Creado en: febrero 8, 2022 a las 08:27 am.

Máquinas trituradoras de reputación

Obra de Arístides Hernández Guerrero, ARES.

Por Félix López

Antes de que las redes sociales y ciertos «influencers» irrumpieran como máquinas destructoras de reputación, existían otros métodos más arcaicos para arruinar la imagen de las personas. Desde que el mundo existe, artistas, intelectuales, políticos, pillos e íconos de la farándula han sido blanco de ataques, campañas y difamaciones. Se les ha juzgado por su éxito, posturas políticas, preferencias sexuales, gustos personales y pertenencia a grupos sociales. Es una práctica tan antigua que el propio Víctor Hugo la conceptualizó: «Lo que de los hombre se dice, verdadero o falso, ocupa tanto lugar en su destino, y sobre todo en su vida, como lo que hacen».

Que le pregunten de haters y extorsionadores al señor Oscar D’ León. Antes de convertirse en ídolo de multitudes se ganó la vida como taxista en la Caracas de los setenta. Ha contado que pasaba hasta diez horas tras el timón mientras escuchaba las canciones del cubano Benny Moré. En 1983, convertido en ícono de la salsa y la música caribeña, viajó a La Habana para encontrarse con lo que consideraba su raíz musical y provocó un terremoto de afectos en la isla. En Miami, del otro lado del Estrecho de la Florida, no gustó tanta empatía y amor a primera vista. La comunidad anticastrista se volcó contra las disqueras y los medios de comunicación. La carrera de Oscar D’ León estuvo a punto de hundirse. Lo obligaron a retractarse de su viaje a Cuba, pero aun así no fue perdonado.

Tres lustros después, Oscar confesó en una entrevista a Notimex: «Aunque quiero, no tengo planes de volver a Cuba. Uno siempre termina como un chivo expiatorio de la gente de Miami». No exageraba el cantor de Siguaraya, tema del cubano Lino Frías… La historia le daría la razón: en septiembre de 2009 el colombiano Juanes lanzó su convocatoria para el concierto Paz sin Fronteras en La Habana. Un millón de espectadores se reunió en la Plaza de la Revolución para corear las canciones de artistas muy queridos en la isla, entre ellos Yotuel, de Orishas, quien jamás cantó ante un público tan numeroso «a lo cubano, botella e’ ron, tabaco, habano…».

La semana que siguió al concierto Paz sin Frontera fue de sorpresas e infierno para los que cometieron la herejía de cantar para los cubanos. Una multitud de viejitos anticastristas de Miami, agrupados en una organización llamada Vigilia Mambisa, destruyó a martillazos los discos de Juanes y aplastó con un cilindro la obra discográfica de los que acudieron a su llamado de cantarle a la Paz. Quienes ahora tienen entre 18 y 25 años y van a los conciertos de sus estrellas del reguetón eran muy pequeños o no habían nacido cuando ocurrieron estos «actos de repudio» destructores de reputación.

Un mes después del linchamiento de Juanes en la Florida, en octubre de 2009, se produjo otro aquelarre histórico. La popular orquesta cubana Los Van Van, en su quinta gira por los Estados Unidos, fue recibida en Miami con ataques y amenazas de todo tipo. La extrema derecha del exilio los acusó de ser «agentes de Castro» y lanzó sobre ellos una jauría, que incluía la aplanadora de discos de Vigilia Mambisa. El concierto fue un éxito, pero en la calle se desataron disturbios violentos y muchos asistentes llevaron pedradas y botellazos. Juan Formell, el director de Los Van Van, pagaba así una declaración realizada a raíz del concierto organizado por Juanes en La Habana: «Yo entiendo el término paz tal como lo usa Juanes, y no tiene nada que ver con la acepción de libertad de algunos en Miami».

Dos años después, en 2011, volvió a la acción la aplanadora de discos en la Calle 8 de la Pequeña Habana. En esta ocasión para triturar la obra de Pablo Milanés. La protesta perseguía la suspensión de un concierto en Miami del autor de Yolanda, que consideraron «como una traición de la administración Obama». En 2015 llegó su hora a un artista local. El rapero Pitbull osó manifestarse a favor del levantamiento del bloqueo a Cuba y en menos de 24 horas sintió sobre sus hombros el poder de la máquina destructora de reputación. No solo aplastaron sus discos, sino que lo vetaron en las radios y lo declararon enemigo de la comunidad de exiliados. De paso le enseñaron que la «libertad de expresión» tiene ciertas reglas que no pueden violentarse.

A Pitbull le siguió un peso pesado. En unas declaraciones al diario El País, de España, el cantante Julio Iglesias confesó que «no había ido a cantar a Cuba antes porque de ser así en Miami le hubiesen puesto bombas». Los de Vigilia Mambisa volvieron a sacar la aplanadora de discos y protagonizaron otro acto cavernícola contra un artista. Le negaron su derecho a expresarse con la misma libertad que ellos pregonan. Lo que no sabían los viejos luchadores del exilio anticubano era que estaban en camino de entregar el testigo a una nueva generación de linchadores mediáticos. El obsoleto artefacto triturador de discos quedó como una prueba de la intolerancia y la barbarie.

Bienvenida era de las redes sociales. Gracias a las plataformas creadas por Mark Zuckerberg y otros adelantados, la maquinaria destructora de reputaciones se «modernizó» y ganó en inmediatez y penetración. Lo ocurrido en la última década en Miami, solo por mantenernos dentro de esta saga, es de antología. El exilio histórico, analógico y anticuado ha sido desplazado por una nueva industria mediática que decide quién entra, triunfa y tiene el beneplácito del anticastrismo mayamero. Los gritones de la Calle 8 han sido suplantados por medio centenar de youtubers insolentes. Los millones que antes alimentaban radios, periódicos y televisoras…, ahora son disputados por influencers, blogueros y «sicarios» de las redes sociales.

Los novísimos luchadores «contra el comunismo», «contra la dictadura», «contra el castrismo» no han inventado nada nuevo. La industria del odio, el cobrar por destruir carreras y reputaciones, es tan vieja como el diferendo político entre Cuba y los Estados Unidos. El rencor como método de lucha. Triste elección esa de existir para hablar mal de otros. No defienden ideales, valores o sentido común. Practican el ciberbullying político (en sus variantes ciberstalking o ciberacecho), como método para chantajear, doblegar y someter a artistas, comunicadores o cualquier persona con un mínimo de influencia sobre la sociedad cubana.

Me he gastado nueve párrafos en recordar hechos ocurridos cuatro décadas atrás. Es importante para entender el papel que juegan en la historia los sometidos de estos días. Oscar D’ León no cantó jamás en Cuba. Julio Iglesia evitó las bombas de Miami. Juanes, Pitbull y Milanés aprendieron la lección. Yotuel pasó el casting. Gente de Zona y demás derivados se partieron como un lápiz. Los artistas internacionales y locales que acaban de bajarse del San Remo Music Award (*) que se realizará en La Habana son las últimas víctimas de la trituradora virtual.

Puede que no todos tengan la historia, la reputación, la obra y la independencia económica de The Rolling Stones, los británicos que hicieron felices a los cubanos a pesar de los haters y las campañas. Desde aquel lejano linchamiento mediático de Oscar D’ Leon, cientos de cantantes, músicos, actores, escritores, artistas de la plástica, cineastas, gente de la moda y la farándula internacional, además de tres Papas de la iglesia católica, han estado en Cuba. La inmensa mayoría de ellos no ha tenido que arrepentirse de nada. No pidieron permiso a nadie y tampoco ofrecieron disculpas. No sintieron vergüenza o cargos de conciencia. Entre ellos los hay de derecha, de izquierda y hasta ambidiestros. Solo cuatro motivos personales los hizo estar ahí, en el mismo escenario y con la misma gente: obra, criterio, palabra y valor*.

(*) Festival de poca monta y mala organización, equiparado en Miami con la crisis de los misiles de 1962.

(**) Según punto de vista, la palabra valor puede ser sustituida por cojones.

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