Creado en: septiembre 18, 2022 a las 09:39 am.

Formación técnica de los actores en el período neoclásico

Isidoro Máiquez, el más grande actor español de su época

Algunos de nuestros lectores han mostrado interés por conocer la manera en que se actuaba en los orígenes del teatro profesional en Cuba. Entre 1775 y 1830 no he encontrado escuela de declamación alguna. Los actores criollos -el gran Covarrubias es un ejemplo- necesariamente tuvieron en un principio que afincarse en la observación e imitación de lo circundante. Si de alguna educación pudieron disfrutar, se debió en adelante a las sucesivas contrataciones de artistas de la península, entre las que destaca como un hito el arribo en 1810 del catalán Andrés Prieto, quien como discípulo de Isidoro Máiquez y heredero de las tradiciones española y francesa, instruyó de diversas maneras a sus compañeros de elenco. Por ello es necesario que repasemos algunos textos sobre el arte de la actuación en aquel período neoclásico y sus antecedentes.

Durante el siglo XVII, en España y el resto de Europa se seguía un modelo que sintetizó Miguel de Cervantes en su Pedro de Urdemalas:

Sé todos los requisitos

que un farsante ha de tener

para serlo, que han de ser

tan raros como infinitos.

De gran memoria primero;

segundo, de lengua suelta;

y que no padezca mengua

de galas es lo tercero.

Buen talle no le perdono

si es que ha de hacer los galanes;

no afectado en ademanes,

ni ha de recitar con tono,

con descuido cuidadoso;

grave anciano, joven presto,

enamorado compuesto,

con rabia si está celoso.

Ha de recitar de modo

con tanta industria y cordura,

que se vuelva en la figura

que hace de todo en todo.

A los versos ha de dar

valor con su lengua experta

y a la fábula que es muerta

ha de hacer resucitar.

Ha de sacar con espanto

las lágrimas de la risa,

y hacer que vuelvan con prisa

otra vez al triste llanto.

Ha de hacer que aquel semblante

que él mostrare, todo oyente

le muestre, y ser excelente

si hace aquesto, el recitante.

Todo intento de teorización sobre las técnicas de actuación anteriores a la última década del s. XIX -cuando el gran actor y director ruso Konstantin Stanislavsky comenzó a estructurar sus investigaciones hasta convertirlas décadas después en un corpus metodológico-, sería siempre un ejercicio especulativo con pocas probabilidades de obtener un resultado apreciable. La información disponible se basa en descripciones verbales de algo que es esencialmente íntimo, particularísimo e inimitable: el proceso interno de la interpretación, y la expresión vocal, facial y corporal que lo culmina.

Salvo La paradoja del comediante, del enciclopedista Denis Diderot, hubo muy poco de científico en los tratados sobre el arte del actor hasta que aparecen los que abordan el ya legendario método del maestro ruso. En casi todo lo publicado en los siglos XVIII y XIX sólo podemos encontrar consejos, prohibiciones, modos de conseguir exteriormente la expresión de un sentimiento; indicaciones para caminar, mover los brazos y las manos; utilización de registros vocales… Toda una gama de trucos y recetas que sólo conducían a resultados artificiales y alejados de la verdadera expresión artística. Sólo el verdadero talento, la tradición oral y el fogueo diario junto a los maestros del momento podían garantizar la formación del cómico. En la España del Siglo de las Luces:

“Los actores que consiguen hermanar la gracia con la galanura, la fuerza de los sentimientos y la elegancia de la expresión, brillan por su ausencia. Los comediantes cuando no están obligados a imitar servilmente los modelos que tienen a la vista, no saben crearse otros en un mundo imaginario en que todo sea noble sin dejar de ser real. Rutinarios en su declamación y en sus gestos, pierden toda mesura, lo exageran y desfiguran todo y, en lugar de reservar sus facultades para conseguir su objeto, se empeñan en extralimitarse. Sus mujeres apasionadas son furias; sus héroes, capitanes; sus conjurados, viles malhechores; sus tiranos, tigres carniceros”.

Esta es la opinión de Jean-François de Bourgoing, que visita España hacia 1795. Sin embargo, cuando comenta sobre el desempeño de estos mismos actores en los sainetes, afirma: “los comediantes españoles tienen un arte inimitable para esta clase de papeles. Si actuasen con la misma naturalidad en otras obras, serían los primeros actores de Europa”.

Un contemporáneo nuestro, el ensayista español Fernando Doménech Rico aporta:

“Gran parte del atractivo de sainetes y tonadillas estaba en sus intérpretes. Los actores españoles, que tendían a lo enfático y artificioso en tragedias y comedias, eran al parecer, insuperables en el sainete […] Garbo, simpatía, descaro, un tanto de chulería, junto a una buena figura y una hermosa voz, eran los rasgos que definían a las tonadilleras, que contribuyeron no poco al éxito del teatro breve.

Sobre la actuación en la España dieciochesca, la mexicana Maya Ramos Smith nos informa:

“Entre las artes escénicas, la ópera y el ballet contaban ya con reglas establecidas, estricto entrenamiento y enseñanza sistemática […] Entonces se empezó también a hablar de la actuación como un arte y se intentó codificar sus principios y reglas: esos semi-vagabundos que la practicaban debían conciliarse con los elevados propósitos del arte al cual servían”.

Del estudio de las consideraciones de Doménech y Ramos Smith, extraigo:

En el siglo XVIII se empezaron a poner las bases de la actuación moderna, el estilo puede definirse mejor por sus diferencias con el de nuestra época: “representación” en oposición a “interpretación”. Actualmente se hace énfasis en el contenido y la preparación interna, entonces se hacía en la forma y la preparación externa; mientras nosotros buscamos lo específico -la creación de un personaje individual, único-, ellos tendían a lo general: al tipo o arquetipo.

Parte importante y determinante de aquel estilo fueron las convenciones escénicas que normaron el comportamiento del actor sobre la escena. Se consideraba una falta de respeto colocarse de perfil o dar la espalda al público; era mal visto que los actores se cubrieran la cara con las manos o con algún objeto o que extendieran los brazos hacia el auditorio. Tampoco debían accionar ni desplazarse con demasiada rapidez pues los espectadores perdían de vista su expresión facial.

Por razones de acústica, porque la iluminación más intensa se concentraba sobre el proscenio y su área inmediata, esa franja se convirtió en el área principal de actuación, con los actores formando un semicírculo frente al apuntador. Las mujeres y los personajes de mayor dignidad debían colocarse en la mitad derecha del escenario y por lo general los actores guardaban bastante distancia y casi no se tocaban. Naturalmente, también podían relacionarse entre sí y desplazarse por todo el escenario, pero el público esperaba las escenas relevantes y los monólogos y grandes “tiradas” al pie de las candilejas, con el actor de frente, aunque su discurso se dirigiera a otro actor. Como la posición completamente de frente era también considerada errónea y falta de respeto, se utilizaron las direcciones del cuerpo o épaulementdel ballet:effacé, croisé y echarte.

En busca de una actuación más libre y natural se desarrolló la actividad de grandes actores que fueron a la vez innovadores, entre los que podemos contar a los franceses Michel Baron y Adrienne Lecouvreur en el primer tercio del siglo; sus sucesores Lekain y la Clairon, junto a los ingleses Charles Macklin y David Garrick en la segunda mitad y, a fines del xviii y principios del xix, a Talma en París, Isidoro Máiquez en Madrid y Sarah Siddons y John Philip Kemble en Londres.

En 1769 Pablo de Olavide crea una escuela de declamación en Sevilla, bajo la dirección del actor francés Louis Reynaud. De esa experiencia surge una pequeña compañía que ya en 1770 se presenta en Aranjuez y se establece como compañía oficial de los Reales Sitios. Su primera actriz, María Bermejo, pasará luego a otros teatros y se convierte en el modelo al que aspiraban los reformadores ilustrados, como Cándido María Trigueros, quien escribía sobre ella en 1788:

“Los que han asistido a esta representación, con suficientes noticias de la habilidad de esta actriz, nada han tenido que extrañar: la propiedad, dignidad y decencia en el modo de presentarse; la oportuna modulación en cuanto dice; la dulzura en los razonamientos de amor; el vigor en los que exigen energía; el fortalecer o apagar la voz según conviene; el poner en movimiento su corazón, propio para mover los demás; y sobre todo la continua exactitud y la verdad pintoresca de todos sus movimientos, acciones y gesticulaciones, que constituyen la acción muda y la parte más difícil de la pantomima teatral… Sólo debo advertir de paso que por medio del uso de tales prendas, sin recargar, sin bailar en los movimientos, sin hacer con los brazos posturas extravagantes, ni con los ojos expresiones indecentes, sin otros semejantes filetes que suelen ser el recurso de los que, por no saber conocer la naturaleza, están muy lejos de representarla con verdad y decencia, ha logrado que su modo de representar haya sido generalmente aprobado ahora, como lo fue siempre”.

Transcribo a Doménech Rico: “El triunfo de un nuevo tipo de actor llegó con Isidoro Máiquez (1768-1820), discípulo de Talma, el gran actor francés de los años de la Revolución y el Imperio: Máiquez impuso una actuación menos declamatoria, la adecuación de vestuario y decorado a la obra y la desaparición de numerosos residuos del “corral” que se mantenían en los teatros (como las localidades de pie o los vendedores ambulantes durante la representación). Con Máiquez, que, no obstante, no tuvo inmediatos seguidores, se entra ya en otra época del teatro español”.

François-Joseph Talma y su discípulo ibérico, aunque no pudieron acceder a La paradoja del comediante —escrito entre 1773 y 1778, pero publicado sólo en 1830— sí tuvieron a su disposición Dell’Arte Rappresentativa (1728) y Pensées sur la Déclamation (1738) de Luigi Riccoboni, donde se apuesta por la sensibilidad como elemento primordial de la actuación; Le Comédien (1749), de Pierre Rémond de Saint-Albine y, sobre todo, L’Art du Théâtre, de Antoine-François Riccoboni, hijo de Luigi, quien al contrario de su padre, se inclina por un actor dueño de sí mismo, y capaz de controlar sus sentimientos. Pero lo que más influyó en Talma fueron las interpretaciones de su antecesor y coterráneo Lekain -Henri Louis Cain-, lo que motivó que hacia el final de su vida -1826- llegara a escribir unas Reflexions sur l’art théâtral. La traducción al español que conozco de ese libro es de Enrique Sánchez de León —bastante difundida en Cuba desde su publicación en 1879—, por lo que no podemos pensar que esas teorías tuvieran alguna influencia en la etapa que estamos estudiando.

En La Habana, los actores criollos y la mayoría de los que venían de la península por temporadas, estuvieron sometidos a la observación y a la improvisación.

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