Creado en: diciembre 18, 2022 a las 01:59 pm.
Críticos embozados (III)
No se asombren mis lectores sobre el número de críticos existentes en La Habana en los primeros años del siglo XIX. Aunque algunos pudieron escudarse tras más de un seudónimo, nuestra capital albergaba una naciente intelectualidad alimentada en sus apetencias culturales sobre todo por el teatro, la música y la literatura.
Encontré en el interesante periódico Diario Cívico, el sábado 28 de agosto de 1813, un remitido firmado por otro embozado: utilizando la técnica del diálogo, El Filológico reflexiona sobre la utilidad de las tragedias al tiempo que nos brinda una fiel pintura de la colonia de Cuba en esa época:
“Sr. Redactor del Diario Cívico:
Yo invocaba al aire para que nos refrigerase paseándome en la alameda de Paula, reflexionando que en este buen pueblo se pasan seis meses empolvándose, y seis enlodándose: el día había estado en calma, y la entrada de la noche se presentaba con los horizontes cargados, cuando dos mujeres agraciadas llegaron a disipar todas las turbonadas que ocupaban la vista y la imaginación.
¿Quién las ha tenido a ustedes por acá, dije admirado?
―Una cita, me respondieron ¿Le parece a V. que no valemos la pena de que se nos espere? Nos han ofrecido un palco en el coliseo para esta noche, y creemos que nos van a dejar en blanco, pues se pasa ya la hora; sensible nos será porque somos con extremo apasionadas a las funciones teatrales, especialmente a la tragedia. (1)
―Pues, amigas mías, yo jamás he podido reconciliarme con un pasatiempo tan extravagante, y así que oigo la primera palabra de una tragedia en que se trata de César, o de Pompeyo, me asalta la tentación de imitar a cierto personaje, a quien detuvieron la volante para hacerle un cumplido, y dijo: pica, calesero, y vámonos. (2)
―Casi, casi estamos por creer que este modo de pensar proviene de mal humor¸ porque a la verdad, a menos que la tragedia sea mala, no cabe tanta oposición.
―Todas lo son para mí, las dije.
― ¡Cómo así! Explíquese V.
―Hago toda justicia a las tragedias que merecen elogiarse, por ejemplo, el Orestes, y otras sobresalientes; pero sea mal gusto, sea rareza, no puedo ver sin violencia semejantes representaciones.
―Ni por estas me convertirá V. a mí ni a la señora.
―No pretendo convertir a nadie, pero me conformo con que se me deje opinión libre, y acaso expondré razones que me disculparán al menos para con ustedes; necesito de esta justificación a fin de evitar que se me trate de misántropo o de bárbaro; bien es, que por convincentes que sean los datos, al punto que se choca con la preocupación, es negocio perdido.
―Por modo de conversación oiremos a V. gustosas el motivo de tal aversión, y en nuestra esfera reducida no dejaremos de apreciarla; pero sentémonos mientras que viene el agua, pues parece que no está lejos.
―Ahora es su tiempo; no se pasan tres días sin que nos haga una visita.
―Sí, señoras mías, repito con ansia que la tragedia me parece extravagante en varios puntos, pues ¿no es una cosa ridícula ir en pos de los muertos de ahora dos mil años para que nos arranquen lágrimas? ¿De sacar del guardarropa de los antiguos vestidos estrambóticos para acomodarlos a la escena presente, y de trasladarnos a ciudades que ya no existen con designio de comunicarnos sentimientos elevados?
―Pero, en realidad, si V. quiere mirar una obra por el lado de los defectos que pueda tener, no queda duda que parecerá extraña, porque el más precioso fragmento de Virgilio, o de Horacio, se tendrá por burlesco a la hora que quiera ponerse en ridículo.
―Si fuese posible, yo quisiera, sea por arte mágico, o por el efecto de un poder oculto, que la misma Cleopatra, Semíramis, César, Catilina y otros héroes de la antigüedad asistiesen a la representación de sus personas. Dios mío ¡qué de aspavientos harían! ¡Estos no son nuestros estilos, exclamarían, ni nuestra figura, ni nuestro lenguaje! Aquí se nos ridiculiza con ponernos mitad a la española, atribuyéndonos pensamientos que jamás se nos ocurrieron, y suponiéndonos sentimientos absolutamente extraños para nosotros; en una palabra, es una caricatura sin la menor semejanza.
―Es cierto que sería mejor escoger pasajes de nuestra historia, pues entonces dejaríamos de llorar sobre ficciones y personajes que ninguna conexión tienen con nosotros.
―Tal desearía; pues yo no creo que cuando se tienen ganas de llorar, haya una necesidad de ir en busca de muertos a los siglos remotos in finibus terrae, allá a los antípodas; las cenizas de algunos de nuestros héroes aún subsisten, en lugar de que la de los antiguos está tan desparramada, que no queda ya ningún vestigio…
―Estamos notando que V. no gusta enternecerse; sin embargo, se juzga del buen natural de una persona en la conmoción que se la advierte al ver una tragedia, pues según nuestro sentir es la mejor escuela del sentimiento.
―Abuso, amigas, abuso. Tantos ricos que tienen un corazón de pedernal, ¿por ventura se les ablanda aunque vayan todos los días al teatro? (3) Hay gran diferencia entre sentimientos romancescos, y los que son verdaderos. Si el hombre más digno de lástima quiere verse ultrajado, que se ponga en la puerta del coliseo: allí oirá a los que habrán llorado bien que le dicen con un tono el más insolente: “este no es el lugar de pedir limosna.” Véase el fruto de las tragedias tan tiernas.
― ¿V. quisiera pues que se aboliesen, y substituyesen por dramas que tuvieran por objeto la muerte trágica de nuestros ilustres españoles?
―Al menos habría más analogía, y tendríamos lo que llorásemos. Yo nací con tal sensibilidad, que en otros tiempos tenía siempre presente la necrología de los hombres célebres, y si me hubiese sobrado un hueco al día, más bien lo habría empleado en llorar los muertos del Japón, que dejar un corto intervalo a mi sensibilidad. He raciocinado por fin, y juiciosamente pensado que era cosa ridícula hacer venir mis lágrimas de tan lejos, quedándome muy satisfecho con solo echar la vista sobre tantas personas conocidas mías que me ha arrebatado la muerte, y sobre tantos objetos lúgubres que encuentro a cada paso, pudiendo afirmar que tengo más de lo que es menester para nutrir mi aflicción.
Además, señoras, si son tantas las ganas de llorar que ustedes tienen; si la sofocación causada por el dolor ha de ocupar un puesto distinguido entre las diversiones, no alcanzo cómo pueden ser sensibles a la declamación de un actor que nada siente de cuanto habla, y que en lugar de penetrarse de la tristeza, no hace más que representarla.
― ¿Y qué? ¡Por nada cuenta V. la ilusión? En el acto, se persuade uno que aquel dolor aparente no es fingido; así vemos que la opinión tiene mucho ascendiente sobre los espíritus.
―No hay duda, pero aquí se trata del alma que no se conmueve con facilidad ¡No nos hace impresión el gemido sincero de un desdichado, y derramamos lágrimas sobre males imaginarios! Muy oportuno es aquel dicho de Boileau: “El hombre es el más tonto de los animales”. Bien es, que cada cual tiene su opinión.
― ¡Santo cielo? ¡Qué juicios son los de V. tan severos! ¿Y las comedias le parecen a V. también ridículas?
―No, por cierto; antes al contrario, las creo más propias de la atención del hombre reflexivo, por cuanto son un verdadero bosquejo de nuestras costumbres; pero confieso que no voy a buscarlas al teatro, puesto que se encuentran casi en todas las casas. Las comedias no son otra cosa que la repetición de lo que estamos viendo todos los días. Luego ¿será necesario que vaya al coliseo para encontrar al misántropo, al avaro, al hipócrita y al jugador? No hay sociedad que deje de presentarnos tales retratos, con la diferencia que aquí son originales, y allí no más que copias; los mejores actores, créanlo ustedes, se encuentran en el mundo. Acaso no es una buena comedia ver algunos hijos que manifiestan un tierno afecto al padre más avaro y más duro, mientras que desean poder decir: “Padre nuestro que estáis en los cielos”.
¿Piensan ustedes que deja de ser diversión oír a una niña decirle a su madre que un tal sujeto le es pesado, que no puede sufrirlo, en tanto que entretiene con él una correspondencia secreta? Es tan fértil La Habana en sucesos cómicos, que los más días se ofrecen cuentecitos divertidos, y por poco que se esté al tanto de las aventuras, nunca faltan motivos de risa ni de llanto.
En fin, señoras, sucede con las comedias lo mismo que con las críticas y los sermones; hay bueno y malo. Molière enmendó muchos abusos que en su tiempo reinaban en Francia; Cervantes acabó con los caballeros andantes de todo el mundo, y atacó con finura todo lo quijotesco; y el autor del gerundio reformó el mal gusto de los oradores; de modo que una comedia, y una crítica sana y oportuna, pueden destruir vicios y rarezas que chocan al mundo sensato; y sepan ustedes que desde que cité el pasaje de las petimetras que andaban en este paseo con trajes extremadamente sutiles, ya no se ven semejantes.
La lluvia quiso usar de sus derechos en un país que está en posesión de ella hace muchos días: desparecieron mis amigas, me refugié debajo de los portales del coliseo, y allí me encontré con una de ésas semi-virtuosas que, sin ser beata, ni libertina, esperaba una respuesta del cielo, o de la tierra, quien me confió que había escrito a dos hombres ricos, que ambos podían hacerle un beneficio; bien entendido que el uno por mera compasión, y el otro por un principio todo opuesto; mucho se compadeció al separarse
El Filológico (*)
- El Pompeyo que cercó a Calahorra, sus adláteres, comparsas, etc., me pusieron en tal estrecho.
- Aquí sí es menester encogerse de hombros, y decir: ¡pobre pueblo! ¿Con qué es preciso estarle meciendo con quimeras? ¡Ah!, si quisieses derramar lágrimas, vete a las casa de tus hermanos, visita la morada de los infelices, y hallarás en qué ejercitar tu sensibilidad.
(*) El señor Filológicono ha formado de las tragedias un juicio exacto. Hay muchas, muchísimas piezas de este género que son unos bellísimos y felicísimos frutos del ingenio y la sabiduría humana, así en poesía, como elocuencia, elegancia, moral civil y filosófica, historia, etc. ¡Quién podrá comparar la mejor de todas comedias a la Alcira, Los Templarios, la Xayra, y otras no solo bien concebidas, sino bellísimamente escritas? ¡Qué cosa más interesante que Blanca y Montcasin? ¿A quién si no a esta excelente tragedia se debió en mucha parte la extinción del atroz y horrible tribunal que tan felizmente se ha abolido? Sin duda que el modo de pensar del señor Filológico tiene algo de raro como él mismo lo confiesa; pero se le dispensa en atención al resto de sus pensamientos en que descubre su buen juicio y excelente criterio.
El Redactor.”
Para comprender la época, resultan interesantes ambas argumentaciones: las del Filológicoy las del Redactor, quien no es otro que el publicista Simón Bergaño. No he podido develar la identidad del Filológico, el que posee evidentemente una cultura y soltura de pensamiento, además de que muestra avanzada y genuina preocupación social.