Creado en: abril 28, 2022 a las 09:09 am.

Tierra Baldía en su centenario cubano

TS. Eliot, 17 de noviembre de 1948 / Foto de Keystone Features, Getty Images

Por Roberto Méndez Martínez

Pronto se cumplirán cinco décadas del momento en que me permitieron entrar con entera libertad al almacén de la biblioteca de mi instituto preuniversitario. Como yo era considerado una especie de lector patológico, a las que custodiaban el recinto no les importaba que yo dedicara los recesos entre clases a explorar las zonas más recónditas y empolvadas de aquel sitio, precisamente esas en las que ellas nunca se aventuraban. Así pude topar, en una mañana de 1975, con la Antología de la poesía del siglo XX, comentada por Jorge Enrique Adoum. Allí pude tomar contacto con autores que habitualmente no tenía al alcance de la mano, desde el torrencial  Paul Claudel hasta el lituano Lubicz-Milosz, nostálgico incurable, sin embargo, el libro guardaba para mí dos sorpresas que fueron decisivas para mi vida intelectual: las Elegías de Duino de Rilke y Tierra baldía de TS Eliot. Dejo para otra ocasión mi relación con la obra del poeta praguense y me limito a esa ocasión en que leí por primera vez aquel verso que repetiría después miles de veces: “Abril es el mes más cruel”.

Yo había leído ya por entonces a Martí, a García Lorca, a Juan Ramón Jiménez y me complacía con las páginas suntuosas del Enemigo rumor de Lezama, sin embargo, nada me había preparado para aquel poema con sus imponentes pasajes líricos, como los versos iniciales de “El entierro de los muertos” o aquel pasaje estremecedor: “Ciudad irreal,/bajo la parda niebla de un amanecer de invierno, /sobre el Puente de Londres la multitud fluía; /nunca hubiera creído que la muerte deshiciera a tantos.”, sin olvidar la sugestiva concisión de la cuarta parte con su epitafio a Flebas, el marinero fenicio, que yo leía y releía, en busca de un secreto que se me escapaba.

Pero lo verdaderamente asombroso, al menos para mí, ocurrió durante la segunda de muchas lecturas sucesivas, cuando me puse en contacto con las notas que acompañaban el texto y encontré entonces, por primera vez, la noción de juego intertextual, término que por entonces no se manejaba en el mundo escolar cubano. Comprender que el poeta había forjado una complicada arquitectura, algo así como el esqueleto de una catedral gótica, con materiales tomados de fuentes que yo conocía como la Biblia, la Divina Comedia, Las Metamorfosis y La Rama Dorada, así como  otras que escapaban a mi mundo habitual, desde las figuras del Tarot hasta el Sermón del fuego de Buda, me dio otra perspectiva del oficio poético y confirmó una intuición que por entonces me asediaba: la poesía no era patrimonio exclusivo de los rimadores, ni de los enamorados, ni los hirsutos defensores del vitalismo, sino que podía forjarse, lo mismo que el ensayo, desde la filosofía, desde la erudición cultural y desde las múltiples nociones de lo sagrado y la belleza.

Muchos han considerado este poema como un texto hermético, que es expresión de la decadencia de la civilización capitalista. Sin embargo, la frecuentación de él a lo largo de años, me ha concedido otras claves: es cierto, el hacendoso trabajador bancario devenido profesor, que es también un agudo ensayista, comparte con su mentor Ezra Pound una actitud crítica hacia la lógica interna del capitalismo con su pragmatismo y su falta de generosidad que ha reducido la talla de los individuos y los ha dotado de una frágil condición moral que les impide ir al encuentro de las grandes verdades, a la recuperación de lo sagrado.

Pero Eliot no tiene una propuesta radical de abolición del capitalismo, sino una actitud intelectual que procura mostrar los cimientos de la llamada civilización occidental y reedificar sus pilares desde la cultura, en alianza con la religión y hasta con la magia. Su misión es transformar, para mejor conservar. Eliot es un norteamericano que detesta el espíritu de empresa de su país, la vulgaridad de la plutocracia y hasta el puritanismo que domina sus diversas confesiones cristianas. Por espíritu de contraste, pocos años después de publicar Tierra baldía, se autodefinió como “clásico en literatura, monárquico en política y anglocatólico en religión”. De hecho, se convirtió en ciudadano británico y, aunque simpatizaba con el catolicismo, acabó adhiriéndose a la comunión anglicana.

Pero, este conservador en lo social, es un hombre de vanguardia en literatura en tanto procura renovar no solo las formas de la poesía, ni siquiera se limita a la cuestión del lenguaje y la factura a partir del uso y abuso intertextual, sino porque pretende cambiar las funciones del género, al menos tal y como se conocían desde el inicio de la modernidad, para devolverle el rol social, mezcla de filosofía y religión, que había tenido en las antiguas culturas del Oriente, en la Grecia clásica y en el Medioevo. Por otra parte, con él se hace más visible la conciliación entre ciertos ambientes de la cultura popular y el saber académico, así como la coexistencia de lo sagrado con la sátira y hasta con el humor más grosero, tal y como lo ejerce en su cuaderno de 1917, Prufrock y otras observaciones.

No niego la aseveración de José María Valverde de que tras la publicación de Tierra baldía el escritor se convirtió “en la figura central de la vida poética en lengua inglesa” pero tomó varios años que tanto ese texto como el resto de su obra fueran conocidos y reverenciados en América Latina. En una carta que Octavio Paz dirigió en 1989 a Juan Malpartida, uno de los traductores al castellano de Tierra baldía, niega rotundamente la afirmación de Ian Gibson respecto a la influencia de este texto sobre Poeta en Nueva York de García Lorca, en el que reconoce, acertadamente, una raíz surrealista y apenas acepta cierta influencia, tangencial y efímera en la primera parte de Residencia en la tierra de Neruda.

Algo semejante ocurre con la primera generación de vanguardia en Cuba. He buscado en vano en las páginas de la Revista de Avance – entre 1927 y 1930- alguna alusión a Eliot y su poema paradigmático, pero nada he hallado. Los cultores del “arte nuevo” estaban imantados por otros puntos cardinales: la generación del 27 español, los movimientos de vanguardia, especialmente el surrealismo en Francia y las novedades de algunas naciones latinoamericanas como México y Argentina. En sus páginas no dejan de comentarse libros de García Lorca,  Jorge Guillén, Vicente Aleixandre y también los de Jean Cocteau y otras figuras galas del momento, pero el autor de Gerontion no aparece por sitio alguno, lo más que llegan a acercarse los redactores a su ambiente es la edición, en los números 39 y 40 de 1929, del ensayo en dos partes “Energética literaria” de Ezra Pouund.

Era muy difícil que un texto que se movía entre el desencanto y el más refinado juego cultural fuera considerado fecundante para los creadores que en América hacia la mitad de la tercera década del siglo XX se agrupaban bajo las banderas de “ismos” más diversos – futurismo, dadaísmo, cubismo, surrealismo- para poner al día el arte y la literatura de sus pueblos, sacudir el tedio de los patrones intelectuales heredados de la etapa colonial y en muchos casos intentar renovar las arcaicas estructuras económicas y los viejos pactos políticos sostenidos por muchísimas dictaduras.

Esta situación cambia un par de lustros después, cuando una segunda promoción de la vanguardia, más decantada y reflexiva, pero más desencantada en el plano social, irrumpe en el plano cultural. En Cuba, la revista Orígenes publica en su segundo número, en 1944, el ensayo de F.Mathiessen “Los cuartetos de Eliot” y precisamente José Rodríguez Feo traduce para esa publicación, con autorización expresa del autor, al que visita en Londres y convida a cenar, dos de esos cuartetos: “East Cooker”, en el número 9 de 1946 y “Burnt Norton” en el 22 de 1949. Años después, Eliseo Diego, uno de los poetas de Orígenes podrá afirmar que Eliot “nos mostró la posibilidad de una poesía hecha del lenguaje cotidiano y, a la vez, del rigor en el manejo de las estructuras poéticas y aun del ritmo del idioma”.

Son los mismos años en que, en México, Octavio Paz, Gilberto Owen y Bernardo Ortiz de Montellano viven su fascinación por la obra de Eliot. En la nación azteca se publica en 1931 la traducción de Los hombres huecos realizada por León Felipe y dos décadas después en Una antología de la lírica nord-americana se incluye la de Tierra baldía por el poeta catalán Agustí Bartra,  en espera de la magistral versión integral de los Cuartetos por José Emilio Pacheco, publicada por Fondo de Cultura Económica en 1989.

Por cierto, si nos referimos a traducciones americanas de la poesía de este autor, es preciso hacer justicia a un autor cubano, David Chericián, quien tradujo la mayor parte de la poesía del norteamericano y la recogió en una edición bilingüe que tituló La tierra baldía, publicada por la Editorial Arte y Literatura en 1990, que no ha sido reeditada y se ha convertido en una verdadera rareza bibliográfica. Se trata de un amplio esfuerzo, que procura respetar no solo el sentido, sino la arquitectura de los versos y su sonoridad. Se trata del empeño descomunal de ofrecer al lector cubano al poeta Eliot de cuerpo entero. Ese tesón no ha sido suficientemente reconocido entre nosotros.

Otro poema cubano, Luis Suardíaz, en el prólogo a la traducción de Chericián recuerda que la antología de Bartra sirvió a los autores jóvenes de Camagüey, encabezados por Rolando Escardó para tomar contacto con Tierra baldía, fascinados, entre otras cosas, por la presencia en ella de elementos del ocultismo, la teosofía y la cartomancia que formaban parte de las confusas búsquedas espirituales de aquellos. Es solo un síntoma de lo que ocurría en La Habana y en otras regiones del país.

La generación que comienza a escribir en los años 50 del siglo pasado es la que abre sin reservas las puertas a Eliot. Descubren una fuente nutricia en su lenguaje coloquial, un espíritu crítico de las convenciones sociales, una capacidad para forjar un mundo con mezclas heteróclitas, donde conviven la alta y la baja cultura que no excluyen el grotesco, el absurdo, la aparente suciedad. Además, a diferencia de las generaciones que los precedieron, sienten un tanto agotada la literatura en lengua francesa y se abren a la cultura anglosajona, especialmente aquellos vinculados a José Rodríguez Feo y la revista Ciclón, lo que se refuerza por la estancia de varios de ellos en Estados Unidos por razones económicas y políticas – Pablo Armando Fernández, Antón Arrufat, Roberto Fernández Retamar, entre otros.

Ese santo y seña lo pasarán estos autores a los jóvenes creadores de las promociones siguientes, hasta el punto de que convirtieron en una especie de tópico manoseado el primer verso de Tierra baldía, que es quizá entre nosotros el renglón más conocido de un poeta anglosajón.

Cuando contemplo la literatura insular, digamos desde 1940 hasta acá, encuentro las huellas del poema hoy centenario lo mismo en la estructura de un texto clave de Lezama Lima, “Pensamientos en La Habana” que en otro poema extenso de Cintio Vitier, “El bosque de Birnam”; en muchísimas páginas de Pablo Armando Fernández; en abundantes pasajes del Libro de la Ciudad de César López; así como después será piedra de toque en libros de Raúl Hernández Novás, Ángel Escobar, Heriberto Hernández, Alberto Rodríguez Tosca y otros muchos.

Por mi parte, sigo teniendo la misma fascinación por ese texto que hoy honramos, aunque quizá lo lea de un modo diverso, pero eso no me priva de disfrutar de Miércoles de ceniza y los Cuartetos, textos más serenos, clásicos y equilibrados, donde no estoy muy seguro de que haya una religiosidad profunda, como el poeta suponía, pues más que sincera vivencia personal de la fe, en ellos predomina la fascinación por el ritual, el arte y algunos elementos teológicos del cristianismo, quizá más disfrutados que hondamente vividos, pero de los que emana una fuerte búsqueda de lo trascendente aunque desde una posición más bien solipsista.

El hombre que descubrió las multitudes, confusas y desorientadas, vagando por el Puente de Londres, cuando llega a la madurez, se complace con una refinadísima música de cámara y sueña con escapar a la maldición del eterno retorno en una especie de ascensión espiritual “cuando las lenguas de llamas se enlacen/en el nudo coronado de fuego/y la rosa y el fuego sean uno”.

Sobre el autor:

Roberto Méndez Martínez ( Camagüey, Cuba, 1958)

Poeta, ensayista, crítico de arte, investigador literario y narrador. Licenciado en Sociología en la Universidad de La Habana, Cuba (1980). Doctor en Ciencias sobre Arte en el Instituto Superior de Arte de La Habana (2000). Posee la categoría científica de Investigador Auxiliar y la docente de Profesor Auxiliar. Ha impartido conferencias o realizado lecturas de su obra en instituciones culturales o docentes de Cuba, España, México, Venezuela, Colombia, Ecuador, Nicaragua y Corea del Sur.

Miembro del Consejo Nacional de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) y del Ejecutivo de la Asociación de Escritores de ésta. Pertenece además a la Unión de Historiadores de Cuba (UNHIC). Posee la Distinción “Por la Cultura Nacional”.

Recientemente ha sido designado por SS Benedicto XVI como Consultor del Pontificio Consejo para la Cultura, en representación de Latinoamérica.

Tiene publicada una treintena de volúmenes de poesía, ensayo, crítica y narrativa, además de haber sido incluido en más de una veintena de antologías y obras colectivas. Ha prologado obras de San Juan de la Cruz, Cintio Vitier, José Lezama Lima y Roberto Fernández Retamar, entre otros autores. Además es fundador y coordinador del Aula de Poesía en el Centro Cultural “Dulce María Loynaz” y ha trabajado como jurado de los principales concursos nacionales e internacionales que se convocan en el país.

Obtuvo el Premio de Poesía “Nicolás Guillén” en el año 2000 y el Premio “Alejo Carpentier” de Ensayo en 2007. Ha recibido en cuatro ocasiones el Premio Anual de la Crítica.

Miembro Correspondiente de la Academia Cubana de la Lengua desde 2006, luego aceptado, al año siguiente, como Miembro Correspondiente en residencia, fue electo en febrero de 2009 como Miembro de Número.

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