Creado en: enero 26, 2024 a las 06:56 pm.

Zaida en palabras de Miguel Barnet

Palabras de elogio del Presidente de Honor de la UNEAC, Miguel Barnet Lanza, a la reconocida pintora, grabadora y dibujante cubana Zaida del Río, durante la entrega oficial este viernes del Premio Nacional de Artes Plásticas 2023

El que espera lo mucho espera lo poco reza un viejo refrán español. Y Zaida del Río esperó lo mucho pero con ganas. En este caso, lo mucho es este premio que ella recibe hoy con alegría porque Zaida es personalidad y personaje. Y el personaje lo forja la rica y proteica personalidad de Zaida. Ella es ante todo una gran artista, pintora, dibujante, poeta, escenógrafa, bailarina, cantante y actriz porque la vida, lo dijo Shakespeare, es un gran retablo; un teatro. Quien no viva la vida como un teatro de aciertos y equivocaciones está perdido. Es mejor que se dedique a buzo submarino o a cosmonauta. Zaida es de esos grandes artistas que nos enseña que hay que vivir creando. La guerra, y hoy estamos circundados de guerras atroces y criminales, no solo se conquista con la paz sino con el arte. Y ella, desde que salió de su aldea guajira de Guadalupe, está buscando esa paz que no es la de los sepulcros sino la del arte en mayúsculas. Zaida vive su arte en su cápsula de alucinación y venturas y nos ha regalado un personaje devenido en personalidad que nos hechiza a todos. Habría que clonar a Zaida del Río para que nuestro retablo artístico pudiera contar con personalidades así de convincentes, así de modélicas, así de fascinantes.

Pero ahora diré unas palabras sobre su arte, porque al fin y al cabo, de eso es de lo que vamos a hablar hoy que ella recibe el Premio Nacional de la Plástica, tardío pero seguro, pero justo y merecido. Zaida no es una mujer más en nuestro mundo, es una mujer pájaro etérea e icónica. Ella despierta cada día con un trazo de luz en sus pupilas, un trazo cromático y un universo cambiante y variopinto como diría un crítico cursi. Pero esa variedad va acompañada de una visión cósmica y un impulso erótico capaz de seducir al más impávido, al más pinto de la paloma. Su obra está ahí para hablarnos de ella. Porque ella y su obra son una misma cosa, una conjugación armónica de quietud y delirio, en fin, de poesía. Podrán darle el becerro de oro y la Orden Duquesa María Teresa de Luxemburgo que ella será siempre la misma. La pintora de las metamorfosis continuas, de los acuarios de oro, de las vírgenes procaces, y los ángeles decapitados.

¿Qué gran artista no tiene su olimpo personal? Todos lo tienen y es un olimpo que se forja en el tiempo que decanta, en las afinidades y en el diálogo secreto y cómplice. Un artista sin su olimpo vive huérfano en la desolación y el desamparo. Zaida del Río lo supo siempre y supo también elegir el suyo con su brújula inteligente y su sensibilidad. He aquí en alegóricas figuraciones su selección de divas guardianas: mujeres de ayer, de hoy y de siempre, que atesoran misterios comunes y que se incorporan a un acervo personal de señas de identidad y guiños esotéricos. Ellas han estado siempre entre nosotros, nos acompañan en la vigilia y en el sueño y forman parte ya de una familia mítica a la cual rendimos culto.

Como ella misma dice: “No son estas las horas en que puedo dormirme girando a mi diestra. Abro las alas batiendo el débil polvo, y este es mi secreto, entresacar de las plumas las más desoladas y ver sonreír al dios, a pesar de su máscara”. Si le pidieran a la pintora los planos para diseñar un universo nuevo ella sería lo suficientemente audaz para realizarlos. En definitiva, el verdadero artista lo que se propone siempre es inventar. Su facultad de demiurgo está presente en cada una de sus acciones. Zaida no es una excepción, por el contrario, sus espejos revelan esta inquietud, las zarabandas mágicas que desfilan por sus cuadros, con personajes tridimensionales lo hacen evidente.

Su piedra angular es esa, la invención del mundo. Un mundo donde los dioses, ataviados con ajuares típicos y alegóricos, como íconos sedentes o hieráticos, se tornan referencia del santoral católico, de un catolicismo popular, huelga decir, sincrético. El mundo teogónico de la pintura, iluminado desde su interior muestra su inventario personal de lo imaginario, de una riqueza plena, la riqueza de lo transcultural aumentada con el vidrio óptico de la artista.

La simbiosis alcanzada por la pintora, más allá de la representación directa, revela un mundo interior donde lo real se integra plenamente a lo irreal… Santa María, de verde, rojo y negro, lleva un recipiente donde se moja el hisopo para las aspersiones. Se la siente entrando a la casa como una amiga que llega con la bendición. El niño que Las Mercedes lleva en sus brazos es su amigo Agustín, «porque tiene la misma cara».

Ahí están los santos-orishas o los orishas-santos, en su gravitación real, con- jugados en la tierra con los hombres modales, en un animismo que solo tiene un precedente en algunos lienzos de Portocarrero y Mendive.

Pero Zaida es otra cosa, la belleza de sus dibujos, sus logradas transparencias, la diferencian de sus contemporáneos. Es como si ella escarbara en el corazón hasta lograr un polvillo invisible. Esta es la obra de alguien que exige de la vida un reclamo que va más allá del puro acto de la creación.

Apoyarse en una teogonía es buscar la redención, el equilibrio, la curación de los males. No importa cuán personal y sincrética sea esta teogonía.

Vemos en sus lienzos a San Rafael el médico —Inlé en la santería— con los pies amarillos entrelazados de raíces y lianas. O a Ochún con sus abbebes —abanicos reposando en la laxitud, dispensando la miel y el oro. Todos en su doble función de santos protectores y emblemas de la belleza.

En estas obras observamos su tratamiento del color más acentuado, que ofrece motivaciones intensas, elocuentes. La Virgen Dolorosa en púrpura viene a sacarle las lágrimas a la artista con un pañuelo que semeja el ala de un ángel, a librarla del sufrimiento y de la atadura de un corsé con el cual la propia artista aparece en el cuadro: Fuga, liberación, alivio.

Zaida ha logrado el sueño de cualquier artista: Haber creado su propia cosmogonía en una decantación de viejos valores. ¿Será solo una artista, no será acaso una sacerdotisa?

Heredera de la cultura universal, poseedora de una mano diestra en el dibujo, en su mano no solo están presentes los elementos hispánicos y africanos fusionados en la Isla, sino también las culturas asiáticas.

Ella ha trabajado con códigos antiguos que ha sabido insertar en la modernidad. Su indagación en esos mundos la convierte en una artista con resonancias colectivas. Su taller así lo demuestra, su obra lo plasma a todas luces.

La obra de Zaida del Río posee esa luz del misterio que supera toda ejecución formal o mecánica. Una virtud sin la cual la obra de arte no existiría pues como escribiera Federico García Lorca, «Solo el misterio nos hace vivir, solo el misterio».

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