Creado en: mayo 15, 2022 a las 07:11 am.

Procesiones, expresiones pre dramáticas hispanas

Altar de Cruz de Mayo en el oriente cubano

En entregas anteriores he hecho hincapié sobre la influencia que ejercieron como embriones para el desarrollo de una práctica teatral las expresiones artísticas en los eventos religiosos y profanos de los primeros años de la Cuba colonial.

Traté fundamentalmente lo concerniente a la festividad del Corpus Christi y a las fiestas patronales de nuestras primeras villas. Pero hay otras de muy variado espectro que debo consignar.

Una procesión de singular afinidad con el teatro es conocida como “las encamisadas” en celebración del día de la aparición de San Miguel Arcángel, 29 de septiembre. La primera referencia es de 1605, en La Habana, donde según carta de relación del Gobernador Pedro de Valdés al rey Felipe III “por la tarde hubo una muy gallarda máscara en la que no quedó hombre de a caballo que no sacase cada uno su invención, con muchas letras que sembraban por las calles”. Los participantes cubrían su vestimenta habitual con una camisa que los disfrazaba casi totalmente y los hacía aparecer como fantasmas, a lo que contribuía que lo hacían de noche, a caballo y portando hachones encendidos. Entre 1649 y 1653 se reportan encamisadas en Santiago de Cuba. El historiador español Jacobo de la Pezuela confirma que en posteriores faustas ocasiones la procesión se combinaba “con las llamadas ‘invenciones’, improvisaciones sobre algún tema adecuado a la festividad correspondiente, escenificadas esquemáticamente”. También, en años en que los Cabildos contaban con mayores recursos se añadieron carros de guerra con músicos.

Del s. XVIII hay noticias sobre las procesiones de Jesús Nazareno y la de San Francisco visitando a Santa Clara -que se hacía entre ambos conventos habaneros; y en Santiago, la del Ecce Homo, para pedir bienaventuranza en tiempos de miseria.

En esa ciudad oriental se recuerda aún la procesión de los Flagelantes y Penitentes de la semana Mayor o Santa. Un nutrido grupo de hombres en harapos, con capirotes blancos, todos manchados de lodo y sangre, desfilaban por las arterias principales de la villa en dirección a la Catedral. Unos llevaban pesadas cruces, otros cargaban grandes piedras; algunos iban de rodillas, azotando sus espaldas con vergajos: emitían voces de misericordia y ayuda a Dios, a la Virgen y a los santos de su devoción. Esta muestra de religiosidad fue prohibida a mediados del s. XIX cuando en el pueblo se generalizó que no eran reales tales sacrificios y que en la mayoría de los casos, los curas pagaban a estos improvisados mártires, farsantes convenientemente maquillados.  

Quizás la más teatral de las procesiones santiagueras, popularmente denominada Encontrones de María y José en busca del Niño Jesús perdido se efectuaba desde la segunda mitad del s. XVIII, organizada por los curas de la iglesia de San Francisco. El primer sábado de enero, en horas de la noche, concurría multitud de gente a la esquina de las calles Santo Tomás y San Francisco –hoy Félix Pena y Sagarra- para presenciar el encuentro de dos grupos de feligreses que provenientes de otras parroquias conducían unos a la Virgen Santísima y otros a San José, en sendas efigies escultóricas. Todos expresaban lamentos diversos por el extravío del Niño Jesús. Cuando arribaban a aquella esquina, hacían aproximarse a ambas imágenes, que se saludaban. De pronto, en medio de las lamentaciones, alguien daba señal de que el Niño estaba en la iglesia de San Francisco, a solo una cuadra de allí.   Entonces la gran procesión, reforzada por el público presente, arribaba al templo.

A la mañana siguiente, bajo un pabellón formado al efecto en la plazoleta aledaña a la iglesia, se hallaba oculta tras un velo la imagen del Niño, en medio de los doctores de la Ley, representados por los bustos de San Buenaventura y San Juan Nepomuceno. Para dar principio a la misa, ante las imágenes de María y José se tiraba del velo, aparecía Jesús, rompía la música estrepitosa, y se entonaba un himno. La procesión entraba entonces al templo con el Niño y sus padres, después de una loa interpretada por una joven vestida de ángel.

Encontré una deliciosa descripción de la procesión de Jesús Nazareno en Santiago, que se efectuaba los miércoles de la Semana Santa. Salía del templo de Santa Lucía con las imágenes de Jesús y Simón a su espalda, ayudándole a llevar la cruz hasta la Catedral, a unas cuatro cuadras de distancia; muchos fieles subían las escaleras hacia la nave central de rodillas. Cuando finalizaban los oficios, al bajar la imagen de Jesús, esperaban en la Plaza de Armas, frente a la iglesia, las imágenes de la Virgen, San Juan, la Magdalena y la Verónica, que corrían a recibirlo, con cortesías y movimientos que provocaban la risa de los espectadores.

En el período surgen también, con ingredientes sacros y profanos, las fiestas de los Altares de Cruz o de la Cruz de Mayo, tanto en las villas como en zonas rurales. Según la investigadora María del Carmen Victori, la fiesta se iniciaba con la erección de un pequeño altar en la fachada o dentro de las casas de los devotos, por lo general al oscurecer del día 3 de mayo o la víspera.

En cada parroquia se organizaba un grupo de fieles que, tras la autoridad eclesiástica correspondiente, salía a visitar los altares; una vez que arribaba la procesión, se recitaban loas y poesías, se representaban escenas alusivas y se depositaban ofrendas. La duración de la festividad era de siete, nueve o treinta días. En un principio, el altar se erigía con uno o dos escalones, y se iba aumentando en uno cada día, hasta el final de la festividad, en la medida en que las procesiones de las barriadas iban dejando sus oblaciones. En La Habana, Matanzas, Trinidad y Santiago de Cuba se incorporaban al altar cortinas y paños rojos, candelabros con velas, búcaros con flores, imágenes de santos y joyas, que los visitantes colocaban en los brazos de la cruz y en las gradas.

Sobre esta celebración, Emilio Bacardí recoge esta crónica:

“[…]  Los altares de Cruz, en ciertas casas, revestían los caracteres de una fiesta durante un mes, comenzando por un altar de dos escalones, que subía escalón por escalón hasta alcanzar el techo; allí las flores, las frutas, sobre todo los corojos, marañones y caimitos; allí los cantares improvisados, más o menos picarescos y más o menos ordinarios según la familia en cuya casa se hacían los festejos; y allí la frescura o atrevimiento de alguna damisela más o menos sincera o descocada, poniendo la banderita a uno de los jóvenes concurrentes, buscando al más rumboso para la continuación de la fiesta que concluía por una verdadera parranda […]”.

Sin dudas, son las famosas Romerías en Holguín las fiestas por la Cruz de Mayo de mayor arraigo –incluso se mantienen con mucho brillo en nuestros días-. Desde muy temprano, el tres de mayo, se organiza una gran procesión para subir al cerro donde el fraile franciscano Antonio de Alegría plantó una enorme cruz de madera en 1790; allí se oficia un culto evangélico, se canta y se baila. Y al anochecer, según nos cuenta el investigador Jorge González Aguilera, “la fiesta continuaba con la visita a los Altares de Cruz […] En alguna parte exterior de la vivienda se colocaban pencas de yarey, coco o palma, de las cuales pendían grillos, cocuyos, ranas, chipojos, en fin, todo animalejo que contribuyera a dar la imagen de un monte”.

Este contexto de la comunión alternante entre lo religioso y lo profano, como he dicho, va a contribuir a un tímido surgimiento en la actividad teatral de autores e intérpretes locales, maquinistas, inventores, constructores y pintores. Por supuesto, falta por reseñar decenas de procesiones que en Cuba aportaron al quehacer escénico posterior.

Fuentes: Colectivo de autores: Fiestas tradicionales cubanas / Emilio Bacardí: Crónicas de Santiago de Cuba / Manuel Pérez Beato: La Habana antigua / Jorge González Aguilera: Fiestas tradicionales.

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