Creado en: marzo 26, 2023 a las 09:56 am.

Un episodio lamentable en el teatro español del neoclásico

Leandro Fernández de Moratín censuró más de mil obras

La censura sobre las expresiones artísticas es definitivamente un mal que corroe a la sociedad en cualquier parte del mundo. Desde la antigüedad hasta hoy se ha ejercido como supuesta defensa de conceptos morales, religiosos o políticos. El buen arte y la buena literatura han sido siempre revolucionarios, o sea, transgresores, contestatarios, rebeldes, lo mismo contra fórmulas y estilos caducos, que ante instancias de poder reaccionarias. Incluso, relevantes creadores que abrazaron en su vida regímenes opresivos, han sido en buena parte traicionados por sus obras, que los trascienden y superan para beneficio de la humanidad.  Cito solo dos ejemplos: el poeta Ezra Pound, vinculado al fascismo y el novelista Mario Vargas Llosa, alabardero de las peores causas en nuestra contemporaneidad.

En el mundo hispánico, si dejamos a un lado la ojeriza religiosa contra el teatro, cabalmente relacionada por el sabio Emilio Cotarelo en su libro Bibliografía de las controversias sobre la licitud del teatro en España, referida sobre todo a los siglos XVI y XVII, volvemos a encontrar fuerte censura –si bien de otro carácter- en la segunda mitad del s. XVIII.

En esa época, resulta lamentable que un intelectual y teatrista con la autoridad que disfrutó Nicolás Fernández de Moratín añada su voz al coro de los que atinadamente Ignacio Arellano, en su libro Historia del teatro español en el siglo XVII, llama “moralistas teatrófobos”. Después de dedicar largos párrafos a su intento de descalificación del teatro de Lope, Tirso y Calderón, don Nicolás se desata en un discurso propio de un cura de aldea:

“Después del púlpito, que es la cátedra del Espíritu Santo, no hay escuela para enseñarnos más a propósito que el teatro, pero está hoy día desatinadamente corrompido. Él es la escuela de la maldad, el espejo de la lascivia, el retrato de la desenvoltura, la academia del desuello, el ejemplar de la inobediencia, insultos, travesuras y picardías […] ¿Quisiera Vmd? que su hijo fuese un rompe-esquinas, mata-siete, perdona-vidas; ¿que galantease a una dama a cuchilladas, alborotando la calle y escandalizando el pueblo, forajido de la justicia, sin amistad, sin ley y sin Dios? Pues todo esto lo atribuye Calderón a D. Félix de Toledo, como una heroicidad grande ¿Quisiera nadie que su hija, aunque con fin de matrimonio, no contenta con entrar ocultamente en su casa a un hombre tan revoltoso vaya a la posada de un mozo sólo como la más infame barbacanera? Pues Dª Leonor da ejemplos de ello a las mocitas solteras. Yo creo que nadie se allanaría a lo dicho, ni aun la canalla rematadamente perdida, que es la que aprueba tales liviandades, porque las ve aplaudidas y premiadas en los teatros. Dije la canalla, porque los hombres de bien ya han advertido la ruina lastimosa que causan tan depravados objetos, y así verá Vmd. que no hay padre de familia celoso de la obligación que consienta comedias a sus hijas.”

Su diatriba se refería a alguna de las más de cien obras de Calderón.

El hijo de don Nicolás, Leandro Fernández de Moratín, dramaturgo paradigmático del neoclasicismo español, solicitó en 1799 al controvertido ministro Godoy que lo nombrase director de una corporación que rigiera la actividad teatral, en la que sería absoluto seleccionador de obras, elencos y administraciones de los teatros.

En noviembre de ese año, Godoy autoriza la creación de una Junta de teatros y nombra a Leandro director; este no aceptó y quedó en ese cargo Santos Diez González –un mediocre dramaturgo-; luego a Moratín se le ofrecieron otros cargos, hasta el de Corrector de comedias antiguas, que tampoco acepta, pero queda dentro de la Junta. Elaboró entonces una enorme lista de comedias que debían prohibirse, entre las que destacan, Las paces de los reyes, de Lope y la excelente refundición que hizo de esta Juan Bautista Diamante: La judía de Toledo; De Calderón: La vida es sueño El mágico prodigioso y El príncipe constante; La prudencia en la mujer, de Tirso, El tejedor de Segovia, de Juan Ruiz de Alarcón y El Caín de Cataluña, de Rojas Zorrilla; según Emilio Cotarelo, “entre otras cien obras excelentes”.

La lista se publicó en parte, -616 títulos- hacia 1800, en los preliminares de los seis tomos del Teatro nuevo español, que había de ser el almacén de las obras escritas con todo el rigor clásico y autorizadas para representarse en los teatros de Madrid y el resto del reino, incluyendo, por supuesto a las colonias. Cotarelo aventura que la relación publicada de las obras censuradas es incompleta porque podrían llegar a mil o más.

En el propio 1799, Moratín hijo, en el Plan de Reforma del teatro que le encarga el ministro Godoy, la emprende contra los sainetes, expone: “Como el teatro ha caído en tal desprecio que el vulgo más abatido es el que le frecuenta con más continuación, los autores del día (no hallándose con talento suficiente para componer obras dignas del público decente e instruido) han procurado con frecuencia agradar a la canalla más soez, y así lo han hecho. Allí se representan con admirable semejanza la vida y costumbres del populacho más infeliz: taberneros, castañeras, pellejeros, tripicalleros, besugueras, traperos, pillos, rateros, presidiarios y, en suma, las heces asquerosas de los arrabales de Madrid; éstos son los personajes de tales piezas. El cigarro, el garito, el puñal, la embriaguez, la disolución, el abandono, todos los vicios juntos, propios de aquella gente, se pintan con coloridos engañosos para exponerlos a la vista del vulgo ignorante, que los aplaude porque se ve retratado en ellos.

Si el teatro es la escuela de las costumbres, ¿cómo se corregirán los vicios, los errores, las ridiculeces, cuando las adula el mismo que debiera enmendarlas, cuando pinta como acciones dignas de imitación y aplauso las que sólo merecen cadena y remo? Si observamos, con harta vergüenza nuestra, en las clases más elevadas del estado, una mezcla de costumbres indecentes, un lenguaje grosero, unas inclinaciones indignas de su calidad, unos excesos indecorosos que escandalizan frecuentemente la modestia pública, no atribuyamos otra causa a ese desenfreno que la de tales representaciones. Si el pueblo bajo de Madrid conserva todavía, a pesar de su natural talento, una rusticidad atrevida y feroz, que le hace temible, el teatro tiene la culpa.”

Junto a los Moratín, y en el mismo sentido, intervino en la que hoy puede antojársenos estéril disputa el intelectual y dramaturgo Gaspar Melchor de Jovellanos, con una Memoria sobre los espectáculos.

Desde 1750 habían sido cerrados varios teatros, en Sevilla, Pamplona, Orihuela, Elche, Alicante, Málaga, Murcia, Écija y otras ciudades. En 1795 Juan Pablo Forner escribe una loa para dar inicio al programa de reapertura del Coliseo de Sevilla, clausurado desde 1775. A Forner se le vinieron encima un sacristán Juan Perote y el presbítero José Álvarez Caballero y respondió con la publicación de una loa y una enjundiosa carta preliminar. Todavía en 1814, un congregante del Oratorio de San Felipe de Neri, Simón López, arremetía contra el teatro y los cómicos en un extravagante y extenso libelo conocido como Pantoja. Luego, siendo obispo de Orihuela, el mismo López dio a luz una Pastoral que provocó una reacción de los cómicos de Madrid, quienes dirigieron al Rey un escrito titulado Defensa de los teatros.

La malhadada Junta llegó a suspender los Montepíos y las jubilaciones de los actores. Fueron estos –con la ayuda del público- los que reaccionaron con mayor empuje en favor de los grandes del Siglo de Oro y en contra de los desmanes de la Junta, finalmente desmantelada por un Real Decreto, en enero de 1802.

José Agustín Caballero

En la Cuba colonial continuó aplicándose la máxima de que “lo que se ordena se acata, pero no se cumple”. El puesto de Censor le fue adjudicado, desde la última década del siglo y la primera del XIX, al presbítero José Agustín Caballero, mentor de nuestro primer ideólogo independentista, el sacerdote Félix Varela. He accedido a más de una decena de sus consideraciones sobre obras a representar y prácticamente ninguna fue prohibida.

En el primer cuarto del siglo XIX solo encontré en el teatro habanero ausencias motivadas por censuras de carácter político: los autores liberales y progresistas presentes en las carteleras en los períodos 1812-1814 y 1820-1823 fueron prohibidos durante la restauración absolutista de Fernando VII, entre 1814 y 1820. Aleccionadora paradoja: Moratín hijo engrosó la lista de los proscritos

En Cuba, la uña sucia de los enemigos del teatro y de sus hacedores asomará aquí y allá en varios momentos de nuestra accidentada historia, incluso después del triunfo revolucionario de 1959, pero esas posiciones retrógradas han tenido y tendrán que ceder ante el empuje de ideas y actitudes avanzadas, las que en el período 1790-1812 estuvieron representadas por hombres de luces como José Agustín Caballero y Ventura Pascual Ferrer.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *