Creado en: mayo 31, 2021 a las 07:32 am.

Centenario de Octavio Smith(+Podcast)

Por Virgilio López Lemus

«Poeta espléndido» llama Enrique Saínz a Octavio Smith (1921-1987), en su compilación de Obras (2015). Si alguien tenía dudas, o desinformación, sobre la alta calidad lírica de este autor silencioso en vida y renuente al jubileo de la propaganda, ese volumen demuestra cuán fecundo fue en calidad. Murió a los sesenta y cinco años, luego de una labor distinguida sobre todo en la Biblioteca Nacional José Martí, donde recuerdo haberlo conocido en efímero diálogo, sin que mediara entre nosotros nada más. Hice mal, debí buscarlo luego, pues ya por entonces conocía yo de la gala de su poesía.

Casi sepultado por la fama de los mayores creadores de la revista Orígenes: José Lezama Lima, Virgilio Piñera, Gastón Baquero, Eliseo Diego…, por la constante sorpresa de Cintio Vitier o de Fina García Marruz, Octavio Smith nunca reclamó la atención primordial que merecía. Pulió su perla, trabajó en su poesía con devoción (Saínz la acumula toda ella en unas 140 páginas netas), en libros como Del furtivo destierro (1946), Estos barrios (1966), Crónicas (1974), y seguramente hay que considera entre sus obras líricas las narraciones de Andanzas (1987).

Escuché una vez que su nombre evocaba su lugar dentro del llamado grupo de Orígenes: el octavo, pero me pareció mezquina la idea de tal escalafón que no hace justicia a Octavio Smith, al poeta que dijo en «Sabana»:

Salgo a mirar el arduo vino

sonsacado y ligero de la nada.

Mis tesoros acampan a mi lado,

parcos entre la luz pulida como cuerno

de adorno e indulgente fortaleza.   

Sus «tesoros» son cada poema como una joya, sonsacada y ligera, como ganancia de la nada, cuidados por un acento preciso de versos semilibres, o redondeados por la métrica hispánica. Ni palabras altisonantes ni rupturas asombrosas de sentido o de sistema expresivo, porque Smith trabajó con serenidad cada palabra, sabía de su valor rítmico, de la vibración que ella entraña cuando ayuda a formar el poema. Así la palabra en cada texto es enlace y colaboración para el fin elocuente.  Rara vez escapaba de su aprehensión sutil de la circunstancia (la naturaleza y el ambiente del hogar) con alguna frase metapoética, o una reflexión («Existo si es sed el existir», de «Nombrar»), pero se advierte que cuando Smith observaba lo externo a sí mismo, en verdad interiorizaba: «¡Oh vida para hundir el rostro / como en heno fresco!»… («VIII. Espíritu», de Estos barrios). En «IX. (Final)» trabajó con limpieza y belleza creativa al sonetillo, lo que deja ver que el poeta estaba atento a la forma, al embace textual, mientras advertía la espiritualidad del día sosegado, de un domingo meditativo.

Su poesía parece obra de breviario, de libro de meditación, libro de horas, en que lo espiritual se hace intento reflexivo por captar el instante raro de la emoción, que ya fue cimero en Del furtivo destierro, su primer y mejor poemario, de la época en que el poeta tenía entre veinte y veinticinco años de edad. En el texto que llamó «Ocio final», parado ante una ventana, miraba al mundo, al tiempo y al espacio, con lo cual logró ese poema espléndido, cuya primera estrofa es un dechado de extracto de la palabra precisa, de contención y expresividad:

La flama airosa del Domingo

lustra la tarde desasida

del palpitar de mi ventana.

El mismo afán allí conduce

piras briosas, rubio coro

de ágiles cuerpos escanciados.

Pero está fija mi ventana.

Con Ángel Gaztelu, por su hermosa espiritualidad, o con Justo Rodríguez Santos, por el cuidadoso y casi neoclásico sentido de las formas poéticas, Smith realizó una obra sin dudas en el ámbito cristiano y cubanísimo de los poetas que en la década de 1940 se asociaron al ímpetu de la revista Orígenes. En ese tono católico de algunos origenistas, leemos de él los «Tercetos a la Virgen»: «Sumo es, María, el dulce frescor de atesoradas / aguas que hacia lo grácil se afanan en tu hondura. / Toda estás en Ti misma en tu seno iniciada…». Su sentido de la canción, del nocturno, de la elegía o de la infancia idealizada, como soñada, bullen en sus versos que admiran a la naturaleza como seno de poesía. La perfección del soneto «En primavera», o los asuntos recurrentes en su obra: la niña, la casa, los árboles, ofrecen la gala de su primer libro. Tardará veinte años para ofrecer el próximo, cuando en Estos barrios volvía sobre el impulso juvenil: «Pero el golfo del tiempo en que se adentra / más que borrarlo lo perfecciona» («Interiores»).

Smith nos dejó uno de los más bellos poemas cubanos sobre la viudez, en «V. (El viudo, su hija, la visitante, los retratos)», en que hizo gala de síntesis y expresividad emotiva muy contenida, porque el poeta no escribió una disertación sobre el dolor, sino que estaba consciente del valor artístico de la palabra. A veces trabajó el poema dialogado, en el que supuestos personajes, más que conversar, exponen la delicadeza de su contacto con el medio exterior, con la poesía de la circunstancia. El predominio de lo elegíaco en Crónicas, su poemario más extenso, muestra sin embargo ese diálogo entre el exterior y la intimidad que es signo de toda su poesía.

La prosa de Andanzas quizás solo sea comparable en la literatura cubana con los hallazgos de Félix Pita Rodríguez en sus evocaciones de personajes medievales casi cuentos, casi poemas. Si se ve el siguiente fragmento de «Días de Aviñón», se observará que Smith trabajaba su prosa como si fuese un poema, pues ella se pudiera picar en versos: «Una llama no se anuncia: irrumpe. // ¿Qué fue de tan placenteros dibujos? En su lugar soltáronse como campanas mil ardientes trajines por hospitales, viviendas míseras, caminos azarosos, campos en que humean restos de batallas y plañían los moribundos…».

En sus ensayos visionarios y plenos de sus miradas hacia la poesía, alcanzó momentos de brillantez como en «Liturgia, Poesía y Mundo», publicado en Islas, la revista de Samuel Feijóo, en 1960. Allí dejó dicho: «Cuando el hombre es una criatura de Dios y es a Dios a quien nada humano le es ajeno, y no al hombre, porque este está ocupado en trascenderse y no en deleitarse consigo mismo; no se platica de destinos trágicos sino de dramas con solución armónica; la vida no es una representación morosa y cíclica, sino un desarrollo apremiado…».

Pareciera una poética personal, una concepción de la vida fundada por un poeta. Y eso fue Octavio Smith, un poeta esencial de reino propio, príncipe en ese reino, artista de la palabra que supo hacer de su vida un cofre de letras. ¿Qué más?: haber vivido y dejar tras de sí el halo hermoso del cumplimiento, la obra breve pero intensa, la gratitud envuelta en el fragor de la poesía.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *