Creado en: junio 21, 2021 a las 08:49 am.

Cristina Fonollosa reencuentra Canet de Mar

Foto cortesía de la artista.

La pintura de Cristina Fonollosa embruja desde que –ingenuos nosotros, nunca las piezas que observamos– nos acercamos a ella con la curiosidad y el misterio de quien descubre algo nuevo. Lo hacemos deseando desentrañar lo que nos ofrece vivo, palpable, feliz, al desempolvarnos la mirada, abrirnos los ojos a la belleza de lo cotidiano, esas pequeñas cosas a las que han cantado poetas y músicos más de una vez, y que a veces tenemos frente a frente sin percatarnos; y en las que radica la esencia de su misterio, buena parte de la médula de su magia.

Así imagino –anhelantes, reencontrándose, buscando nuevos senderos o añorando los viejos, reconociendo retratos de familia, paisajes/pasajes/parajes de la añoranza– a quienes, desde este 19 de junio y hasta el próximo 11 de julio, se adentren en Can Felip (Carrer Bonaire 7, Canet de Mar), exposición que Cristina ha inaugurado, con el auspicio de la Diputació Barcelona y el Área de Cultura del Ajuntament de Canet de Mar, en la Sala Cultural Ramón de Capmany, frente a la Plaça deis Americanos de este municipio barcelonés, como si el albur reafirmara esa dualidad de repartir la vida y la creación entre las ciudades de Barcelona y Holguín.

A Canet de Mar ha regresado Cristina Fonollosa, invitada a exponer por su Ayuntamiento, a propósito de las celebraciones de la Fiesta Mayor de San Pedro, el 29 de junio. Ha sido, de alguna manera, como un carpenteriano viaje a la semilla, una vuelta a esos sitios donde se ha sido feliz a plenitud, y con los que reencontrarse es una fiesta innombrable. “Ahí pasé muchos años de mi vida a temporadas, porque yo vivía con mis padres en Barcelona, pero cuando tenía vacaciones cogía el tren con mi abuelo y me iba a Canet de Mar”, cuenta y añade que sus bisabuelos llegaron desde un pueblo llamado Instinción, en Almería, y se establecieron allí atraídos por las posibilidades laborales de una región que hoy es conocida por el turismo, la explotación agrícola, y sobre todo, por su industria textil y su Escuela Universitaria de ingeniería técnica en tejidos de punto, único centro de España que ofertan este tipo de estudios.

No casualmente el cartel de la muestra parte de una pieza suya donde, desde la calle, en el umbral de la puerta de la casa familiar, observamos a su abuela Carmeta, sentada frente a una encajera, y dedicada, pacientemente, a realizar puntillas (encajes) de bolillos. “Se fueron a vivir a una casita frente al mar, al lado de la estación de tren, y allí mi bisabuelo puso una tienda de comestibles. Mis tíos lejanos cuando llegaron al pueblo arrasaron de lo guapos que eran y además, sabían cantar y tocar instrumentos. Hubo uno que se hizo boxeador. Se casaron todos con catalanas y al final de la Guerra Civil española tuvieron que emigrar a Argentina, pues eran republicanos, después de pasar por los campos de refugiados al sur de Francia”.

Foto cortesía de la artista.

Varios temas, como públicas obsesiones, son recurrentes en su obra: la feminidad consiente, que coloca a la mujer en el centro de su mirada lírica, los gatos, el mar, la luna, la isla, las flores… A ellos vuelve una y otra vez –obsesiones al fin– gracias a la libertad de la imaginación, del arte. En esta exposición, Cristina regresa al Paseo de la Misericordia, con la Iglesia al fondo, a la playa, a la estación del tren cercana a la casa familiar, a la fábrica textil Can Romagosa, a las remendadoras de las redes (otro tipo de tejido igualmente complejo y necesario) de los pescadores, cercanos también a la familia, al famoso grupo teatral Els Comediants, que realizan sus espectaculares montajes en la cúpula geodésica de La Vinya, a los que dedicó una pieza…

En su obra, mirando el mar –o de espaldas a él– nos seducen muchachas que parecen esperar, solas, cuando más acompañadas de un gato, abanico en mano. ¿Qué esperan? ¿Acaso la llegada del amor verdadero como eternas Penélopes? Otras muchachas duermen, muestran su desnudez en la apacibilidad de la habitación. Algunas, sonrientes, bellas también, semejan salidas de añejos retratos de inicio del pasado siglo, vestidas elegantemente, en la casa o sentadas en un bote, cerca de la costa, como personajes de una obra de Federico García Lorca. Otras escenas, en cambio, parecen sacadas de esos mágicos teatrillos que recorrían España llevando al pueblo las obras del Siglo de Oro, jugueteando con la picardía, el folclore, la tradición.

Mucho de esto –identidad, también religiosidad– palpamos, además, en el arte de Cristina Fonollosa.

Foto cortesía de la artista.

Incluso sus hermosas vírgenes, algunas barrocas, no dejan de poseer mucha feminidad; a veces con gato y abanico, en lo alto o en la costa, rodeada de caracolas y palmas, y claro, el mar que lo desborda todo y que, como en aquel poema de Federico, no dejará de moverse nunca.

El naif no es excusa, ni facilidad, es una forma de ver la vida y por consiguiente, el mundo. Lo podrán comprobar quienes visiten por estos días la Sala Cultural Ramón de Capmany, al comprobar que no hay otra manera que dejarse embrujar por la mirada de esta mujer que nos lleva de paseo por sus dominios, con gatos, flores, vírgenes, islas, lunas, mares, esbozando una pícara sonrisa, porque sabe que no hay mejor misterio que ese que se muestra a flor de piel.

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