Creado en: agosto 11, 2021 a las 01:03 pm.

La UNEAC que yo conozco

Por: Emir García Meralla

Haber nacido en el cruce de las calles 17 e I en los años sesenta pudiera parecer hoy un privilegio. Es casi el mismísimo centro del Vedado. A unas cuatro cuadras de la heladería Coppelia y de la puerta del cine Radiocentro. Todo está cerca. Así decían mis padres cuando se referían a la ubicación de nuestra casa y aquellos lugares a los que por ese entonces –y aún hoy en día—suelen concurrir casi todos los cubanos. Pudiera decirse que nuestra casa estaba en la misma frontera de la Rampa.

Los niños nacidos, criados y crecidos, en esa esquina teníamos dos lugares importantes a los que acudir a jugar sobre todo los fines de semana: el parque Martí próximo al malecón y el parque de Víctor Hugo; o simplemente el Parque de H como todos le llamábamos (creo que aun los que siguen viviendo en la zona le llaman así); donde organizábamos los pitenes de pelota más inolvidables de mi vida y de la de mis amigos de aquel entonces. Éramos un grupo heterogéneo y diverso que solo coincidía los sábados en la mañana para asistir a las matinés del cine Riviera y ver “películas de vaqueros” y después concentrarse en el parque de H para jugar lo mismo “al duro” que “al flojo” hasta que los padres comenzaran a diezmarnos casi al final de la tarde. El mismo ciclo se repetía los domingos, solo que este día para cerca de las tres de la tarde ya había terminado nuestra aventura deportiva barrial.

Aquel grupo de niños y adolescentes –integrados y diversos—tenía nombres y apellidos que poco o nada nos decían del origen de cada uno a menos que le escucháramos a nuestros padres o vecinos referirse a ellos. Estaban, por ejemplo, Ruy y Hérnan; Albertico (habían al menos tres en este grupo) y Luisito que todos sabíamos que estudiaban música y que debían cuidarse las manos; pero aun así eran excelentes jugando a la pelota o a las bolas (era el otro juego preferido en las vacaciones); y nos preguntábamos que relación existía entre las manos y ser un buen jugador.

Estaba Ignacio Teodoro; que aunque no era buen jugador de pelota y de bolas era todo un experto cuando se trataba de jugar a los escondidos o al Burrito 21. Casi siempre lograba estar en el equipo que nunca recibía castigo y rara vez era descubierto su escondite.

Éramos, muchos, los niños que vivíamos en la esquina de I y 17 que nos mezclábamos con los que vivían en la esquina siguiente H y 17; y como niños del mismo barrio vivíamos bajo la mirada protectora y vigilante de todos los vecinos y de aquellas personas que trabajaban en dos lugares que nos eran comunes: la casa del ICAP y la casona grande de 17 y H, la que estaba frente a la barbería de Panchito y Bebo; que antes había sido de Felipe que a muchos de nosotros nos pelaba a “la malanguita” al menos una vez al mes. Y ese día del pelado; que muchas veces era el sábado en la mañana y que obligaba a faltar a la matiné y al juego en el parque de H; era el momento ideal para velar los gallos que estaban en la “casa blanca grande de 17” e intentar coger alguno.

Para nuestra altura cultural del momento los únicos que sabían de gallos eran Edy, Luly y Juany, cuya familia en Pinar del Río les había enseñado algunas cosas sobre el tema; para mí todos los gallos eran iguales.

En fin, que cierto sábado, mientras esperábamos nuestro turno para ser victimizados por la maquinita de pelar de Bebo o de Panchito lo más divertido era tratar de coger uno de esos gallos y después lanzarlos para ver su aleteo; y como en toda competencia infantil de carácter “maldito” que se respete, ganaba quien lograra que su animal volara más lejos.

Todo marchaba bien hasta que gallo en mano fui descubierto por un señor mulato, de estatura promedio y vestido con una impecable guayabera azul que sonriente me retó a lanzar el gallo por encima de la cerca. No lo niego. Me sentí como “conejo del Himalaya” –según la definición del amigo Ariel Larramendi cuando veía a alguna persona temblar mientras era descubierto infraganti— e imaginaba no solo el regaño sino las consecuencias que podían ir desde un pase de chancleta coreografiado milimétricamente por mi madre, a un castigo fenomenal de esos que uno evita a toda costa y le saca del mundo infantil por días o semanas.

A mi alrededor todos corrían buscando refugio para evitar la vergüenza del regaño. Todos menos Ignacio que con una familiaridad a toda prueba se acercó y le dio la mano al señor, para luego afirmar “… yo les dije que estos eran los gallos de Nicolás…”

Era cierto. Pero nadie le creía. Quién era ese Nicolás del que hablaba siempre Ignacio y que no conocíamos. Por qué tenía gallos en pleno centro del Vedado que se paseaban por fuera la acera a esa hora del sábado.

Me rendí. Solté el gallo y preparé mi batería de justificaciones infantiles ante la posibilidad del regaño y justo antes de que mis lágrimas de cocodrilos me permitieran evitar “lo que podía venir con más fuerza que un 20 de mayo” si mis padres se enteraban, aquel señor (Nicolás) me invitó a pasar al jardín para que viera el resto de sus gallos finos.

Fue una epifanía. Mientras entraba a la “casa blanca” de la esquina” sentía sobre mis espaldas la mirada lastimera del resto de la pandilla que había logrado escabullirse. Mis piernas temblaban mientras que Ignacio Teodoro se sentía como pez en el agua.

Por al menos una hora Nicolás, el señor de los gallos, estuvo hablando conmigo y con Ignacio no solo de gallos –cada uno tenía un nombre de personas de las que no sabía su existencia—sino de juegos infantiles de los que no tenía ni remota idea; y para cerrar el encuentro nos regaló un libro a cada uno mientras compartía un refresco de naranjita y una atronadora sonrisa.

Había conocido a Nicolás Guillén. No tenía idea, desde mis nueve años, de quien era tal personaje. No tenía idea alguna de que pasados cuatro años me valdría de uno de sus poemas para intentar conquistar a la que sería mi primera novia platónica hasta que me dio el Sí un sábado por la noche, recostados a la verja de la casa blanca de 17 y H mientras me abrochaba un cordón.

No imaginaba que diez años después pasaría toda una tarde en su oficina conversando sobre poesía, poetas, mujeres hermosas, comidas y filosofando sobre la vida.

Mi castigo, por él impuesto, era buscar un gallo fino y cuidarlo en mi casa. Debía llamarlo como quisiera; solo tenía que ser fino y de plumas doradas. Lo cierto es que nunca pague mi penitencia, solo sé que cada día de la semana durante las vacaciones era parte de aquel grupo de personas que cada mediodía estrechaba la mano de Nicolás Guillén cuando camino a su casa recorría la calle 17; unas veces estaba solo y le esperaba pasar para deleitarme con su imagen de abuelo complaciente; otras veces corría desde mi escondite para estrechar su mano.

Él, por su parte reía atronadoramente recordando mi cara de susto cuando me descubrió jugando con sus gallos.

Han pasado cuarenta y tantos años desde aquel sábado. Ignacio Teodoro, cuyos apellidos son Granados y Herrera, mi amigo de la infancia era el hijo del escritor Manolo Granados y la escritora Georgina Herrera y la “casa blanca de 17 y H” era uno de sus sitios de juegos y Nicolás parte de quienes le malcriaban.

El parque de H sigue estando en mi vida y en mi cruce. Y la casa blanca de 17 y H se convirtió con el paso de los años en un lugar de referencia en mi vida personal y profesional.

Pero para llegar a ello pasarían algunas otras travesuras y nuevos personajes llegarían a mi vida.

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