Creado en: mayo 24, 2022 a las 07:44 am.

De una promesa cumplida a Jorge Juan Lozano Ross

Foto: Reno Massola

Esta es la segunda vez que se me escapa a la muerte algún amigo sin haber cumplido su más íntimo deseo. La primera fue con el artista de la plástica Luis Lamothe Duribe, quien cada vez que me veía decía que quería ilustrar alguna portada de mis libros con alguna obra suya.[1] Siempre sonreía y nos decía a los poetas del grupo El Palenque: “Ustedes van a ser los Premios Nacionales de mañana”. Todo quedó en la broma o en la oportunidad por venir. Esta ocasión viene de la mano de un maestro de la palabra y conocedor profundo de la obra de José Martí, el profesor universitario e investigador Jorge Juan Lozano Ross, asesor del Presidente de la Oficina del Programa Martiano, y miembro ilustre del Consejo Científico del Centro de Estudios Martianos, quien cuando publiqué el artículo “Caótico, contradictorio, demorado, difícil” en el libro No hay que llorar,[2] que recoge relatos sobre el Período Especial en Cuba, me dijo que yo lo aludía en mi aproximación, pero que tenía que haber puesto su nombre, incluso más, tenía que haberle dedicado aquellas páginas, que eran como la extensión de varias conversaciones que sostuvimos sobre Cuba, su destino, y su misión de sacrificio. Cada vez que nos veíamos boncheabamos al respecto, pero nunca se materializó tal dedicatoria, tal alusión, que hoy, y en estas líneas, se cumplirá. Hablo de un intelectual sincero y sagaz que, por su formación como estudioso de la Filosofía y su inteligencia natural, era el miembro idóneo de nuestro Consejo Científico en el Centro de Estudios Martianos para ser oponente o argumentar de los temas más diversos, ya fueran históricos, antropológicos, literarios, artísticos, sin dejar de tener en cuenta, con creces, aquello que Martí denominara los oficios de la alabanza. Siempre me apoyó y creyó en mí, y mucho, cuando investigaba aquellos temas de recorrido y difíciles, como el estudio de la formación y sedimentación de los conocimientos poéticos de Martí en los Cuadernos de apuntes y apuntes en hojas sueltas, o con la investigación que comparaba los Cuadernos de apuntes martianos y los de Diarios de Lezama. Recuerdo aquellos momentos en que fue mi oponente entusiasta y respetuoso, sin importarle ningún criterio avieso que pudiera estar cerniéndose. Como dice mi colega Mauricio Núñez, siempre estuvo alejado de intrigas, malos comentarios y malas acciones. En nuestras charlas y coincidencias humanísticas descubrimos que éramos los dos del signo Acuario, y de ahí en adelante el saludo siempre era “Acuario”, “Tocaya”, “Mi socita”. Su afecto siempre se manifestaba, al igual que el mío. Admirábamos el don de su palabra, adornado con ciertas galas de la de Eusebio Leal, vinculado, sin duda, a su cualidad de verdadero y esmerado profesor, superior quizá que la de su escritura, pero no de su inteligencia, que no necesitó de un suplicado doctorado al que lo abocaban algunos seres difíciles del mundo académico. Una erudición para Cuba en su pasado, presente y futuro, Y vaya, de seguro que sobran anécdotas de su buen corazón, pero ahora sirva esta como prueba: Cuando teníamos comedor acá en la Oficina del Programa Martiano, y se le descubrió la temida diabetes, regalaba su dulce de forma alterna a sus amigas, muchas de las cuales, y en las que me incluyo, teníamos hijos pequeños. De la promesa incumplida salto a honrar al amigo, al cubano sensible y de fino humor, dedicándole las páginas que pedía, poniendo su nombre allí justo donde estaba la alusión. Se nos van los que necesitamos:

Caótico, contradictorio, demorado, difícil

In memoria Jorge Juan Lozano Ross

Estábamos trabajando para un cetro: un jabón de lavar Batey seco, opaco, con la apariencia de una mínima caja de muerto. Valía 50 pesos. Con mi salario compraba uno cada mes, mi madre con sus ingresos – la jubilación de mi padre y algunos escarceos – otro, la abuela de mi compañero alguno más. Era 1991 y tras quedar embarazada había decidido que ahora sí. Que ahora sí iba a nacer ese ser que había soñado y perdido con cordura, a pesar de que él advertía que él tiempo nos sobraba. Me daba miedo que los jabones se echaran a perder, crearan moho, fueran como pedazos de madera luego inútiles. Pero los fui guardando envueltos en periódicos para el gran día. Así fueron aquellos años, de muchas penurias y también muchas ilusiones, algo que no hemos perdido y nunca perderemos. Tengo un colega algo serio y de tono docto al hablar que dice que vivimos el año veintiuno del Período Especial, me refiero al profesor e investigador Jorge Juan Lozano Ross. Para él ese concepto eufemístico no ha terminado. Recuerdo las terribles complicaciones del transporte, tanto, que muchas veces estábamos en la parada como leones esperando una presa. No importa hacia dónde fuera la guagua, ni su tipo. La abordábamos, y luego si acaso preguntábamos hasta qué sitio llegaba. Este método, por supuesto, siempre tuvo detractores, por ejemplo, en la persona de mi compañero, iluso y lógico poeta. Decía: “Cómo si voy para el Vedado tengo que ir primero a Guanabacoa”. Lo que se emparienta con otra frase famosa suya sobre el esparcimiento en tiempos tan duros, y por supuesto anteriores: “Voy al Malecón y al Coppelia contigo, qué romántico, pero si luego tengo que venir enganchado en la 22, ya se me olvidó todo”. Todo era así caótico, contradictorio, demorado, difícil. El día que se me presentó el parto por ruptura prematura de la fuente – no por dolores intensos – pasó algo parecido. Fuimos a la parada. Eran las siete de la mañana. De pronto vino una guagua Girón y la abordé rápidamente, incluso me senté, a causa de mi gran barriga. Rito se montó después. Cuando la guagua echó a andar sentimos un alivio, y luego preguntamos: “¿Para dónde va? Iba para la CUJAE, y Maternidad Obrera queda en sentido contrario. Nada, que tuvimos que bajarnos unas paradas más adelante entre la mucha gente, soportando la mala cara del iluso – lógico futuro padre, y volver al Guaguabol de turno.

Años después regresar a mi casa del trabajo también se volvía una odisea. Había que esperar a las seis y treinta una guagua que venía e iba para la Lisa, y en ese ínterin entre cinco y seis y treinta nos hacíamos las historias más grandiosas un grupo de desconocidos: compartí con actores, trabajadoras de la FMC nacional, cuentapropistas que limpiaban señoriales casas del Vedado, secretarias aburridas de sus vidas, jóvenes que, entre otras cosas, escribían poesía, tarrudos románticos, el copón divino.

Lo del alimento también tiene sus sucesos, aunque recuerdo siempre haber comido algo. Somos una familia muy unida, como me dijo una vez otro escritor, a pesar de que por las peleas e incidentes yo pensaba que no lo éramos tanto. Una colega me decía: lo que importa son los valores que tenga esa familia, los principios, no importa si estudiaron o no, si son obreros o universitarios, lo que importa es su dignidad. A la verdad que éramos uno en eso de procurar el alimento. En los peores momentos siempre hubo arroz y frijoles colorados, unos frijoles grandes que por el barrio de Ismael González Castañer llamaban “rompeculos” y boniato, o congrí de frijoles colorados con el respectivo boniato hervido. Me veo aún con la niña de meses en el coche y con Rito, luego de la comida, en el paseo diario de ir a “rellenarnos” con el famoso helado de agua que vendían: algo entre el granizado y la contextura del helado, siempre de toronja, o de naranja en raras ocasiones. Había que apurarse pues se acababa antes de las ocho de la noche. Una  de esas veces cuando íbamos por el Anfiteatro de Marianao, todavía con el sol afuera,  me encontré cien pesos, eran cinco billetes de a veinte: la fortuna mayor que me he encontrado en mi vida, regados en el pavimento entre cuatro esquinas, por las que no se veía ni un alma. Estas precariedades hicieron también sus estragos en la moda. Por ejemplo, las mujeres no usaban zapatos, sino tenis de cuatro ojetes, poliéster y variados colores que costaban ciento cincuenta pesos. Y con ellos uno iba lo mismo a trabajar que a una fiesta. Fue el tiempo ignominioso y aplicado de la cría de puercos. Llegamos a tener una señora puerca paridora que era la idea fija más recurrente de Rito: donde quiera que fuera, en la bicicleta, por supuesto, a casa de un amigo, a alguna actividad, tenía que exclamar a las tres de la tarde:” ¡Ay, la puerca!” Y salir volado a pensar que darle o buscarle la comida y limpiar el corral. Los puerquitos valían mil quinientos pesos y se vendían como pan caliente, pero a qué precio material y emocional. Se llegó incluso a criar conejos y gallinas, y se creó algo que nuestro amigo poeta Ismael González Castañer denominó “Patio Inglés”. Delirantes poetas y seres que fuimos y somos todos, los que escriben y los que no. Con nuestras soluciones debajo de la manga y los enigmas, como entonces, con nuestros sueños, en una realidad que sigue siendo surrealista.


[1] – La obra que escogí, que exhibe a un artista solo en la luna con un pincel o pluma entre las manos, espera por la entrega a alguna editorial de mi próximo poemario.

[2] – Arístides Vega Chapú. No hay que llorar. Ediciones la Memoria. Centro Pablo de la Torriente Brau, Premio Memoria 2009, La Habana, 2011.

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