Creado en: junio 16, 2021 a las 06:25 am.

La Enmienda Platt: Una camisa de fuerza contra la Cuba mambisa

Consumada la intervención yanqui en la guerra de independencia de Cuba contra España cuando la victoria mambisa era cuestión de tiempo, se cumplió la profecía de Martí en su carta a Gonzalo de Quesada, el 29 de octubre de 1889: “Y una vez en Cuba los Estados Unidos, ¿quién los saca de ella?” (Portell, t. III, 1939: 65). Todo lo que hicieron fue generar las condiciones para extender su presencia y popularizar el interés anexionista. Después de 30 años de lucha, Cuba quedó sometida a un régimen de facto que no halló otro fundamento ni forma constitucional de manifestación, que los mandatos del gobernador militar instalado en el antiguo Palacio de los Capitanes Generales el primero de enero de 1899.

La Administración McKinley estaba consciente de que aquí se originaría un baño de sangre como consecuencia de la resistencia mambisa, y ya la ratificación del Tratado de París se hallaba empantanada en el Senado debido al agravamiento de la situación en Filipinas, donde los patriotas no aceptaban el estatus de colonia tras proclamarse en República con el apoyo de las cañoneras yanquis. Los independentistas asiáticos nunca imaginaron que en la Ciudad Luz su nación sería
vendida por el rey de España a McKinley en 20 millones de dólares.

Adquirió tal encono el debate en torno a esa anexión en el plenario y los pasillos del Capitolio, que el senador Henri Cabot Lodge, adalid del expansionismo, la describió como la batalla más dura que hubiese presenciado.

Aparejado a ello, tanto los jefes militares destacados en Cuba como los políticos en Washington conocían la creciente frustración de nuestro pueblo. Algunos mandos llegaron a exagerar el descontento para evitar la reducción de tropas. La elección de los ayuntamientos municipales confirmó lo que de todos era sabido: la inmensa mayoría de los cubanos quería la independencia. La discusión alcanzó su clímax en la primavera de 1900 cuando salió a flote un caso de corrupción en el
que estaba involucrado el cuerpo de funcionarios estadounidenses que administraba el correo postal de Cuba, en cuya oficina de La Habana se descubrió el desfalco de más de 100 000 dólares –un monto bien elevado para la época. En Estados Unidos comenzó a imponerse como matriz de opinión que los republicanos estaban saqueando a la perla del Caribe.

Fue en ese instante que McKinley resolvió conferir a Cuba una independencia tutelada. Oliver Platt se encargó de codificarlo
mediante una iniciativa presentada en el Senado el 26 de febrero de 1901, como enmienda al proyecto de ley del presupuesto federal del Ejército para el año fiscal 1901-1902. Fue un golpe deliberado: la introdujo cinco días antes de que recesara el Congreso, era poco probable que los demócratas dilataran la votación, dado el temor a lascríticas si no prestaban auxilio al cuerpo armado de la Unión por el asunto cubano.

En sincronía con esta maniobra legal el nuevo gobernador militar de Cuba, Leonard Wood, ofreció una conferencia a la prensa acreditada en La Habana. Lo intempestivo de la cita debió llamar la atención de unos corresponsales ávidos de primicias. ¿Qué tenía el general Leonard Wood que declarar? Lo impensado: el general Máximo Gómez lo había visitado
esa mañana para atestiguar que eran falsas las noticias acerca de la intranquilidad y descontento por la continuidad de la presencia militar de Estados Unidos en el país, y que se interpretaron mal sus propias declaraciones, dándoles el sentido de que él abogaba por una retirada inmediata que diera a Cuba su independencia absoluta.

Entre la sorpresa ante lo inesperado de la posición de Gómez y la ansiedad por correr a soltar la bomba, Wood debió hacer malabares para conservar la atención de su auditorio. Pero tenía más y valía la pena escucharlo: Máximo Gómez dejó claro que si las tropas de Estados Unidos se retiraban en aquel minuto, él –o sea, Gómez– temía derramamiento de sangre fuera de toda duda. A los 60 días los cubanos estarían peleando entre sí. Y para impregnar certidumbre a sus palabras, Wood se aventuró a citar textualmente al Generalísimo: “Si se retiraran los americanos hoy, yo me iría con ellos”, habría dicho,
y entonces si los periodistas salieron disparados para reportar (Rubens, 1956: 378).

La medida generó el efecto esperado en el Capitolio de Washington. La mayor parte de quienes se oponían a la continuidad de la presencia del contingente militar en la Isla cambió de parecer. Como es de suponer, el publicitado cambio de actitud del jefe del Ejército mambí –por demás, probado representante de las aspiraciones libertarias de los cubanos–, aconsejaba mesura en aras de no afectar la estabilidad interna de un país desangrado por la guerra. Y en la sesión matutina del 27 de febrero, tras un debate en el que varios congresistas denunciaron la enmienda presentada por Oliver Platt como un ultimátum legislativo de carácter injerencista, la iniciativa se impuso en el Senado 43 votos contra 20.

Cuando llegó a La Habana el rebote de los periódicos de Estados Unidos, se levantó un clamor general entre nuestro pueblo. Gómez indignado impugnó la maniobra y reiteró su posición contraria a la presencia yanqui –de todos conocida. Cuando Wood fue emplazado se escudó diciendo que los periodistas habían interpretado mal su declaración. Horatio S. Rubens, amigo de Martí y testigo excepcional de la conferencia de prensa, lo desmintió: los corresponsales pertenecían a periódicos que competían entre sí, tomaron la información de una fuente común y todos coincidieron en los mismos puntos.

Ya era tarde. El primero de marzo la Enmienda Platt fue ratificada en la Cámara de Representantes: 159 votos contra 134. Y aunque el 2 de marzo en manifestación de protesta más de 15 000 personas marcharon por varias calles de La Habana hasta la sede del Gobierno interventor en la Plaza de Armas, la historia no iba a cambiar su curso: en Washington un McKinley satisfecho la sancionaba con su firma. En un mitin de la Liga Antimperialista Americana en Boston, el exgobernador
de esa ciudad, George Boutwell, lo denunció: “Rompiendo nuestra promesa de libertad y soberanía para Cuba, estamos imponiendo en dicha isla unas condiciones de vasallaje colonial” (Zinn, 2004: 223).

En virtud de la Enmienda Platt, el presidente de Estados Unidos recibió la facultad legal de mantener la ocupación militar hasta tanto no se estableciera en Cuba un Gobierno precedido de una constitución, a redactar por una convención constituyente que convocaría el propio Gobierno interventor. Lo más importante: como parte de esa carta magna
–o en una ordenanza agregada–, tendrían que definirse las relaciones bilaterales entre Cuba y Estados Unidos.

Este engendro brindó legitimidad legal para la actuación de los sectores expansionistas, pues convirtió en ley federal que las tropas de Estados Unidos no podrían retirarse de Cuba hasta que no se cumpliesen los condicionamientos de la Administración McKinley. Peroera mucho más que eso…

¿Por qué los círculos de poder en Washington estaban tan interesados en anclar la Enmienda Platt a la Constitución cubana? La Enmienda Platt tenía ocho cláusulas –todas, eficaces dardos contra la soberanía de un país que aún no se había constituido en nación independiente. Pero fueron tres las que centraron la polémica entre los cubanos. ¿Qué
instituían?:

3.—Que el Gobierno de Cuba consiente que los Estados Unidos pueden ejercitar el derecho de intervenir para la conservación de la independencia cubana, el mantenimiento de un Gobierno adecuado para la protección de vidas, propiedad y libertad individual y para cumplir las obligaciones […] impuestas a los Estados Unidos por el Tratado de
París […].

6.—Que la Isla de Pinos será omitida de los límites de Cuba propuestos por la Constitución, dejándose para un futuro arreglo por Tratado la propiedad de la misma.

7.—Que para poner en condiciones a los Estados Unidos de mantener la independencia de Cuba […] así como para su propia defensa, el Gobierno de Cuba venderá o arrendará a los Estados Unidos las tierras necesarias para carboneras o estaciones navales en ciertos puntos determinados que se convendrán con el presidente de los Estados Unidos.

La indignación de los cubanos, en especial contra el tema de las estaciones navales –al grito de “nada de carboneras”–, fue tal, que el 6 de marzo Wood consultó al secretario de la Guerra: “¿Puede usted indicarnos lo que debemos hacer en caso de que la convención se niegue a aceptar la Enmienda Platt?” (Foner, 1978: 285, t. II). Al día siguiente, la presentó oficialmente a la convención; la reacción entre los delegados lo llevó a escribirle a Root esa tarde: “Vamos a presenciar discusiones políticas iracundas” (Márquez, 1941: 87, t. II).

Wood inició entonces la más corruptora arremetida de todo su mandato, acudiendo al chantaje económico como recurso político. Uno de los primeros ataques en la embestida lo dio el antiguo autonomista Luis V. de Abad, secretario de la Comisión de Corporaciones Económicas, quien llegaba de una estancia por varios meses en Estados Unidos y se le
tenía por alguien bien relacionado con sus círculos financieros. El 21de marz o declaró a La Discusión que los hombres de negocio en la Unión apreciaban que desde la aprobación en el Capitolio de la Enmienda Platt, el valor de la propiedad en Cuba subió en un 50%. Si la convención no cedía, el Congreso se cerraría a conceder franquicias a los productos cubanos y la situación económica del país, ya gravísima, sería espantosa: “Cuba tiene ahora la oportunidad de elegir su marcha
futura por dos caminos diferentes: uno, hermoso y fácil, la conducirá a su engrandecimiento rápido y seguro, otro accidentado y peligroso, llevará al abismo a los cubanos. A tiempo están de tomar el mejor rumbo” (Roig, 1973: 154-155).

Juan Gualberto Gómez presentó un dictamen a la Asamblea que demolió los pretextos con que se intentaba encubrir el tutelaje. Respecto a la tercera cláusula planteó que consentir el derecho a la intervención les daba a los estadounidenses “la llave de nuestra casa para que puedan entrar en ella a todas horas, cuando les venga el deseo, de día o de noche, con propósitos buenos o malos”; el precepto “para el mantenimiento de un Gobierno ordenado”, les ofrecía de hecho y de
derecho la facultad de dirigir el país: “Solo vivirían los Gobiernos cubanos que cuenten con su apoyo y benevolencia”. En cuanto a la Isla de Pinos, estaba comprendida dentro de los límites de Cuba “geográfica, histórica, política, judicial y administrativamente”. No podía pertenecer a Estados Unidos y, por tanto, no era necesario dejar la cuestión de su propiedad a un futuro arreglo mediante tratado. Y si rechazaban el artículo tercero, debían objetar también “…esa cláusula séptima, que envuelve con una mutilación del territorio patrio una amenaza constante de nuestra paz interior”. Las consecuencias morales de instalar bases extranjeras en territorio cubano saldrían a luz si Estados Unidos se envolvía en una guerra con
otra nación. Cuba sería arrastrada “a una lucha en cuya preparación no hayamos intervenido, cuya justicia no habremos apreciado de antemano, cuya causa directa tal vez no nos interese en lo más mínimo” (Foner, 1978: 287-293, t. II).

El debate se polarizó: de un lado los independentistas, que se rehusaban a admitir un régimen incompatible con la soberanía nacional; del otro, los más acaudalados hacendados y hombres de negocio –la mayoría españoles e inversionistas estadounidenses–, los antiguos autonomistas y la clase media vinculada al mundo empresarial yanqui, entre la que se encontraban no pocos oficiales del Ejército Libertador. En el medio, un segmento no despreciable del independentismo que se sentía impotente ante las estratagemas de Estados Unidos para prolongar la intervención por tiempo indefinido.
Quedaba solo el recurso de la guerra y nada se podía por la fuerza contra Estados Unidos –fue la idea que defendió el bando que apostó al protectorado y de la cual se hizo eco la mayoría de la prensa, en una campaña reforzada con entrevistas a los partidarios de la Enmienda Platt, porque, según decían, era el único modo de salir de la crisis económica y de preservar la paz social, discurso que alcanzó mayor resonancia entre las clases alta y media de la burguesía cubana cuando
se convirtió en la posición oficial del Círculo de Hacendados y Agricultores y de la Sociedad Económica de Amigos del País.

Sobre la nación desangrada, arruinada y sola, comenzó a formarse un estado favorable a ceder, impulsado por prestigiosas personalidades de la guerra: desde Santiago de Cuba, el general Joaquín Castillo Duany, vinculado al capital norteño, aconsejó a Juan Gualberto doblegarse ante la realidad de los hechos.

Cinco delegados fueron comisionados para viajar a Washington: el presidente de la Asamblea Constituyente, Domingo Méndez Capote; los generales Pedro Betancourt y Rafael Portuondo Tamayo, y los antiguos autonomistas Pedro González Llorente y Diego Tamayo. Aunque el secretario de la Guerra, Elihu Root, declaró que no contaban con invitación oficial, no tuvo otra salida que recibirlos. El 25 de abril el intercambio giró en torno a los artículos III y VII. Root disertó:
“La cláusula tercera es una extensión de su Doctrina” –en referencia a James Monroe. “Es la Doctrina misma como principio internacional. La tercera cláusula encarnando la Doctrina permitirá que las potencias no pongan reparos a nuestra intervención para sostener la independencia de Cuba. Más aún, la tercera cláusula, combinada con la primera,
impedirá que se nos juzgue por usurpadores violentos al desnudar la espada […]” (Márquez, 1941: 217, t. II).

Méndez Capote observó que la Enmienda Platt aludía al derecho que suponía tener Estados Unidos de intervenir en Cuba. Root planteó impertérrito: “Hace tres cuartos de siglo que proclamó mi país ese derecho a la faz de los dos mundos; y prohíbe a otras potencias, en ultramar, no ya la intervención armada sino la sencillamente amistosa en los negocios de Cuba” (Márquez, 1941: 222, t. II). En contestación a otra interrogante acerca de por qué solicitaban el consentimiento
cubano si Estados Unidos se creía con el derecho a intervenir en la Isla y tenía la fuerza para hacerlo, Root confesó que para facilitar “la realización de sus anunciados propósitos con respecto a las demás naciones”. Méndez Capote objetó que de nada valdría ese consentimiento si Estados Unidos no tuviera suficiente fuerza para imponer su voluntad, ya que, por desgracia, en las cuestiones internacionales era la fuerza la ultima ratio. El secretario de la Guerra ahondó entonces con la más cínica sinceridad:

“La fuerza es la última razón; pero la fuerza no informa, no inspira el Derecho Internacional. Si algunos derechos no se hicieran respetables por su propia eficacia ¿existirían Suiza, Bélgica y Holanda? El derecho es la fuerza de los débiles porque, de otro modo, los grandes poderes, dominando con sus armas, resultarían los más cruentos enemigos de la especie humana. El pequeño Estado que se atrinchera detrás de un derecho universalmente reconocido, impone sus
consecuencias a los grandes imperios. Señores, los Estados Unidos, a pesar de ser fuertes […] buscan en la plenitud del derecho la fuerza moral incontrastable […] si por desgracia se hiciera indispensable alguna vez nuestra intervención, los Estados Unidos no quieren que nadie la discuta” (Márquez, 1941: 223-224, t. II).

Y sobre las carboneras concluyó: “Los Estados Unidos indagan sin descanso en el más allá de sus responsabilidades y desean obtener posiciones que sirvan a la defensa estratégica de ambas repúblicas” (Márquez, 1941: 224-225, t. II).

Al día siguiente, los recibió por tercera ocasión: “Señores: la Enmienda perseguirá siempre el afianzamiento de la independencia de Cuba, aunque la intervención sea provocada por el fracaso sustancial de los patriotas en el ejercicio libre del gobierno propio” –sermoneó; sin embargo, cuando Pedro Betancourt trató de insistir, lo interrumpió
bruscamente: “Imposible general Betancourt. La Enmienda votada por el congreso y sancionada por el presidente, constituye una solución inalterable. No podemos retroceder” (Márquez, 1941: 233-234, t. II).

En su estancia de 72 horas en Washington, McKinley recibió tres veces a los comisionados; en una de ellas, incluso, les ofreció un banquete en la Casa Blanca en el que participaron varios senadores vinculados al tema, pero siempre esquivó hablar sobre la Enmienda Platt y condicionó evaluar la concesión de tarifas preferenciales para los productos cubanos a que se constituyera la República.

Los cubanos partieron el 27 de abril rumbo a Nueva York, donde se entrevistaron con Tomás Estrada Palma, destacado ya por la prensa como el candidato grato a los ojos de Estados Unidos para la presencia de Cuba. Estrada Palma los conminó a transar. Según dijo, con la Enmienda Platt no se realizaba el ideal revolucionario, pero rechazarla ponía en peligro la República. Tranquilos, resignados, excepto Rafael Portuondo, arribaron el 6 de mayo a La Habana.

Méndez Capote presentó el informe a la Asamblea el 7 de mayo y, a partir de ese instante, un aciago debate mantenido a espaldas del pueblo con el pretexto de no generar alarma. La balanza se inclinó definitivamente cuando Manuel Sanguily decidió cambiar su voto.

Entonces no se sabía que su hermano, el mayor general Julio Sanguily –por quien sentía una mezcla de cariño y lástima: debido a su adicción al alcohol, el juego y las francachelas– vendió el levantamiento del 24 de Febrero y andaba por toda La Habana con una maleta de dólares que le entregó Wood para adquirir almas patrióticas. No compró a Manuel –resultaba imposible–; pero sin duda influyó en él hasta hacerle creer que Estados Unidos no les dejaba otra opción. “La independencia con algunas restricciones es preferible al régimen militar” (Martínez, 1929, 287: vol. II), había opinado en La Discusión, y sus palabras cayeron como un cubo de agua fría sobre el fuego prendido en el teatro Martí por Juan Gualberto y Salvador
Cisneros Betancourt.

Todo terminó el 12 de junio de 1901 con la aprobación –16 votos contra 11– de la Enmienda Platt y su deshonrosa adición como apéndice a la Constitución de la República. Wood ponderó el resultado: “[…] Cuba está en nuestras manos y creo que no hay un Gobierno europeo que la considere por un momento otra cosa que lo que es, una verdadera dependencia de los Estados Unidos. Con el control que, sin duda, pronto se convertirá en posesión, en breve prácticamente seremos
dueños del comercio de azúcar en el mundo” (Vitier, 2008: 116).

La Enmienda Platt llevaba en su cuerpo el espíritu de la Doctrina Monroe y sentó el precedente de la intervención de Estados Unidos en América Latina, con el supuesto consentimiento de las naciones intervenidas, procedimiento que puso en práctica una y otra vez a todo lo largo del siglo XX. No hay más fiel descripción del efecto que provocó en nuestro pueblo este apéndice y su alcance en la región, que la del inolvidable Raúl Roa, el Canciller de la Dignidad:

“Su texto contiene un preámbulo y ocho artículos, y aún hoy, cuando ni para papel higiénico sirve por las ronchas que levanta, su lectura incita a la mentada de madre.

[…].
“Esta humillante y férrea camisa de fuerza constituía, como se ha dicho, el sustitutivo de la anexión y la garrocha del ulterior salto predatorio del imperialismo yanqui en el Mar Caribe y en el sur del continente. Corolario de la Doctrina Monroe, la Enmienda Platt le imprimiría fuerza internacional a este instrumento de hegemonía norteamericana en América” (Roa, 1970: 286-287).

Bibliografía
Foner, Philip S. (1978): La guerra hispano-cubano-norteamericana y el surgimiento del imperialismo yanqui, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales.
Martínez Ortiz, Rafael (1929): Cuba: los primeros años de independencia, París, Editorial Le Livre Libre.
Márquez Sterling, Manuel (1941): Proceso histórico de la Enmienda Platt, La Habana, Imprenta “El Siglo XX”.
Roa, Raúl (1970): Aventuras, venturas y desventuras de un mambí, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales.
Roig de Leuchsenring, Emilio (1973): Historia de la Enmienda Platt, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales.
Rubens, Horatio S. (1956): Libertad. Cuba y su Apóstol, La Habana, La Rosa Blanca.
Vitier, Cintio (2008): Ese sol de mundo moral, La Habana, Ediciones Unión.
Zinn, Howard (2004): La otra historia de Estados Unidos, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *