suya de tocar que lo llevarían a estar entre los mejores tumbadores de todos los tiempos.

III- la joya y la cosa TRADICIONAL

Con mi primer salario oficial, en la época en que debutaba con Los Nobel, me di un gustazo. En la disquera de la RCA Victor (en Coronel Verdugo, esquina Real, donde hoy queda la Etecsa), había una joya a la que ansiaba echarle el guante. Corrí hacia allá y la compré. Eran las Descargas cubanas, de Los amigos, con Frank Emilio, Guillermo Barreto, Tata Güines, Papito Hernández y Gustavo Tamayo… ¡Qué team!

Tengo que haber comprado ese disco sobre 1966. Entonces Los Nobel, tras una etapa de aficionados, nos profesionalizamos. El grupo lo habíamos constituido en mi propia casa. En ese primer momento lo integramos Luis Ramón García (guitarra), Pedro Rodríguez (guitarra y voz), Francisco Cabrera (piano), Roberto Cuéllar (saxofón), Raúl Armenteros (tumbadora) y yo (baterías). De Los Nobel ya casi nadie habla. Es algo injusto. Hay que recordar las cosas.

De esa misma época tampoco se oye hablar todo lo que se debe de Humberto Serviá, aquel pianista y tremendo armonista matancero con el que también trabajé, antes de irme a estudiar para La Habana. En el hotel Kawama, de Varadero, Serviá dirigía y tocaba el piano en un cuartero en el que estábamos además Ignacio de la Torre (contrabajo), Laureano Baró (percusión) y yo (timbal). Nos acompañaba el cantante Joseíto Oseguera, icono del son en Matanzas. Mientras estuve con el Kawama, entre 1967 y 1969, aprendí la cosa tradicional, el son, las congas, el danzón, la guaracha… Por cierto, allí en el Kawama aún tocaba Dulzaides y Los Armónicos. Ellos tocaban en el cabaré del hotel y nosotros en restaurant.

IV- TATA Y BARRETO QUIEREN ROMPER EL TAMBOR

Quién me iba a decir que tendría, años después, el privilegio de compartir el escenario con Tata Güines, esa leyenda de la percusión cubana. Me sonrío ahora pensando en el homenaje picaresco que le hicieron Los amigos en esas mismas Descargas cubanas, en aquel número que decía: “Aguanta a Tata, aguántalo (…)/ Tata se ha vuelto loco quiere romper el tambor (…) / Tata Güines es el primero, Tata Güines es el mejor”.

Tata era una gente con gran energía y muy ocurrente. Coincidí con él en dos giras internacionales. La primera en la etapa en que yo andaba con el grupo de José María Vitier. Nos acompañó a varias ciudades francesas en 1992. Dos años más tarde, para entonces ya yo estaba con la orquesta de Pucho López, fue con nosotros a los festivales de jazz de Canadá. Recuerdo que se nos unieron también dos músicos norteamericanos: Tony Widom (trombonista) y Jerry González (trompetista y percusionista).

Hice relación con otro integrante de Los amigos. Me refiero a Barreto. Llegué a él por mediación del chino Lan, saxofonista tenor de la Orquesta de Música Moderna de La Habana, donde tocaba Barreto. El chino Lan le habló de mí y un buen día empecé a encontrarme con Barreto, quien me dijo, cuando se lo mencioné, que recordaba con agrado su etapa en el hotel Internacional.

Barreto me prestaba libros insistiendo en que todo lo que uno pudiera prepararse, estudiar, era poco en relación a lo que uno iba a encontrarse en el camino de la música. Me hacía recomendaciones cuando tenía el chance de ver mi trabajo en los grupos en los que me moví por entonces, primero Raíces Nuevas y luego el de José María Vitier. En cuanto al desarrollo de la técnica, solía llamarme la atención sobre la economía de movimientos. “Todo eso está muy bien, pero —me corregía— puedes hacerlo un poco más simple, sin perder la riqueza”.

Hay que maltratarse lo menos posible. La batería es un instrumento muy físico. Necesitas las cuatro extremidades, que tienen que mantener varios ritmos. También se requiere una gran capacidad intelectual para poder transmitir. Los demás instrumentos cuentan con una tonalidad fija, con una afinación determinada, pero en la batería tú lo tienes que poner todo en el momento en que la enfrentas. Pero como músico a uno lo reconforta lo multifacética que es. La batería es una orquesta por sí misma.

V- EL SIGLO DE LAS LUCES

Estando en el grupo de José María Vitier participé en la realización de la música de varias películas (como El siglo de las luces, de Humberto Solás, y Río Negro, de Rapi Diego) y seriales (entre estos En silencio ha tenido que ser y Día y Noche). Fue una gran experiencia. Me impresionaba la manera en que José María entendía el lenguaje del cine, de lo audiovisual, su manera de insertarse en esas otras perspectivas.

La música de José María tiene muchos caminos y es peculiarmente cubana. Por otra parte, más allá de su virtuosismo artístico, en él confluye el hecho de ser una gran persona y un gran pedagogo, con una paciencia a la que le debo mucho. Es indudable que tuve un crecimiento desde que me uní a su grupo en 1988. Grabamos discos, participamos en festivales, hicimos giras… En una de estas, en Burdeos, sufrí un percance tragicómico. Me apoyé en una cortina del escenario, confundiéndola con una pared, y me caí. El escenario era altísimo, de milagro no me maté… Pero se me hicieron trizas los espejuelos y fue una complicación que me hicieran unos nuevos, sin los que no podría leer las partituras…

Tras concluir mis vínculos con José María, volví a compartir con Pucho López, otro de los grandes pianistas cubanos. Era un músico muy versátil, porque además era multintrumentista y hacía unos arreglos extraordinarios, que te ponían a tocar más allá de lo que tú pensabas que podías dar. Te sacaba lo mejor de tu arte. Pucho tenía una dimensión muy grande dentro del jazz y la música popular. Muy sabio, con una cultura increíble y un gran sentido del humor, me sentí afortunado de reencontrarme con él, uniéndome al nuevo grupo que había formado.

Lo había conocido a principios los sesenta, aquí en Matanzas, donde él estaba pasando el Servicio Militar, por lo que formaba parte de la Banda del Ejército Central, que dirigía Aníbal Quesada. Años después coincidimos en Raíces Nuevas, en Santa Clara, a donde llegué a finales de los setenta. Fue intenso lo que hicimos en Raíces Nuevas. Discos, giras, colaboraciones con la Orquesta de Música Moderna de Santa Clara, con Teatro Escambray —donde hicimos, yéndonos a las lomas, la obra Molinos de viento— y con la película Como la vida misma, de Víctor Casaus.

VI- JAZZ MADE IN CUBA

Después de trotar mundo volví a Cárdenas y en 1993 formé Banda Brava, de gran formato, al estilo de NG La Banda, pero luego se quedó en quinteto, y en el 2000, en un festival de percusión, en Cayo Coco, le pusimos Mestizaje, que era el nombre que en definitiva siempre me había gustado, porque refleja lo que son nuestras raíces, nuestra raza, nuestra cultura, nuestra música… En la actualidad, Mestizaje es un trío que integramos José Antonio González (piano y arreglos), Roger Reyna (bajo) y yo (en la batería).

En un inicio trabajamos lo popular cubano y algunas zonas de la música internacional, pero como plato fuerte el jazz, que a la larga terminaría siendo nuestro repertorio exclusivo. Hacemos el jazz desde una concepción versátil, aprovechándolo todo, venga de donde venga. Bebemos de las fuentes de nuestra música popular, del folclor afrocubano, pero también del Caribe y de lo mejor del jazz internacional… No renegamos a nada, siempre que nos permita expresarnos con autenticidad, desde lo que somos.

Desde que Mestizaje dio sus primeros pasos siempre tuve en mente algo que he aprendido en las más de seis décadas que llevo tirando palos por ahí. Y ya te he hablado hasta aquí de unas cuantas agrupaciones, pero te podría añadir que formé parte de la orquesta del hotel Internacional —dirigida por mi primo Carlos Tarafa, que aún vive— y del primer grupo del cantante Augusto Enríquez, que participé en el primer disco de Polito Ibáñez y acompañé a dos saxofonistas de talla mundial como el armenio Georgy Garanian y el norteamericano Chico Freeman. Me refiero a este kilometraje que tengo no por vanidad sino para decir que tocando en esos proyectos, todos estelares, me he visto en la necesidad de andar acelerado, a la viva, creciéndome porque sentía que era una camisa que me quedaba grande. Un reto. Si uno quiere mantenerse en la punta, ir más allá…, hay que estar acelerado, estudiar, prepararse, sudar cada día como si se empezara de cero. Y además estar dispuesto a todo.

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