Creado en: julio 25, 2021 a las 07:26 am.

La utilidad de la poesía para matar y morir

La contienda del 68 la inició un poeta, la del 95 la organizó otro bardo, en la lucha contra la dictadura de Machado un poeta, Ruben Martínez Villena, ocupó lugar relevante y en el asalto al Moncada, momentos antes de emprender el camino hacia la fortaleza, un poeta dio lectura a un poema épico.

Hay una pregunta que flota en el aire y pocos se han hecho: ¿qué efecto tuvo en la multuitud de combatientes aquel cúmulo de poesía llamando a la guerra contra tiranos? ¿pasó ese impulso de ese puñado de espíritus sensibles de esos elegidos de la sensibilidad y caló en la gente común?

Se han realizado estudios sobre la poesía que llamaba a la guerra contra los tiranos. Pero es menos conocido como caló en el hombre y la mujer común tales arrebatos bélicos del espíritu.

El asunto nos llamó la atención e iniciamos una búsqueda que encontró una singular respuesta en el testimonio del insurrecto Horacio Ferrer. Nacido en Matanzas, estudiante de la Universidad de La Habana al estallar la contienda de 1895 se incorporó a las fuerzas libertadoras donde alcanzó el grado de Comandante. Escribió un largo testimonio sobre aquellos años de fuego, publicado en el siglo XX.

Obra bien escrita realiza interesantes análisis sobre los hombres y mujeres de la guerra de independencia y en las luchas políticas en la República contra tiranos y usurpadores del poder.

No nos acercamos a la obra de Ferrer para conocer sus muchos arranques de dignidad y de defensa de la patria. Este corajudo mambí nos dejó en su extenso libro un breve testimonio sobre el impacto que tuvo la poesía épica en la generación que hizo la guerra de 1895. El testimonio breve tiene una relevante importancia para los estudiosos de la poesía y, en especial, los que han defendido y encontrado el papel que tuvo en la formación del espíritu insurrecto y en su utilidad para matar y morir por Cuba Libre.

 Ponemos a disposición del lector el testimonio de este mambí Horacio Ferrer.

“La simiente de amor a Cuba, sembrada en mi espíritu por mi madre durante mi niñez, germinó fácilmente en mi adolescencia al calor de las publicaciones de vehementes escritores, y fueron los poetas líricos los que primeramente me conmovieron. Tendría yo nueve años cuando cayeron en mis manos unos versos que circulaban clandestinamente; se trataba nada menos que del himno que inmortalizó a Perucho Figueredo, cuyo cuarto verso “que morir por la patria es vivir” era para mí la síntesis del himno fulgurante que convocaba a la pelea y señalaba la senda de la mayor gloria a que podía aspirar un cubano. Desde aquella temprana edad hasta los dieciocho años que contaba cuando estalló la guerra, aprendí de memoria muchas poesías que recitaba en reuniones de amigos; amé en Heredia tanto al genio inmortal que cantó Al Niágara como al patriota inmaculado y ferviente que añoraba morir en su Cuba adorada, y al recitar el Himno del Desterrado recalcaba con énfasis “que no en balde entre Cuba y España, tiende inmenso sus olas el mar”. Pero eran Miguel de Teurbe Tolón y El Hijo del Damují mis poetas predilectos; del primero veía en El Juramento la más alta expresión de la dignidad cubana y gustábame repetir con acento de firmeza el último terceto: “Primero mi verdugo sea mi mano, que merecer de un déspota insolente el perdón de ser libre y ser cubano”. Y sus versos A mi madre, ¡cuántas, cuántas veces llos recité adolorido en reuniones familiares! Y del segundo gustábame recitar su oda A Campodrón, alternándola con el Canto a España de Pedro Santacilia, que conmovía con sus vibrantes endecasílabos a la juventud de mi tiempo.”

“Ya en la Universidad la muchachada se reunía en el aula, y mientras esperábamos al profesor, comentábamos las composiciones del tomo de Los Poetas de la Guerra que acababa de publicarse en Nueva York. Panchito Fabré, culto y sentimental, presintiendo quizás su próximo sacrificio heroico, exclamaba: ¡Qué honor tan grande nos espera; combatir con las armas por la independencia de Cuba!

y morir cual valiente girondino

con un himno inmortal en la garganta!

Marcos Aguirre, fácil poeta y a la vez un Hércules de veinte años, daba un puñetazo sobre la mesa y rugía con Hurtado del Valle:

¡Guerra! Con justa saña

la voz de ¡guerra! Por los aires suba

y saque a los tiranos a campaña,

porque cada criollo que hay en Cuba

tiene un agravio que vengar de España!

Ramón Campuzano, delicado y tierno, recitaba El Combate de Báguanos, de Fernando Figueredo; otro repetía Vida mía, de Ramón Roa, y mi hermano Virgilio, lacónico y sentencioso, agregaba: Todo esto está muy bien; pero cuando llegue la hora es menester que no haya rezagados”. Y así pasábamos el tiempo esperando el profesor.

Por eso he dicho siempre que fueron nuestros poetas los que despertaron más tempranamente el espíritu bélico en la generación del 95.

Los discursos de nuestros grandes oradores y varios libros y artículos publicados en la pre-guerra completaron nuestra conciencia revolucionaria y dieron forma definida a nuestros ideales de libertad.”

Fuente: Horacio Ferrer, Con el rifle al hombro, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2002, pp. 10 y 11.

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