Creado en: agosto 21, 2021 a las 07:40 am.

Transgredir el salmo, mientras entro en Zona Roja

Por Eldys Baratute

Todas las mañanas cuando me levanto me repito, como si fuera un salmo bíblico, que en estos momentos mi principal meta es mantenerme sano, atravesar el túnel terrible de la Covid-19 sin que yo y los míos terminemos ingresados, aislados, enfermos, con dolores y falta de aire y sobre todo con miedo, el miedo a morir o a sufrir la muerte de un ser querido.

Todos los días me despierto y me repito, una y otra vez, que debo cuidarme y cuidar a los míos pero cuando llega la noche me percato de que, aunque tengo ese salmo tatuado en el cerebro, no he sido tan cuidadoso como debería, incluso termino siendo temerario, pero sobre todo me he dado cuenta de que, a pesar del miedo, como tantos otros artistas me sigo aferrando a mis esencias, de ahí que estemos en los vacunatorios, visitando a creadores que por su edad son más vulnerables, ayudando en la distribución de alimentos en los Sistemas de atención a familias, buscando antihipertensivos para unos, hipoglicemiantes para otros, aceite, detergente, arroz, escuchando largas conversaciones por teléfono de alguien que tuvo su momento de depresión (incluso más de uno), brindando sosiego, esperanza, luz, todo bajo la completa seguridad de que, como yo, muchos otros se han amarrado a su humanidad para sobrevivir esta pandemia y han colocado la seguridad del otro, sino delante, al menos junto a la suya. Pero… ¡a la zona roja no había entrado!, ¡Ahí no podía entrar! Me lo decía mi pareja en casa que sufre mis ¿descalabros?, mis amigos que conocen mi enfermedad crónica, todo menos la zona roja, sin embargo…tenía que ir.

El primero en mencionarlo fue Yosmel López, mi hermano, uno de mis seres más queridos y como tengo debilidad por él me dejé arrastrar. Los muchachos del Guiñol, siempre decimos los muchachos aunque algunos ya están en la tercera edad, habían recogido dinero para comprar lápices de colores, libretas, pegatinas, juguetes y cualquier otro material didáctico que animara a los pequeños aislados en el Hospital Pediátrico. Y como siempre sucede cuando hay jóvenes de por medio (él, no yo) cuando se tuvo la caja llena de materiales todo fue mi rápido, conseguir el número de la trabajadora social, pactar una fecha, y tener la completa seguridad de que íbamos a dejar la caja en la puerta y virar para la casa a bañarnos con cloro.

Después fue la llamada de Jorge Núñez, el presidente de la Uneac. Me compulsaba a que hiciéramos algo para los niños aislados en el hospital, a que lleváramos libros de autores cubanos, a que transformáramos su tristeza en alegría, al menos un instante. Entonces confirmé que los astros estaban alineados, que éramos muchos los que apostábamos por el bien del otro, que si tres creadores de tres generaciones diferentes teníamos la misma idea y seguíamos confiando en el arte como espacio de transformación, todo pudiera ser un poco menos doloroso, al menos un poco.

Y llegó el día, el momento. En ese hospital he estado muchas veces, hice parte de mi rotación de cuarto año, fui una y otra vez porque en algún momento de mi vida tuve la certeza de que iba a ser pediatra, sin embargo, ahora me pareció distinto, más triste, como si un manto gris cubriera el sitio. No hay duda de que se establece un vínculo entre la arquitectura de los lugares y los sentimientos que cobijan.

A pesar de eso, entramos con la caja llena de libros, lápices, libretas. El resto fue muy rápido, casi alucinante. Atravesar los pasillos, llegar a la trabajadora social, elegir la sala en la que estaríamos, ver los rostros de los médicos que caminaban con el rostro marcado por una mezcla de preocupación y esperanza, pensar en las pocas horas que iban a sus casas, en las enfermeras que estaban allí a tiempo completo, en los padres angustiados, en los bebés llorosos sin saber qué tipo de dolencia los tenía alejados de sus casas, de sus camas, quizás de los brazos de sus abuelas. Yosmel emocionado, tembloroso, Yoanna y Sandor, que también fueron con nosotros, haciendo historias sobre lo terrible de estos días. Todos hemos pasado por lo terrible. Y yo evocando, pensando que en un momento soñé trabajar en un sitio como este, cuando no existía la pandemia, ni un manto gris tan intenso.

La trabajadora social salió de la oficina un par de veces y, sin darnos terapia, sin darnos un tilo, sin la típica vaselina que esperan los cubanos, nos dijo: van a pasar a la zona roja, ustedes mismos les van a entregar las cosas a los niños. Y ahí los cuatro nos acordamos de la familia, Yosmel y yo, de Héctor y de Raúl que seguro no nos dejarían entrar en la casa ese día. Yoanna de su hijo. Sandor de su madre que se negaba a visitar para no exponerla a un posible contagio. De todos los queríamos nos acordamos mientras íbamos atravesando el pasillo que nos conducía a la sala Lidia Doce del hospital Pedro A. Pérez.

Ese día me tocaba la segunda dosis de Abdala, me levanté temprano para vacunarme antes de irme al pediátrico, pero por las malas jugadas del destino la vacuna demoró en llegar y tuve que aplazar mi segunda dosis para después de la entrega de los donativos. Resultado, llegué al vacunatorio de la Uneac con al presión alta, yo, que no soy hipertenso. Pero estoy seguro que cuando me pusieron delante el traje blanco, el gorro, las botas de tela, y los guantes, la presión se me disparó.

En el lobby de la sala todos estaban forrados de blanco, era imposible distinguir rostros, definir quien era cada quien, y mientras los veía sentí que se comportaban de una forma demasiado normal, como si todo ese andamiaje formara parte de sus vidas, algo extraño para mí que los primeros cinco minutos con el traje ya había sudado como si estuviese corriendo para bajar de peso, no sabía en cuanto tenía las frecuencia cardíaca y respiratoria y para colmo Yosmel me aseguraba que ya se sentía con tos y fiebre.

El médico, que después descubrí que era un conocido mío, nos explicó que la sala contaba con dieciocho niños, nueve menores de un año y otros nueve mayores, y que todos tenían síntomas de la COVID-19 y esperaban confirmación del PCR, junto a ellos estaban sus madres, la mayoría con síntomas. Deben cuidarse, nos dijo el médico, evitar el contacto con las superficies, y claro, con los pacientes, y aunque Yosmel no me dijo, seguro sintió que aumentaba su fiebre.

En ese momento lo más lógico hubiera sido aferrarme a mi salmo diario, alejarme del peligro, recordar mi enfermedad crónica, coger de la mano a mi amigo y salir corriendo, pero no, no era exactamente la lógica lo que me había llevado a la zona roja, era algo más emocional, más espiritual.

Y para sacarme de mis dudas, casi nos empujaron y entramos a la sala. Entonces todo cambió, dejamos de ser seres temerosos para volver a ser, como muchas otras veces, el actor y el escritor para niños que incluso en esta misma sala habíamos hecho ese trabajo muchas veces.

Lejos se quedaron las advertencias de los amigos, el recuerdo de la familia, el miedo. Solo importaban los niños que desde sus camas nos miraban expectantes. Luis, Carmen, Adolfo, Mariluz, esos niños tenían nombres, sus madres tenían nombres, y en los ojos de unos y otros descubrimos una lucecita tímida cuando les entregábamos los libros, los colores, cuando preguntábamos los nombres, e incluso cuando los invitábamos a reírse bajo cualquier excusa.

Un móvil sonó y tuve que cogerlo entre las manos y entregárselo a una madre, a Pablito le pasé la mano por la cabeza, Yoanna se acercó demasiado a una niña a la que pidió que leyera un poema de uno de los libros, Sandor paseaba por los barrotes de una cama a la otra, Yosmel casi carga a uno de los niños. De todo eso nos acordamos después. Afuera, cuando volvimos a sentir temor. Pero en ese momento no nos importaba nada que no fueran esos niños, no existíamos nosotros, solo existían ellos.

Una madre lloró por el gesto, logramos que los más pequeños sonrieran y una niña de siete años leyó con alegría uno de los poemas del libro Fernando quiere saber, de José Raúl Fraguela.

Mientras nos quitábamos el traje, las botas, el gorro, los guantes, volvimos a ser cautelosos, a tener cuidado, a evitar los roces, pero el momento en el que estábamos junto a los niños, olvidamos que nosotros podíamos estar como ellos, en solo un instante.

Salimos del hospital sin comentar nada, sin decir una palabra, sin intercambiar sensación alguna, salimos siendo otros, ahora mismo no recuerdo si me despedí como era debido, tanto miedo tenía de decir la palabra incorrecta, la frase que rompiera ese instante mágico.

Salí de la zona roja con la seguridad de que debía repetir mi salmo al día siguiente. Debía concentrarme en salvarme y salvar a los míos, llegar vivo al final de esta pandemia, pero esta vez mi salmo sería más inclusivo, más abarcador, ya el mundo de esos dieciocho niños y sus padres también formaba parte del mío. Y debía seguir apostando por su mundo, tratar de conseguir esa tímida luz en sus ojos, eliminar la tristeza tan siquiera un segundo, aunque para eso mis amigos y yo regresáramos a la zona roja, una y otra vez.

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