Creado en: febrero 15, 2021 a las 08:16 am.

Nancy Morejón / 1961: cartilla y mar

Los dos acontecimientos más importantes de 1961, para mí, fueron la Campaña de Alfabetización y, en pleno verano, mi primer encuentro con Nicolás Guillén (1902-1989).  El primero ocurrió en los barrios de La Habana; el segundo, en la playa de Santa María del Mar, en las afueras de la capital.

Alfabeticé por mi propia voluntad y creo que me enrolé en aquellas filas con un entusiasmo incapaz de sospechar el ya cercano oficio de escritora que comenzaría exactamente un 14 de febrero de 1962. Estoy consciente de que aquel esfuerzo personal no sólo contribuiría a eliminar analfabetos —con el espíritu de justicia social que marcó toda la voluntad de aquella época— sino a equipar a innumerables nuevos lectores, a darles todas las herramientas posibles para acceder a la cultura.  Éramos adolescentes en busca, nosotros mismos, de un aprendizaje inspirador en donde fuimos maestros y alumnos, a la vez.  Pudimos crear un público inaudito, virgen, abierto al conocimiento y a la necesidad del arte y la literatura como hechos cotidianos.

En mi afán por dominar la lengua francesa —que había suspendido estrepitosamente— y poder graduarme como Bachiller en Letras en el Instituto #1 de La Habana, proseguía cursos y hacía prácticas atendiendo a delegaciones que participaban en todo tipo de congresos, coloquios, conferencias.  

Nancy Morejón (a la derecha), durante un acto sindical en la Sala Villena de la Uneac, que presidiera el poeta cubano, Nicolás Guillén. /Foto: Cortesía de la autora

Así que en el verano de 1961, andaba yo de guía de una delegación de ferroviarios franceses, participantes en un congreso mundial.  Estábamos en un banquete auspiciado por la CTC en Santa María del Mar.  Uno de los integrantes, al reconocer a Guillén entre los invitados, se me acercó para pedirme los acompañara para ir a saludar al poeta camagüeyano que habían tenido el privilegio de conocer durante su exilio parisién. 

Caminé, entre muchos delegados, hasta conseguir ponerme al lado del autor de El son entero (1947).  Me extendió su mano, sin yo esperarla y la estreché explicándole la petición de los visitantes.  Con una sonrisa espléndida, aceptó.  Se acercaron entonces los amigos y cuál no sería mi sorpresa cuando Nicolás Guillén, terminado el estrechón de manos, comenzó a hablar un francés tierno y fluido como los ríos de sus poemas.  Ostentaba un cierto acento hispano con el que sustituyó, sin saberlo, mis funciones de traductora que anuló por completo. Fue una conversación inolvidable que conté, tiempo después, en una crónica publicada en la revista Unión, a propósito de cumplir Nicolás sus primeros ochenta años.

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