Creado en: diciembre 5, 2021 a las 01:05 pm.

Un asiento en nuestra historia para el catalán Andrés Prieto

Andrés Prieto

Si se realiza un estudio comparativo de la temporada teatral 1811-1812 en las más importantes ciudades del imperio español, no se le puede escatimar a La Habana un privilegiado escaño: tanto el espacioso y sólido Teatro Principal, con buenas condiciones técnicas, como el repertorio exhibido y la composición de la compañía aseguran una calidad que por otra parte es solo sostenible cuando el teatro es un hecho de indiscutible importancia social y cultural, tanto para la clase gobernante como para el público, en abigarrada confluencia de los que podían pagar diez pesos por un palco hasta los que abonaban tres reales para ver de pie los espectáculos. Lo en aquella época resulta equiparable a la afirmación de que estábamos ante un acontecimiento artístico verdaderamente popular. Pero nada de esto se hubiera alcanzado si el repertorio escogido y la integración de la compañía no estuviese bajo la batuta de un teatrista nombrado Andrés Prieto.

Este hombre, oriundo de Reus, Catalunya, era un intérprete de excelencia, compañero y discípulo de Isidoro Máiquez, uno de los más grandes actores españoles de todos los tiempos. Está en La Habana desde septiembre de 1810, como indiscutible director artístico de la compañía del Principal.

Había comenzado su carrera en Barcelona al alborear el siglo. Por su notable desempeño, en abril de 1805 es llamado al madrileño teatro de los Caños del Peral. Disuelta aquella compañía, en julio entra al elenco del teatro de la Cruz; algunos afirman que allí participó como protagonista en el estreno mundial de El sí de las niñas, de Leandro Fernández de Moratín, en enero de 1806.

En las temporadas de 1806 a 1808, Prieto es sobresaliente en la compañía del reconstruido Teatro del Príncipe. Cuando el ejército invasor napoleónico toma Madrid, el actor catalán se bate junto a su maestro Maiquez en las barricadas. Se refugia en Cádiz, último bastión de la dignidad española. Y allí lo encuentra un audaz empresario que lo convence de la necesidad de su presencia en Cuba.

Para Prieto, en aquel primer ejercicio habanero estaban igual y entrañablemente comprometidos actores y público; aquella temporada fue apenas el comienzo, solo una muestra de su fuerza y de su empeño. Intuyo que intentó en La Habana lo que no había podido hacer en su adolescencia en Barcelona y menos en Madrid, con un Isidoro Máiquez como obligado referente antes que cualquiera: allí solo pudo secundar y aprender, y en esto –lo reconoció el propio Máiquez- fue el primero. Ahora, con un océano de distancia, en una ciudad emergente, pero que ya da muestras de su riqueza, pujanza y ambiciones en lo económico y cultural, Prieto no solo sueña con su ideal de teatro, casi puede amasarlo con sus manos: viene acompañado por un grupo nada desdeñable: los mejores son intérpretes que han probado su valía en los más exigentes escenarios peninsulares –algunos, como él, llenos de ambición por la gloria-. Por añadidura, encuentra en la más grande colonia del Caribe una compañía integrada por criollos con diez o más años de experiencia, que en su mayoría saben representar, cantar y hasta bailar, entre los que descuella un joven actor que interpreta magistralmente los graciosos y figurones, dirige los entremeses y sainetes, y es altamente apreciado por su condición humana. Este hombre, a quien sus allegados llaman Panchito, es Francisco Covarrubias, considerado hoy con justicia el fundador del teatro cubano.

Volviendo a Prieto, debo reseñar su avanzado concepto de la programación. Desde los inicios de la actividad teatral profesional en Cuba, las funciones a las que estaban acostumbrados los espectadores se estructuraban, como en la península, a partir de una comedia o tragedia de dos, tres y hasta cinco actos, en las que los intermedios estaban ocupados por tonadillas y sainetes, lo que provocaba que el espectador perdiese el vínculo emocional con los acontecimientos de la obra principal. Prieto organiza funciones totalmente diferentes. Poco a poco va prescindiendo de las tonadillas: en los entreactos prefiere ofrecer danzas. Y dispone que los sainetes suban a escena después de finalizada la obra principal. Otras nuevas ideas sobre el teatro ha traído a Cuba el catalán: repertorio centrado en relevantes creaciones de la literatura dramática europea, con abundante espacio para los dramaturgos españoles contemporáneos; una de las más avanzadas técnicas de interpretación de la época –asimilada por el maestro Máiquez en sus años parisinos al lado del mítico François Joseph Talma-, una programación que disminuye o destierra lo carente de profundidad y jerarquiza lo incisivo y cuestionador para que el público asimile en plenitud los grandes temas humanos. Y aun lo más importante: como hombre de espíritu y militancia liberal, Prieto vincula -siempre que puede engañar a la censura- lo que sucede en la escena con lo que sucede en la sociedad. Ejemplos sobran: Pelayo, El duque de Pentiebre, El Cid, Orestes, Numancia destruida, Roma libre… El actor catalán fue siempre un hombre de ideas progresistas, opuesto a toda forma dictatorial o absolutista.

Encontrará pues, en la mayor de las Antillas, un ambiente enrarecido por el severo sistema de gobierno colonial, en medio de una atmósfera de liberalismo alimentada no solo por el accionar de las Cortes de Cádiz, sino también por las nacientes revoluciones en los territorios hispanos del continente.

Pero el acento fundamental de los años de Prieto en Cuba va a centrarse en sus esfuerzos por mejorar la técnica de la actuación y otorgar un rol preponderante al director. Era, a no dudar, un dedicado estudioso, además de hombre culto y avezado en sus apreciaciones literarias, un gran observador, no solo de la naturaleza humana, sino también de las diversas maneras de acercarse a un personaje por los tantos cómicos con los que trabajó desde que era un aprendiz, hasta estas temporadas habaneras donde, al frente de un multifacético y talentoso elenco, puso en práctica sus ideas sobre la interpretación y su concepción escénica de la literatura dramática, tanto para motivar y satisfacer a un público siempre diverso y difícil, como para modificar en sentido cualitativo la técnica de cada uno de sus compañeros.

Resumiendo su primera estancia en La Habana, asaz exitosa pero nada exenta de incomprensiones, desencuentros, envidia, desavenencias con los asentistas, riñas internas en la compañía y de partidos entre el público –unos se oponen a Prieto, otros lo vanaglorian, sin que falten inadecuadas comparaciones e intrigas-, así como enfrentamientos a críticas de toda laya, desde las que responden a patrones de los más cultos y exigentes hasta las que formulan gacetilleros y advenedizos sin formación alguna; el talentoso catalán desarrolla en sus casi cuatro temporadas habaneras –hasta 1814- una labor encomiable. La ganancia en calidad del repertorio es ostensible y la respuesta del público excelente, dadas las cifras de asistencia. Peor aún para la sensibilidad y temperamento de Prieto serán los ataques específicos a su persona, por su responsabilidad y protagonismo, y aún más porque significaba un desafío a lo establecido: por lo general detestable y caduco.

Riguroso y polémico por sus avanzados criterios, Prieto es el factor de crecimiento cualitativo del teatro en Cuba desde 1810 hasta su extrañamiento en la cuaresma de 1814. Su poética y ese diseño de programación subsistirán, con inevitables desviaciones, al menos una década, como si un raro hálito de creación verdadera se extendiese en el tiempo. No exagero si afirmo que es el período de mayor altura que consigue nuestra escena en todo el primer tercio del siglo XIX.

Desacuerdos, incomprensiones y fuertes enemistades lo obligarán a marcharse en 1814; también influirá en esta decisión que el liberal y patriota Prieto ha recibido en Cuba con agrado las noticias acerca de la nueva Constitución, la derrota y expulsión de los franceses, el retorno de Fernando VII y cree, ingenuamente, que España está en condiciones de acceder a un sistema social más justo. Pronto comprobará que se ha equivocado. Ignora que ese rey ha tenido un fatal primer desencuentro con los liberales que predominan en las Cortes de Cádiz y que su maestro y amigo Maiquez ha sido puesto en prisión, sin contemplaciones.

En este retorno a España, el actor catalán pudo haber trabajado algún tiempo en cualquiera de las compañías del sur –Cádiz, Sevilla, Málaga o Granada-. Lo comprobado es que reaparece en el teatro barcelonés en 1816 donde se mantiene hasta 1818; ese año reingresa al elenco del madrileño Teatro del Príncipe a instancias de su entrañable Máiquez; protagoniza las tragedias Pelayo y Gonzalo Bustos de Lara, secunda a Maiquez en Los hijos de Edipo y Orestes. Allí se mantendrá –aun después de la muerte de Máiquez en 1820- hasta 1823, cuando regresa a Barcelona como director de la principal compañía. Luego es probable que haya viajado a Francia, seguramente para conocer de cerca –como hizo su maestro- la escuela de Jean-Joseph Talma y sus epígonos.

En 1826, Prieto se traslada a México, contratado por la compañía del Coliseo de la capital. Durante tres años podrá mostrar su talento, aunque sometido a fuertes tensiones profesionales e incluso políticas, por la animadversión que tenían los mexicanos a todo lo que oliera a español. Allí sostuvo una agria polémica con el gran poeta cubano José María Heredia -exiliado a la sazón en tierra azteca- que felizmente culminó con la consolidación de una estrecha amistad entre ambos defensores del ideal libertario.

Regresa a La Habana en 1829. El Principal de sus más caras realizaciones sigue allí, enhiesto, frente a la fresca y acogedora Alameda de Paula. Y se mantienen con parejo éxito sus compañeros de aquellas primeras temporadas: Mariana Galino, Isabel Gamborino, “Panchito” Covarrubias, Rafael Palomera… Pero el público, enriquecido con una nueva generación, imbuido de nuevas maneras de leer el discurso escénico, ya no será el mismo. El aliento romántico, y peor quizás, la moda romántica, han comenzado a hacer su agosto. Los personajes y sus textos son ahora más enfáticos y esclavos de lo que se escribe. Prieto es solo un recuerdo de una generación anterior.

En un par de temporadas, hará sus maletas para marcharse a Barcelona, a sus orígenes, donde será agasajado y mimado. En 1833 se le concede el título de Maestro Honorario de la Escuela de Declamación Española. Dos años después termina Teoría del arte dramático. No pudo verlo publicado. Pero es uno de los libros que inaugura los estudios sobre el arte interpretativo en España, publicado en 2001 y merecedor del siguiente comentario:

Con carácter eminentemente pragmático y con una visión muy completa del teatro europeo de la ilustración y del romanticismo, Andrés Prieto nos expone, con profusión de citas y referencias, puntos de vista sobre temas tan actuales como el sentido de espectáculo globalizador que debe tener el teatro, la conveniencia de definir mejor el concepto de Declamación en función de su significado actoral, los sentidos técnicos de incorporación del personaje, memoria emotiva, estudio del comportamiento humano en su aplicación artística, acercamiento a una dramaturgia del espectáculo… y mucho más. Y todo ello en 1835, cuando aún no podíamos imaginar ni a Freud, ni a Stanislavsky y mucho menos a Bertold Brecht.
Juan José Granda.

A este libro se le reconoce hoy como el primer tratado compuesto en España por un actor de amplia trayectoria profesional, que podía entender mejor que los tratadistas que no se habían ejercitado en las tablas la viabilidad o no de ciertos preceptos.

Pudiera escribir muchas más páginas sobre su accionar en Cuba: contarles acerca de sus grandes éxitos y pequeños fracasos. Pero este reducido espacio solo me permite solicitar para Andrés Prieto un humilde asiento en la historia de nuestro teatro.

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