Creado en: enero 24, 2023 a las 09:33 am.
Las bullas de Graziella Pogolotti
Al anochecer, París asomaba como una informe mancha oscura, silenciosa ante la amenaza de un bombardeo probable. Con el llamado de las sirenas, corríamos hacia los refugios. Yo andaba con mi máscara antigás en bandolera, mientras recorríamos oficinas para tramitar el gran viaje. Luego vendrían las sacudidas de otro tren lleno de emigrantes despavoridos. De súbito, me deslumbraba la gran revelación: el mar infinito, apacible, hasta desembocar en el encierro forzoso de Ellis Island, las horas interminables en la gran sala de espera. Cuando las olas cedieron, el arco reverberante del Malecón anunciaba la llegada a un nuevo mundo.
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Los primeros en percatarse del desembarco en La Habana fueron sus oídos. El cuerpo estaba entumecido por el viaje. La niña de siete años cambiaba el entorno parisino, entrante en la Segunda Guerra Mundial, por uno caribeño y estruendoso.
A Graziella Pogolotti no se le olvida la calle Peña Pobre, cerca de la Avenida del Puerto. Hostil, así describió la sensación de sus tímpanos siendo golpeados por la bulla: pregoneros ambulantes, gritería por la «bolita», escándalos de una prostituta, arengas de Eduardo Chibás, la radio a «to´ meter». Cuba entró en decibeles altos por sus orejas y terminó quedándose dentro para no salir jamás.
De la época, quedarían los paseos nocturnos con su padre, el café de las tertulias, la Avenida de las Misiones, la terraza norte del Palacio Presidencial. Del barrio, recordaría la casa de cuatro apartamentos, la droguería Sarrá y la sastrería J. Vallés. La Ortodoxia. Fulgencio Batista. Su madre, profesora de ruso, tildada de agente de Moscú. Para entonces, las elecciones eran compra y venta de boletas a cambio de favores y unos pocos centavos.
II
No me gustan los frijoles. Detesto la malanga. Soy emigrante y procedo de una familia de emigrantes (…) De ese modo fui avanzando por la vida. Viajé, me especialicé en literatura francesa en París. Recuperé mis vínculos con mi familia italiana. Pero en el alma tenía ya sembrados el arraigo a la nación y a la cultura cubana, ambas inseparables. Se había afianzado durante mis estudios universitarios, cuando estrené mi voluntad de lucha a favor de la construcción de un país verdaderamente soberano, que no se mostrara al mundo como una república bananera.
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La segunda bulla la sintió en la escalinata de la Universidad de La Habana. Esta, poco o nada tenía que ver con la de Peña Pobre. A la primera se había acostumbrado y desacostumbrado una vez que se mudó al Vedado. No resonaban ya las estridencias del solar, los vendedores y las apuestas.
La nueva bulla estaba hecha de Filosofía y Letras, manifestaciones callejeras, contiendas electorales, de Lionel Soto en la asociación de estudiantes de la facultad, de Alfredo Guevara, secretario de Relaciones Exteriores de la FEU. Si se sumerge un poco más en el paisaje sonoro, Graziella podrá escuchar los luchadores por la independencia de Puerto Rico, los jóvenes guatemaltecos del proyecto Arávalo.
Su formación profesional siguió las tres etapas: licenciatura, maestría y doctorado. A ello se sumarían los estudios de Literatura Francesa en La Sorbona. Regresaba al sonido de París, los pies subiendo escaleras polvorientas, el silencio de la Biblioteca Santa Genoveva, el teatro, las galerías, la postguerra. Luego vino el 1ro de enero de 1959, la ebullición, el regreso a Cuba.
III
Los perfiles de los objetos se desdibujan. Los colores se empañan. Calculo mal las distancias. El triunfo de la Revolución cancela mi proyecto de operarme en Europa. Regreso para sumergirme en el tumulto de la época. En el fragor de la tarea la angustia pasa a un segundo plano. Cuando llega la hora, infinitas precauciones intentan conjurar el peligro del desprendimiento de retina: anestesia general y prolongado reposo absoluto. (…) En el intenso gozo de renacer, redescubro, nítidos, los colores de la ciudad y de la naturaleza. Insaciable, me regodeo en el inagotable despliegue cromático del mar.
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La tercera bulla fue la revolución. El fervor. La locura de un país. Tras constantes desprendimientos de la retina e intervenciones quirúrgicas, los sonidos fueron haciéndose más fuertes, más importante en el registro de la memoria.
A Graziella Pogolotti, la Revolución no le entregó bienes materiales, ella misma se fue despojando de algunos. Los otros se los quitaron los rateros. La revolución le dio la posibilidad de construir un país y así lo hizo.
Aquel período suena al gentío de la recién fundada Escuela de Artes y Letras. El aprendizaje con Vicentina Atuña en el Consejo Nacional de Cultura. Sorbos de café caliente con Rosario Novoa. Introducción del arte latinoamericano en la enseñanza superior. Papeleo de la Reforma Universitaria y articulación de una Licenciatura en Historia del Arte.
Su sapiencia siempre estuvo acompañada de la palabra escrita, que descubrió con quince años en la rotativa de El Mundo. Después vinieron las investigaciones socioculturales en el Grupo Teatro Escambray, la formación de teatristas en el Instituto superior de Arte, la vicepresidencia de la UNEAC y la presidencia de la Fundación Alejo Carpentier.
A sus 92 años, después de haber recibido los Premios Nacionales de Crítica de Arte, Enseñanza Artística y Literatura, el sonido de los aplausos poco valor tiene ante el sentirse útil y enseñar a serlo. Si ahora mismo le confiaran un aula, pediría a sus alumnos observar el entorno, las casas, los balcones, la ropa tendida al aire, las personas, las grietas de un muro.
A estas alturas no puede observar el mundo con sus propios ojos, pero lo hace a través de otras retinas. El pasado ahora se resume en viejas fotos, libros de historias, cuentos de abuelos a nietos, que los miran como criaturas prehistóricas.
A la Pogolotti le gusta esa cualidad de prehistórica, escribió y reescribió su historia bajo aquel título de Dinosauria Soy. Su columna en el periódico Juventud Rebelde la devuelve a la modernidad, y esta, a su vez, regala a los lectores la sabiduría de haber vivido distintos contextos sociales, políticos y culturales.
Escucha, como en Peña Pobre, los sonidos de esta Isla, llena de gente que se cree el ombligo del mundo — así lo afirmó en algún escrito—. Le irrita la presencia obsesiva del móvil, el chirrido que todo lo interrumpe, la brevedad telegráfica de los mensajes. Prefiere el sonido de la vida, la bulla, siempre la bulla.