Creado en: febrero 27, 2022 a las 08:37 am.

La escenografía en el neoclásico habanero (I)

Una representación a mediados del s. XVIII

Este es un tema al que me atrevo confiando en la benevolente venia de mis amigos diseñadores.

Intentaré resumir las peculiaridades de este arte concurrente a la expresión teatral en el período neoclásico de nuestra escena, aproximadamente entre la segunda mitad del s. XVIII y el primer cuarto del XIX, cuando ya se atisba la que se denomina “explosión del romanticismo”.

Hay que dejar sentado que el arte de diseñar escenografías depende en buena medida de las condiciones espaciales donde se va producir la puesta en escena. En aquellos años se había impuesto en las metrópolis europeas y sus colonias de América el escenario “a la italiana”, enfrentado por un patio para lunetas, y una estructura llamada “de medallón”, semicircular, con varios pisos para albergar palcos y un segmento para el público de menos recursos -que presenciaba casi siempre de pie las representaciones- y al que en el mundo hispano se le llamaba “cazuela”.

En términos conceptuales, especialistas en esta materia coinciden en que a fines del período barroco hay una transformación radical en la perspectiva de los decorados: se sustituye la frontal, con un solo punto de fuga, concebida para la visión de los soberanos, ya fuesen reyes, duques, condes et al., por la oblicua, con dos puntos de fuga, que permitía a los espectadores del lunetario y otros de menos recursos ubicados en sitios más altos, disfrutar con mayor plenitud el espectáculo. 

Se ha dicho que nuestro primer Coliseo, construido por el arquitecto Louis de Bertucat e inaugurado en 1775, imitaba al Teatro San Carlos de Nápoles, edificado en 1737 y modelo de muchos teatros europeos posteriores. Bertucat fue también escenógrafo y decorador de las puestas en escena habaneras, hasta que en 1777 se traslada a México y lo sustituye en esas funciones el ingeniero y pintor Luis Huet, quien también hace reformas al teatro para facilitar la presentación de óperas. Hay noticia de que Huet concibió una nueva escenografía para la quinta representación habanera de Dido, de Metastasio, en febrero de 1777.

Ya a principios del s. XIX nuestro teatro tiene la suerte de contar con Giuseppe Perovani, afamado escultor y pintor natural de Brescia, autor de un conocido retrato de George Washington en Estados Unidos y de valiosos frescos en la Catedral habanera y el Cementerio de Espada. Entre 1800 y 1805 Perovani trabaja en el Teatro del Circo, el  de la Alameda y el Teatro Principal, del que es uno de los fundadores; en esos teatros  diseña para obras de Calderón, Moreto, Rojas Zorrilla, Racine y su compatriota Goldoni, como Andrómaca y Pirro, Los encantos de Medea, El parecido en la corte, El criado de dos amos, El mayor monstruo los celos y Las armas de la hermosura, entre otras. Reproduzco la alabanza publicada en el Papel Periódico de la Havana  el 19 de mayo de 1803 por alguien que parece un avisado crítico; aventuro pudiera ser el poeta Manuel de Zequeira y Arango, asiduo colaborador de aquel bisemanario:

“AL AUTOR DE LAS DECORACIONES DEL NUEVO COLISEO

Ha tiempo que Carlos Quinto, acompañado de los más grandes señores de su corte, vio trabajar al Ticiano con el primor que acostumbraba; se le cayeron al artista varios pinceles que recogió el monarca. Uno de sus cortesanos, el más distinguido entre ellos, dijo: que no debía humillar su dignidad hasta aquel grado de sumisión; a lo que contestó el Emperador: yo puedo en un día hacer veinte grandes de primera clase como tú, pero sólo Dios podrá hacer otro Ticiano. Si el monarca español hubiese sido espectador de las pinturas de nuestro Coliseo, no dudo que en iguales circunstancias a las del Ticiano, hubiera dispensado los mismos honores, y producido los mismos elogios en obsequio del autor de las decoraciones de nuestro teatro”.

Junto a Perovani trabaja algún tiempo el francés Adrian Audin. En esa primera década y las dos siguientes los sucederán el profesor de pintura Juan del Río, el maquinista y pintor valenciano Juan Aparicio, un enigmático José de Seixas, Andrés Descalzo –casi con seguridad un seudónimo- y el arquitecto, ingeniero y pintor Francisco Zaparí.

Las escenografías se resolvían entonces con grandes telones pintados que describían salas palaciegas, jardines, bosques, paisajes de batallas, lóbregos aposentos y cuantos espacios sugiriera el texto, casi siempre situados al fondo del escenario; también, bambalinas, pequeños trozos de tela que colgaban en lo más alto y añadían información visual a lo que sucedía en la trama argumental. Esta telonera desaparecía hacia los costados o hacia arriba para dar paso a otra, por medio de bastidores deslizantes operados por los mozos de tramoya.

Los escenarios de los teatros más espaciosos contaban con escotillones por donde surgían o se esfumaban determinados personajes. 

Otra posibilidad de ilusión que tenían los escenógrafos eran las transparencias, que se lograban aceitando los telones por ambos lados e iluminándolos por delante o por detrás, según se necesitara.

Uno de los aparatos de tramoya más complejos era el espectacular torno del vuelo. Consistía en un grueso cable o cabestrante al que se acoplaba una argolla metálica; operado por un torno y poleas, se tendía desde lo más alto del fondo anterior del teatro hasta el escenario. Este artefacto permitía que un personaje ascendiera o descendiera como en vuelo por encima de los espectadores. 

Son numerosas las descripciones en la prensa de la época sobre las escenografías de espectáculos de gran porte, sobre todo llaman la atención las referidas a comedias de magia, o las llamadas de maquinaria, de tramoya o de teatro, equivalentes en vacuo sensacionalismo, carencia de hondura poética y afán de taquilla a la mayoría de las actuales producciones audiovisuales de ciencia ficción y fantásticas.

El 10 de enero de 1805 se publica este anuncio:

“Comedia de tramoya, música y figurón en tres actos titulada El asombro de Jerez, Juana la Rabicortona, primera parte [de José de Cañizares]. Adornada de vuelos, escotillones, metamorfosis, arco iris, carro de la aurora, magnífico jardín, plaza iluminada donde se manifestará un carro triunfal con el acompañamiento y demás visualidades que comenta su autor […]”.

Ese mismo año, el 13 de noviembre, se describe la representación de la primera parte de El asombro de la Francia, Marta la Romarantina, otra comedia de Cañizares:  

“[…] con transmutaciones, vuelos y muchas otras tramoyas, como ninfas que aparecen y desaparecen, sillas y muebles de casa que se transforman en soldados armados, y vuelo del Diablo en figura humana, bajo el nombre de Garzón, llevándose un pedazo de muralla; el mismo Garzón que sale por la luna de un espejo sin romperla, vuelo de Marta que a un mismo tiempo se ve en el teatro y en un carro triunfal por el aire; estatuas que se animan y cantan; un suntuoso palacio que se convierte en capilla con varios sepulcros”.

Por supuesto, no faltaron críticas ante tales engendros: el 15 de diciembre de 1807, aparece en El Aviso de La Habana:

“Señor Redactor: Restituido a mi casa al salir de la comedia la noche del domingo 25 próximo pasado [se refiere a octubre, cuando se representó La Azucena de Brabante. Santa Genoveva, de Francisco Antonio de Castro], se ocupó mi imaginación de las dos elevaciones que hizo Genoveva sobre una nube iluminada, hincada de rodillas en ademán de hacer una oración. Se me representaba el riesgo en que se halló la primera vez, de haberse desnucado cayendo de espaldas. Celebraba el buen deseo de la actriz por agradar, cuando resistiendo al temor que la había sobrecogido, lo depone para repetir igual escena con un angelote que tan pesado por su corporatura como en su ejecución, hacía contrapeso en una máquina que ya se había conocido estaba defectuosa […]. Mucho queda aún por corregir en el estilo y práctica de algunas decoraciones teatrales […] abusos erróneos, absurdos y bárbaros […] debían desterrarse de la escena los dramas de encantamientos, en que sus autores ridículos ponen vuelos rápidos, transformaciones repentinas, subidas y bajadas violentas por escotillones, aparecimientos y otras mojigangas de este jaez, en quienes va el actor o actriz en un continuo riesgo de maltratarse si tropieza, o se cae, por romperse las cuerdas o máquinas de la tramoya que le lleva […]”.

Firmado por E. D. D. M., iniciales que no he podido descifrar.

Este género, surgido en el período de decadencia del barroco y desarrollado por dramaturgos como Cañizares y Añorbe, ha sido objeto de variados estudios. Basta que mencione El anillo de Giges y mágico rey de Lidia, la ya citada El asombro de la Francia, Marta la Romarantina y La encantada Melisendra y Piscator de Toledo. Pienso quela exagerada presencia en escena de vuelos, maremotos, erupciones volcánicas, batallas terrestres y navales, ángeles, demonios y hasta fantasmas, surge de una mala asimilación de lo que proponían antiguos dramas y comedias hagiográficos, así como autos sacramentales. Por otra parte, no hay que asombrarse de que, por encima de las maravillosas creaciones de Shakespeare, Racine, Corneille, Lope, Tirso, Calderón…, tales engendros hayan atraído a miles de espectadores y alcanzado altas cifras de funciones. Sus correspondientes actuales son centenares de producciones audiovisuales que en su mayoría adolecen del soplo vital de los grandes artistas, pero están realizadas con seductores ganchos tecnológicos que arrastran masas.

No faltaron audacias escenográficas en creaciones de señalados exponentes del teatro universal. El 4 de octubre de 1817 Francisco Covarrubias apuesta por Calderón de la Barca para su beneficio: la comedia de magia El mayor encanto amor:

“Que además de mil bellezas y sales cómicas con el gracioso, estará adornada de las siguientes visualidades: Hermoso grupo de nubes en que baja una ninfa. Un vaso, al tiempo de beber en él, arroja fuego. Dos árboles se transforman en dama y galán. Un escuadrón de fieras lidia con otro de hombres. Un gigante trae una caja para que lleve al hombro el gracioso, y al tiempo de abrirla éste creyéndola llena de joyas, salen un enano y una vieja, le embisten y vuelven a desaparecer. La mágica convierte al gracioso en mono, y en el mismo teatro vuelve a su primera forma. Ejército de mujeres solas, batalla con otro de hombres, quedando aquéllas vencedoras. Horrible tempestad, convirtiéndose en fuego las olas del mar. Y otras que se omiten”.

Nos preguntamos –y quizás solo nuestros actuales diseñadores y tramoyistas tengan respuesta- ¿Cómo lo harían? Sobre este tema, como gusta decir a un escritor que me es familiar, queda mucho en el tintero (más actual, en la computadora) y prometo no dejarlos insatisfechos. Como en las telenovelas: continuará.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *