Creado en: julio 7, 2022 a las 08:28 am.

Música, consumo en redes y códigos seductores

Foto: Internet

Por Oni Acosta Llerena

Cuando se aborda el complejo tema de las relaciones entre política hegemónica y arte, casi siempre un sector ajeno a las dinámicas en cuestión se posiciona en una zona de convenientes ambigüedades. Así, han marcado e inducido tendencias que rozan lo equidistante para, visiblemente, no entrar en contradicciones que bien pudieran compararse con una serpiente que se persigue la cola.

En la industria de la música, los eventos y presencias sobre ciertas aristas propias pretenden, desaforadamente, no solo conectar con públicos interesados, sino que expanden una interesante red de búsqueda hacia otros posibles mundos paralelos y, para ello, utilizan conocidas maneras de seducción.

Una de ellas es el marketing, ahora también apuntalado con una serie de elementos digitales que persiguen al destinatario de forma casi despiadada, y que gracias a los resultados del tráfico de las redes y al cruce de datos, pueden llegarles a sus dispositivos móviles en dependencia del rastro que han ido dejando al visitar páginas en internet.

¿Podría hablarse de una democratización de la información? ¿Podríamos pensar que la colocación de contenidos musicales responde a mecanismos espontáneos o aleatorios? Creo en ambos casos que no.

Volviendo a lo que he calificado en estas páginas como crossover tecnológico, la diferenciación principal estriba en que antes el usuario visitaba –cuando quería– una tienda de discos y decidía si compraba o no. Ahora, el bombardeo de información es tan sofisticado, que ese usuario recibe notificaciones, correos, sms y todo lo que está a su alcance digital para indicarle, predisponerlo y hasta divagar sobre qué está de moda, qué canción es trending o lo último en redes de su estrella musical favorita: todo un coctel de sedantes musicales inducidos desde una posición dominante.

Dentro de una arquitectura de libre flujo de información, todo ello sería un mundo más que ideal, casi perfecto me atrevo a pensar. Pero ese tráfico de gustos digitales, comenzando por qué debemos oír o si una canción o banda es tendencia, no concuerda con la aparente libertad en internet y, obviamente, en sus diversas y más potentes plataformas de distribución musical.

Pudiéramos pensar que también podrían promocionarse o distribuirse contenidos de músicos menos visibilizados, pero ello choca con un robusto sistema de colonización y jerarquización de la música que está dictado según convenga y a quien pertenezca. La banalidad, una fuente de ingresos nada despreciable, y que conduce a la coherente articulación de un mercado con voces hipnotizantes, se impone cada vez más en detrimento de propuestas más sólidas o, al menos, que bien pudieran llegar a otros públicos.

La supuesta libertad musical de consumo en las redes es aplastada cuando se legitiman expresiones complacientes y muchos músicos deben nuclearse en disqueras o plataformas independientes para sobrevivir artística y económicamente. Para Cuba ese fenómeno también debe ser tenido en cuenta en procesos y formas de consumo, y no solo librar batallas en el campo presencial, sino expandirlas al mundo digital donde, lógicamente, también se está edificando un discurso y existe una comunidad en creciente ascenso.

(Tomado de Granma)

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *