Creado en: septiembre 5, 2021 a las 08:33 am.

Cintio Vitier y Rolando Escardó: «La luz de su corazón»

El narrador, ensayista y crítico cubano Cintio Vitier Bolaños (1921-2009)[1], se le recuerda en Camagüey en el centenario de su natalicio este 25 de septiembre.

Se le perpetúa, además, por su vínculo con el poeta agramontino Rolando Tomás Escardó de la Peña (1925-1960) y la memorable conferencia que ofreció en la Ciudad de los Tinajones en el contexto del Primer Encuentro Nacional de Poetas «Rolando Escardó» in Memoriam, efectuado en Camagüey, del 14 al 16 de  octubre de 1969, donde Cintio afirmó: «Si yo tuviera que resumir en un solo rasgo las características distintivas del poeta de «La familia» y «El valle de los gigantes», esos dos poemas antológicos, diría sencillamente: la humanidad.

LA FAMILIA

Madre me acoge en su pecho caliente

día a día.

Abuelo y su cojez retumban el tablado.

Aurora es joven, no piensa aún en casarse:

sueña.

Olema ya comienza por pintarse las uñas.

Aún Perucho no ha muerto.)

Mamá de vez en vez teclea en el piano.

Antonio es cocinero

y Salvador es el que empuja el carro.

i Enrique!

i Falta Enrique! …

(Enrique fue el que malgastó el dinero…)

Afirman que cuando Vitier, hablaba con sentidas palabras era como si la luz del corazón del poeta fluyera entera y pura:

«[…] Cuando lo teníamos delante, su condición de hombre carnal y espiritualmente enjuto, despojado de todo aditamento accidental, se nos imponía con la misma fuerza con que se nos impone sus poemas despojados de adjetivos y figuras. Escardó era el hombre en su pobreza, es decir, en su riqueza radical. Por eso estimo que un homenaje a su memoria, y a la esperanza que ella alienta en nosotros, debe partir de los valores humanos que, a través de las vicisitudes y los infortunios de su vida, él representó esencialmente».

«Esos valores fueron, en primer término, la autenticidad, la limpieza, la modestia […]».

«[…] Escardó fue un ejemplo de ese encaje perfecto con su propio ser, del que se derivan todas sus demás virtudes humanas y poéticas. El identificado hasta la raíz consigo mismo, cualesquiera sean las desgracias, injusticias y hasta humillaciones que le toque vivir, será siempre inmune al virus del resentimiento. Ese apaleado, ese expulsado, ese perseguido, era sencillamente un rey de si que no confundió nunca la indignación frente a la infamia, la rebeldía frente al tirano y al sistema, con el odio indiscriminado ni el rencor difuso del que no tiene base de hombre para sufrir y luchar a pecho limpio, del envenado y envenenador, del envidioso. Si alguien tuvo razones ostensibles para caer en tales trampas, ése era Escardó; y sin embargo, cuando aquel gentil caballero del absoluto desamparo entraba en nuestras casas protegidas y se amistaba alegremente con nuestros hijos, la luz de su corazón fluía entera y pura hacia nosotros. Con él, volteando juntos la piedrecilla enigmática de la poesía, bromeando y discurseando de lo lindo, nos sentíamos mejores».

«Esa fundamental limpieza de su alma, cargada de tantas culpas como él mismo ha dicho y probablemente exagerado, resplandecía también en la dimensión de las letras, a las que entró por la puerta estrecha de la provincia: bienaventurada puerta cuando se atraviesa con pasos tan honrado y tan modesto. No es verosímil que Escardó fuera inconsciente de la incisiva originalidad que su palabra en los puros huesos del alma, después de los tanteos iniciales traía a nuestras letras. Esa originalidad, no enemiga ni totalmente desvinculada de orígenes, pero si esencialmente distinta, fue la semilla de casi toda la poesía mejor que ha surgido después del triunfo insurreccional, y hasta nuestros días ha impulsado a las nuevas promociones, aunque otros condimentos la sazonen o desazonen. Esa originalidad, en suma, ese modo despejado de decir que correspondía exactamente al modo despojado de ser del expoliado económico y social, pero también (fijarse atentamente) al no alineado de su propio ser, le daba derecho a Escardó para erigirse en capitán de nuevas huestes, con la consiguiente raya en las arenas generacionales, y fulminaciones programáticas a diestra y siniestra. ¡Cuántos, con menos derechos que él, o con ninguno, así lo hicieron, antes y después que él! Pero nada de esto le interesaba a nuestro hermano».

«Aunque era el centro natural, inevitable, de un grupo de poetas que iban a encaminar la expresión por otro rumbo, plano de soldado raso y arrasado, jamás se atribuyó ni pidió que le atribuyeran la importancia que le correspondía, jamás pensó en ser otra cosa que un hombre a la intemperie de la vida y la palabra; intemperie que, de pronto, sin poder ni querer evitarlo, se entraba en las resonancia de la única gran metáfora (no cultural, no platónica) de su experiencia inmediata y trascendente: la metáfora de la caverna.

A partir del Vallejo de Poemas humanos, en efecto, Escardó fue tanteando las paredes de su propia caverna –hecha de perdición y desamparo—hasta convertirse casi milagrosamente, con el mínimo de recursos culturales, en uno de los poetas más sustantivos, puro en el sentido químico de la palabra, que hemos tenido. No pudieron impedirlo su azarosa vida, dominada por la enrancia y la miseria, ni sus lecturas desordenas, en las que no tenían poca parte de los textos de ocultismo y teosofía. Tampoco pudo la desgracia, según vimos amargar su temperamento, que fue siempre limpio y filial, ni torcer el testimonio de su poesía dedicado al contrapunto del hogar y la intemperie: el hogar roto, la familia destrozada por la adversidad, pero sobreviviente en el pecho de la madre a la que siempre podía volver y a la intemperie del errante, del acosado, del perdido en medio de los hombres y la indiferencia de la ciudad. Nadie, con menos rasgos, captó las tragedias de la familia cubana pobre, con entrada lírica a una síntesis de almendra novelesca, que tanta joven posteridad ha tenido; nadie, tampoco entre nosotros, dijo con una sinceridad e inmediatez la angustia mortal del ser desligado y expoliado, tremendamente solo ante sus propias culpas, entre el silencio de los hombres y el silencio de Dios. Su mundo, sin embargo, como el de esas cavernas que tanto le gustaba explorar, estaba lleno de resonancias en las tinieblas, de presentimientos enormes, de ecos confusos que, sin llegar a ser nunca una respuesta, lo mantenían alerta, oscuramente atento a las voces amplificadas de su propio desamparo: ¿En dónde, en donde está la forma mía? ¿Vendrá el amigo o la muerte? ¿Qué viento azotará mañana mis cabellos? ¿Quién esta tentación de espacio puede decir mi nombre? ¿En dónde estás? ¿Es este el último sitio? ¿Desde cuándo se pierde lo perdido? ¿Qué estoy haciendo Dios, qué busco en las cavernas?».

«La profundidad, en fin, la experiencia vital de Escardó en horas del más espantoso abandono, lo llevó realmente hasta esa frontera abismal en que vida y muerte se confunden. Allí probó que su vallejísmo no era prestado, sino una estirpe: El hombre y la muerte, como en el peruano, acabaron fundiéndose para él en un hambre de muerte».

«Cierto que en él había también, por encima de todo, mucha hambre de vida, mucho coraje, mucha capacidad de ilusión y de alegría; pero en verdad solo la resurrección nacional de enero del 59 pudo traerlo de nuevo a la tierra de su esperanza. Juntos vivimos los festejos populares de aquel año y se posicionaba en La Habana. Era como si los sótanos hubieran subido a los balcones radiantes. El rey que siempre había sido se despojaba de los harapos. A nadie le sentaba mejor el uniforme verde olivo con que se bajó de jeep frente a mi casa, blandiendo como trofeo paradisíaco un enrome cartucho de empanada. En aquellos días, no olvidarlos, conocimos la gloria de la tierra…».

En enero del 59 Escardó estaba radiante.

«[…] «Ningún elogio fue más bello ni más grande; y nadie estaba mejor preparado que él, no solo por el conocimiento de las llagas vivas del capitalismo, sino además por las virtudes humanas básicas que lo constituían, para ser un verdadero revolucionario. ¿Cómo pensar que en medio de aquel ímpetu de renacimiento y creación íbamos a perder al sobreviviente de tanta miseria, al vencedor de tanta muerte?».

«Cuando supe la terrible noticia, intentando reconstruir de prisa, a través de las lágrimas, la querida imagen, escribí estos versos:

Una piedra, una gorra,

un pañuelo de versos como conchas rotas

es todo lo que dejas en mi casa

Veo tu cara ajada por el sol de la miseria,

tu abrazo sin amparo, tu delgadez gentil.

Oigo tu modo misterioso de decirnos ¡concho!

Toco otra vez la soledad

de tus inmensas manos.

Te miro atravesar las cuarterías,

las madrugadas, el Café,

o bajar con un farol entre murciélagos,

o caminar por la intemperie, despegado de ti mismo

grulla, ciervo, impenetrable hombre.

Una piedra, una gorra,

un puñado de versos como conchas rotas.

Mas tú bien lo decías: ¿Desde cuándo se pierde lo perdido?

¡ Al fin entras, Rolando, en la caverna del tesoro!

Y nosotros en la boca nos quedamos,

ya lo ves, sin saber qué decirte, sollozando.

Los amigos de Rolando Tomás Escardó de la Peña, quien falleciera en un accidente automovilístico en Matanzas el 16 de octubre de 1960, estaban en aquel teatro, emocionados con las sentidas palabras de Vitier y para cumplir una voluntad del poeta plasmado en la prosa «Los amigos»[2]:

Quisiera en esta tarde los amigos/ los que han sido/los que serán mañana/todos en torno mío/ como juntos a un motón/ de leña ardiendo.


[1] Cintio Vitier Bolaños. Fue un narrador, ensayista y crítico cubano. Considerado la gran figura de la crítica erudita cubana. Dueño de una poesía de las más complejas de las letras hispanas, y de una prosa exquisita. Renovador de la novelística nacional cubana. Gran conocedor de la obra de José Martí. Uno de los escritores cubanos más significativos de todos los tiempos.

[2] Poema escrito por Rolando Escardo en 1954.ñ

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