Creado en: julio 17, 2023 a las 09:30 am.

Un cine en la latitud humana

El drama bélico sicológico La emboscada (Alejandro Gil, 2014) a la larga iba menos de conflagraciones militares que de guerras internas y divergencias dialécticas entre padres e hijos. Las declaraciones de principios (envueltas en pugnas verbales) de algunos personajes del irregular filme advertían signos de hacer agua, al apostar a la peligrosa carta del subrayado de intenciones.

Ese lastre está ausente en una película provista de la limpieza caligráfica y dialogística del drama histórico Inocencia (Alejandro Gil, 2018), punto creativo superior del director; una obra que, de forma amena, empática, sin panfletos ni didactismos (ni fútiles  acentuaciones), se acerca a un hecho cardinal de nuestro pasado.

En la mejor tradición del cine histórico y de otras muestras recientes del género, a la manera de Cuba libre (Jorge Luis Sánchez, 2015), el tercer largometraje de ficción de Gil –había estrenado en 2006 su ópera prima, La pared– generó un escenario idóneo para reflexionar y dialogar en torno a conceptos sagrados e innegociables, siempre, pero más hoy día, como dignidad, patriotismo e independencia.

Como siempre ocurre en su filmografía de ficción, atenta a la exploración de las humanidades de sus personajes, en Inocencia el director reposa su mirada en las motivaciones, certezas, sueños, temores y dudas de aquellos jóvenes convertidos en mártires, el 27 de noviembre de 1871, por el crimen del colonialismo español.

Si en cualquier género fílmico que practique, este realizador suele prestar especial atención a los universos morales y ambientes circundantes de los seres que pueblan sus relatos, mucho más lo hace en un drama intimista a la manera de AM–PM, de estreno ahora.

De nuevo afincado en un guion de Amílcar Salatti, el director ubica el contexto espacial del filme en los edificios de apartamentos. No será el que irrumpa aquí el lunático retablo humano configurado por Álex de la Iglesia en La comunidad (2000), ambientada en un sitio similar. Estos son seres de otra dimensión más racional, con olor a Cuba y realidad local –pero igualmente universales–, cargados de cuitas, soledades, deseos, esperanzas; cercanos, identificables.

Tales personajes habitan, en tanto bono de valor, una trama proclive a aprehender conflictos individuales muy reconocibles. Son dos bazas aliadas del cineasta en AM–PM, pequeña, más honesta y sensible película, de carne y sentimientos, la cual establece vasos comunicantes con un referente mayúsculo de este tipo de cine, a la manera de Vidas cruzadas (Robert Altman, 1993).

Abocada a escrutar comportamientos, reacciones humanas, su mérito central estriba en traducirlos eficazmente en pantalla, con sencillez, pero sin superficialidad, desde una cuerda veraz e íntima.

Al cuarto largo de ficción de Gil –empinado por la labor de los departamentos técnicos, su meritorio elenco y la última aparición en pantalla de nuestro gran Enrique Molina–, lo resiente, en cambio, la sobrecarga de temas, abrirse en abanico hacia muchos frentes, lo cual dispersa la atención de los dramas personales abordados.

Lo anterior no es óbice que impida apreciarlo como otro punto a favor en la carrera de un creador con cuya propia prédica encaja bien AM–PM: la de un cine sincero, responsable, que entretenga, universal, y que muestre el rostro de nuestra nación.

(Tomado de Granma)

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