Creado en: noviembre 13, 2022 a las 09:20 am.

Críticos embozados (I)

Gaspar de Jovellanos, autor de El delincuente honrado

El oficio de crítico tanto en las artes como en la literatura suele ser muy ingrato. Para ejercerlo se requiere, en primer lugar, años de intensos estudios; luego, un espacio público en el que se pueda exponer el criterio de manera tal que llegue al menos a un grupo de interesados. Además, es un oficio por lo general muy mal retribuido, lo que obliga a este profesional a compartir su labor con otros empleos. Y, para rematar, presupone paciencia y ecuanimidad ante posibles destempladas reacciones de artistas y público, que no siempre coinciden con las opiniones emitidas.

Quizás por esto, a lo largo de la historia, muchos críticos han utilizado seudónimos, anagramas y cualesquiera otros recursos para esconder su real identidad. Este procedimiento, felizmente, ha mermado en nuestra contemporaneidad.

Dediqué algunas viñetas a la labor crítica de El Viajero, el Censor mensual y el Censor Substituto, que tuvieron espacio en el Papel Periódico de la Havana, El Regañón de La Havana y El substituto del Regañón, entre la última década del s. XVIII y los primeros dos años del XIX.

En esta doy continuidad al tema:

El 29 de noviembre de 1801 se publica en el Papel Periódico… un interesante análisis sobre una función dada el domingo 15 de ese mes. Extracto:

“TEATRO DEL CIRCO”
El delincuente honrado […] esa terrible comedia […] que por otras partes ha merecido tanta aceptación, vino por nuestra desgracia a ser en este teatro el argumento de la risa, del sueño y de la indiferencia de los espectadores.

[…] Primeramente el carácter de Don Torcuato debe ser sin contradicción alguna el de un hombre generoso, dotado de un alma noble y de un corazón resuelto e imperturbable, supuesto que desde el principio de la acción emprende cosas grandes difíciles y arriesgadas.

Sentado este principio choca a la verosimilitud y a la decencia ver que el tal Don Torcuato sea un llorón perpetuo desde su primer paso sobre las tablas hasta después de conseguido el perdón del Soberano […] ¿Pero quién podrá contener la risa al ver la violencia de las actitudes y las contorsiones del que hizo este papel, aquellas miradas furiosas en medio de la tristeza, aquella cabeza sin elegancia, aquellos codos siempre echados atrás, aquellos hombros continuamente levantados, y otros infinitos defectos que pudieran haberse modificado si hubiese sujeto capaz de dirigirlos?

¿Y qué diremos del que hizo el papel de don Anselmo […] queriendo componerlo todo con manotadas frías y sin expresión, se hizo insípido, empalagoso e intolerable para los espectadores […] sólo estudian los papeles para recitarlos como loros?

El que hizo el papel de Don Justo tiene menos defectos que los demás: el eco de su voz no es tan desagradable y sabe a veces acompañar su semblante con las expresiones que produce. El papel de Don Simón no pudo ser más impropio de lo que se representó aquella tarde, porque este cómico sólo se proponía suscitar la risa del concurso con el desgaire de sus ademanes.

Esto probablemente acredita que el autor [se refiere al director] ha confundido el papel de Don Simón con las ridiculeces de un gracioso, y no conoce la diferencia que media entre un barba tenaz y circunspecto y el carácter de los figurones.
La dama que hizo el papel de Laura incurrió en tantas impropiedades como todos los demás actores, pero entre sus defectos lo que se hace más insufrible es el movimiento de sus brazos manejándolos con cierta cadencia que más bien parecía que indicaba los compases de una solfa que no expresiones de la naturaleza.

Sin embargo, faltaría a la justicia si no conociera y publicara que estos mismos actores se hacen dignos de la indulgencia pública por su aplicación y sus buenos deseos, pero de poco tiempo a esta parte observo que cada vez se hacen más intolerables, sin atinar en qué puede consistir el atraso de los cómicos y la imperfección en las decoraciones […] tan sensibles y tan de bulto que no tendría cuándo acabar si me pusiera a describirlas.

Si el autor que dirige esta compañía hubiera de seguir mi dictamen, le propusiera que viniese al Teatro de la Alameda para tomar ejemplo del garbo con que trae su sombrero encasquetado el que hizo el papel del Desertor, y para que diera lecciones a los cómicos del manejo con que aquél se lo quita y se lo pone.

Pero todas estas advertencias siempre serán ociosas mientras no se pongan delante de los cómicos modelos para su doctrina; esto es, hombres de educación, de sentimientos delicados y que hayan tenido muchos años de experiencia sobre las tablas. Sin embargo, veo que estamos en un tiempo en que todos son Maestros, todos escriben, todos regañan, pero todos lo desempeñan tan bien como el que hizo la traducción de la Loa que representaron el día 4 de noviembre en el teatro de la Alameda. Audaces fortuna jubat.

“El Observador de La Habana”

Es muy probable que la firma se deba al poeta Manuel de Zequeira y Arango, muy inclinado a utilizar seudónimos.

El 1º de julio de 1804 aparece en el mismo periódico una atinada reflexión sobre el teatro y el público, se publica bajo forma de carta y está firmada por uno que escoge el seudónimo Luis Fanerexe:

“Señor Redactor: Hoy me ha dado la tentación de transcribir a V. un papelito viejo que me he encontrado entre los míos, y como el asunto a que se contrae es tan oportuno, a mi parecer, en las circunstancias actuales de nuestro teatro, no me parece que dejará de saber a unos a miel, y a otros a amargo. Sea como fuere yo lo encajo y caiga el que cayere.

Muy Sres. míos: Las carnes me tiemblan al considerar que se acerca el tiempo en que los espíritus malos se apoderan de nuestros teatros, y huyendo de él la racionalidad y el sentido común suben Diablos y bajan Ángeles, se aparecen sombras, y se arroban varones de Dios.

Dicen que esto se hace para sacar dinero […] lo cierto es que el pueblo es ignorante, y en esta consideración se sigue el plausible estilo de darle aguinaldo de necedades y despropósitos, lo cual sin duda no se le daría, si no fuese por la ignorancia crasa y obtusa que padece.

Y dicen algunos: pues por lo mismo que es ignorante, no se le deben dar espectáculos que aumenten su ignorancia […] ¿no es doloroso que cuando el pueblo acude al teatro, lejos de instruirle, hayan de presentarle despropósitos tan absurdos, hayan de enseñarle principios tan equivocados y peligrosos, y que […] se vuelva a su casa más tonto, más ordinariote, más supersticioso y majadero que cuando de ella salió? Ni esto es decir que allí se le enseñen sutiles metafísicas, axiomas sublimes y delicados de política […] ni que se le den lecciones de botánica y astronomía que piden otro lugar y otro auditorio ¿Pero por qué no se ha de ver en el teatro lo que pasa en el mundo? ¿Por qué no ha de sacar de allí documentos saludables para su conducta y para el gobierno de sus familias? ¿Por qué no ha de ser el teatro un suplemento de la educación? ¿Por qué en vez de advertirle con aprovechamiento que se le ha de ofrecer en las absurdas fábulas que se le presentan, un tejido de maravillas imposibles que nunca fueron y nunca serán, capaces de volverle loco, o una moral torcida que si por desgracia la sigue, vendrán a pagar sus adelantamientos en el suplicio?

Tienen miedo de que no entienda las delicadezas de Ifigenia o Atala, y le hacen oír disputas teológicas entre Tobías y Senakerib. Juzgan peligroso tal vez para los oídos del patio el amor de Fedra, y presentan en el patio mismo la escena más escandalosa que tal vez se ha visto, entre un novio que está rabiando por acostarse sin tener sueño, y la novia que le pide más que por Dios que se espere un poco, y el Diablo que toma la determinación de cargar con el novio, y dar con él en el infierno.

Se quejan de que el pueblo es ignorante, y le presentan en el teatro una Reina Santa que reparte todo el dinero de su tesorería entre los pobrecitos (siendo estos pobrecitos la más perversa y fementida canalla que puede imaginarse), y resultando de esta caridad estúpida, como necesariamente debe inferirse, que el reino se pierda, porque no ha quedado un cuarto para su manutención o su defensa, disipadas las rentas de la Corona entre jorobados, tuertos, mancos, ciegos, patrosos, patistebados y contrahechos, gente despilfarrada, de hortera y puñal. ¿Y esto se recomienda al pueblo como un ejemplo de virtud?

Para qué cansarnos. Si hubieran de referirse las extravagancias y boberías que se han representado de pocos años a esta parte por sacar dinero, sería menester escribir un tomo […]

No echen ustedes comedias de santos porque los que habitan el cielo no deben salir al teatro […] No echen ustedes fabulones mitológicos, porque ni los milagros de Venus, ni el naufragio de Himeneo, ni el Dios Plutón, ni el Cancerbero, ni otros entes de esta naturaleza se hicieron para un teatro donde acude un auditorio cristiano y racional […] No echen ustedes tampoco farsas necias de diablos y hechiceras, ni al mágico Rey de Lidia, ni al del Mogol, ni al de Astracán, ni al de Salerno, ni al de Cataluña, ni al Africano, ni al mágico Tineo, ni al mágico Apolonio, ni a Bruncanelo, ni a Juana la Rabicortona, ni a Marta la Romarantina, ni a la desesperada Armida que se va por los aires en un birloche tirado de dragones, ni vistan ustedes a Demonio de religioso de San Francisco, ni hagan bajar en un trono de nubes con pantalón de color carne a … Mi pluma no sabe repetir tal irreverencia.

En efecto, es ya tiempo de que se destierre del teatro tanta necedad, y que la parte más numerosa de esta ciudad merezca de ustedes esta atención. El agradecimiento público será para ustedes más digna recompensa que la ruin ganancia que tales desatinos pueden prometerse.

Amigo, basta, que se acaba el papel, pero no el afecto de su fino corresponsal
Luis Fanerexe”

Vuelvo a aventurar que este seudónimo podría ser uno de los tantos que encubrieron al poeta Zequeira, quien desde fines de 1800 era el redactor principal del Papel Periódico. Por el enfoque y los conceptos, también podría pensarse en el padre José Agustín Caballero, sabio profesor de filosofía que ejerció durante algunos años el oficio de Censor de teatros. Lo curioso es que encontré otro artículo firmado por Luis Fanerexe, en el número 34 del domingo 28 de abril de 1805, remitido a un Sr. DR. R. C. y relacionado con un tema de medicina y farmacia. Lo que nos invita a entrar de nuevo en el misterio.

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