Creado en: febrero 28, 2021 a las 08:20 am.

Nuestros días fundacionales: ¡Qué época aquella!

Diego Velázquez, el conquistador de Cuba, un hombre
“duro de entendederas”

Declárese, ante todo, que uno se mueve por aquellos años como entre tinieblas, por la ausencia de documentación. Es la etapa que Enrique José Varona ha llamado “el oscuro período de gestación de la comunidad cubana”.

Claro: quien no sabe escribir difícilmente dejará huellas.

Los conquistadores no eran precisamente gente letrada. (Ricardo Palma ha probado que conspicuos figurones de la Conquista eran analfabetos. Entre nosotros Hernán Cortés, quien fue alcalde de Santiago, constituyó la excepción. Pero el padre Las Casas clasificaba a Diego Velázquez como un ser “duro de entendederas”).

A esto ha de sumarse la destrucción de archivos por los ataques que protagonizaron los bandoleros de la mar (Habana, 1538; Puerto Príncipe, 1562; Sancti Spiritus, 1585; etc.).  Y, además, “…en Sevilla apenas aparece documentación referente a la Isla en los años que median entre 1555 y 1580”. Tampoco hay información sustanciosa de la primera mitad del siglo XVI, como atestigua la historiadora Yolanda Aguirre.

No ha de extrañarnos que menudeasen las confusiones. Por ejemplo: “…se dio por sentado que el obispo de Cuba fue erigido en 1519, según algunos autores, y según otros en 1518, 1522, 1523 ó 1525” (Eduardo Torres Cuevas).

Se calcula que migraron de España hacia América, en todo el siglo XVI, entre 250 mil y 300 mil personas. ¿Quiénes conformaban ese grupo humano? Pues integrantes de la bajísima nobleza, más pobres que las ratas, cuyo único bien consistía en la posesión de una carta de hidalguía, y simples pecheros, sólo dueños de su plebeyez (“Una de las formas de la «picardía», del desamparo popular, será venir a América”, dictaminó Mariano Picón-Salas). 

Alejo Carpentier evalúa a los expedicionarios del primer viaje colombino: “…la marinería era mala. Más cristianos de reciente bautizo, granujas huidos de la justicia, circuncisos amenazados de expulsión, pícaros y aventureros, que gente de la iza y de la orza, gente de oficio…”.

Los anima el afán de lucro desaforado, porque, como al final admite Bernal Díaz del Castillo, los conquistadores venían a América “por servir a Dios, a Su Majestad y dar luz a los que estaban en tinieblas, y también por haber riquezas, que todos los hombres comúnmente buscamos”. Según Hernán Cortés, eran “hombres de diversos oficios y pecados”. Bien dijo después Cervantes que son “las Indias, refugio y amparo de los desesperados de España, iglesia de los alzados, salvoconducto de los homicidas, pala y cubierta de los jugadores a quien llaman ciertos los peritos en el arte, añagaza general de mujeres libres, engaño común de muchos y remedio particular de pocos”. No es casual que antes –1578– Carreño describiese a sus gobernados en Cuba casi con las mismas palabras. (Por eso, por andar moralizando, lo envenenaron al año siguiente).

Ya Alejo Carpentier dictaminó que, mientras crecían las grandes posesiones españolas del continente, “Cuba llevaba una existencia insegura y difícil, roída en plena infancia por una avidez insatisfecha, las rencillas, las ambiciones frustradas de hombres que eran, en el fondo, los fracasados de la gran aventura de la conquista”.

Afirma la historiadora norteamericana Irene Wright: “Fuera de los límites urbanos, toda la tierra de la Isla era propiedad –aunque sólo en usufructo– de los señores de hatos. Estos rancheros se contentaban con conocer el centro de sus fincas, y desde esos centros reclamaban su derecho a extender su alcance en las despobladas soledades sin cultivo…”.

Es comprensible que sólo gente aventurera se sumase a la empresa de cruzar el Mare Tenebrosum en maltrechas cáscaras de nuez. Véanse las recomendaciones de Fray Antonio de Guevara, cronista de Carlos V: “Es saludable consejo que antes que el buen cristiano entre en la mar haga su testamento, declare sus deudas, cumpla con sus acreedores, reparta su hacienda, se reconcilie con sus enemigos, gane sus estaciones, haga sus promesas y se absuelva con sus bulas; porque después en la mar ya podría verse en alguna tan espantable tormenta que por todos los tesoros de esta vida no se querría hallar con algún escrúpulo de conciencia”.

Ramiro Guerra señala que el núcleo social cubano data de la segunda mitad del siglo XVI, en un país donde “la jerarquía se establece únicamente en razón a los oficios públicos que desempeñan o a la mayor o menor suma de bienes que posean, representados por la casa donde se vive […]  el ganado de diversas especies que se cría en los hatos y montes y algún esclavo negro comprado o adquirido por herencia”.

En esta etapa se inaugura nuestro multisecular relajo. Llegan de la Península las Reales Cédulas, y nuestros antepasados ibéricos –chicos disciplinaditos—montan ceremoniosamente el gran ritual: ponen los pliegos lacrados sobre sus cabezas, y repiten a coro: “Lo acato, lo acato y lo acato”. Después… bueno, después harán su inverecunda gana, pues “la ley se acata, pero no se cumple”.

 Un historiador colombiano asegura que América pasó de la Edad del Bejuco a la Era del Cerrojo. Es cierto que entonces estas tierras presencian la fundación de varios asentamientos europeos, y conocen la pólvora, la escritura, el hierro, el limonero, la vaca, naves que multiplicaban por miles el desplazamiento de las primitivas canoas, y otros muchos portentos. Se transita del areíto a la vihuela. Pero esto fue un juego de toma y daca. Porque hasta los gobernadores –caballeros de tal o más cual orden, llenos de condecoraciones, cruces y entorchados– vivirán en el rústico bohío del indocubano. Y “a falta de pan, casabe”. Y “de la necesidad nacieron los mulatos”. Etcétera, etcétera.  A pesar de ser un arsenal ambulante, desguarnecido anda el conquistador ante un mundo que de nuevo no sólo tiene el nombre: tienen hasta indefensión léxica, de manera que llaman “lagartija” al imponente cocodrilo. Hernán Cortés se lamenta, en carta al monarca, de no poder describirle las maravillas americanas, pues ignora las palabras que las designan.

En esta época la agricultura cubana muestra una productividad 700 veces menor que la disfrutada por las huertas aledañas a Madrid, según datos de Luciano Bernard Bosch. 

El discutido Hernando de la Parra nos entrega una imagen de la vida cotidiana: las casas “…están plantadas a capricho del propietario, cercadas o defendidas sus frentes, fondos y costados, con una muralla doble de tunas bravas…”. Son “de paja y tablas de cedro y en su corral tienen sembrados árboles frutales…”. En cuanto al mobiliario: “Los muebles consisten en bancos o asientos de cedro o caoba, sin respaldar, con cuatro pies que forran en lona o en cuero crudo, por lo regular es el lecho de la gente pobre”. Los ricos se mandan a construir, en España, con ébano y granadillo cubanos, “camas imperiales”. “En todas las salas hay un cuadro de devoción a quien le encienden luces…”. Los pobres se iluminan con sebo, mientras los pudientes usan aceite de oliva. Entre los utensilios de cocina, los hay de hierro, aunque los indios prefieren el barro; no falta la loza de Sevilla. A los vasos de guayacán se les atribuyen “grandes y prodigiosas virtudes medicinales”. Se come casabe, carnes frescas o saladas, mucho pescado, y los platos se condimentan con ají picante, y se colorean con bija.

Los españoles que venían al Nuevo Mundo esperaban conquistar un señorío. La Corona no se los concedió, sino encomiendas y mercedes que podían ser revocadas en cualquier momento. De ahí la explotación inmisericorde del indoamericano, al cual había que sacarle el máximo de provecho en el mínimo de tiempo. Principal saldo del siglo: como en el resto de las Antillas, Cuba vio desaparecer a sus aborígenes, mucho antes de que se hubiese acuñado la palabra genocidio. (“¡Robaron los conquistadores una página al Universo”, exclamaría José Martí). Si Oviedo anota que en Panamá a un feroz perro rancheador de indios le asignaron sueldo de capitán, aquí Vasco de Porcayo les hacía comer las vergas a los “encomendados”. Y vaya lo uno por lo otro.

Anota Alejo Carpentier: “En torno a las inmoralidades, abusos, favoritismos, envidias, originados por el elástico sistema de encomiendas, la naciente colonia lleva una vida turbulenta. En el fondo de muchos pechos se va agriando una gran decepción. Para cebar reses, buenos eran los pastos de Extremadura. No era eso lo que se esperaba de aquellas Indias sin especias”.

Irene Wright dejó una visión de aquellos días inaugurales: “La Habana era «escala de todas las Indias». No obstante, según decía el Gobernador Mazariegos, era un pueblo de pocos  y pobres vecinos, porque no tenían otra granjería que sus casas que alquilaban y la venta de los bastimentos que suministraban a los navíos que llegaban al puerto.  Según manifestaba el obispo, el paso de flotas y armadas traía a la Habana “mucha gente de diversas naciones”, que corrompían las buenas costumbres. 

Para remediar este daño, el obispo, a principios de 1561, deseaba trasladar su catedral y su residencia desde Santiago de Cuba a la Habana. En verdad, parece que en esta época era la Habana “una congregación de gentes relajadas, muy dadas al juego. Jugaban el oro en barras, las perlas, y esmeraldas, de suerte que unos se hinchaban con fáciles ganancias mientras otros morían con el alma destrozada por las pérdidas que sufrían. 

Se acuchillaban unos a otros, se colocaban carteles difamatorios, envenenaban a sus mujeres mestizas para casarse con otras nuevas, y quemaban de cuando en cuando la casa de algún enemigo como diversión.  Los culpables buscaban asilo en la iglesia; si se trataba de juzgarlos por vía de ley, el juicio a veces no llegaba a sentenciarse, especialmente si el gobernador Mazariegos juraba que el muerto no había recibido sino su merecido y que él no quería oír más del asunto «votando a tal» que si le molestaban más los parientes y deudos del difunto les echaría a los piojos de la cárcel pública”.

Un colofón, a modo de diagnóstico:

Queridas amigas y amigos dilectos que me han acompañado en este viaje por encina de los siglos: me atreveré a formular un dictamen.

Sí: sospecho que nuestros días inaugurales no fueron, precisamente, una lección de la asignatura Moral y Cívica.

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