Creado en: mayo 12, 2024 a las 08:00 am.

Nace una vocación

“Valle plateado de luna, sendero de mis amores”: así comenzaba la canción de Julio Brito, muy popular por aquel entonces. Y fue ese tema el que me inspiró un cuento pintoresquista y ridículo que envié al periódico El Mundo cuando apenas contaba diez años de edad. Era un cuento malísimo. Cualquiera se abochornaría de haberlo escrito alguna vez. Y, sin embargo, yo lo recuerdo con cariño. Como aquella carreta hecha con botellas vacías que semejaban una yunta de bueyes o el rehilete confeccionado con una chapa que colocábamos en los raíles del ferrocarril para convertirla en filoso juguete. Objetos burdos que no podrían, jamás, compararse a uno de esos sofisticados juguetes que hoy hacen las delicias de los niños. Con aquel cuento experimenté una de las mayores emociones de mi vida: ver publicado mi nombre, por primera vez, en letra de imprenta. Es verdad que en mi pueblo no había periódicos; pero había tenido la grandísima suerte de ser vendedor de Bohemia, Carteles y El Mundo en aquella década del 30 en que el azúcar se vendía a menos de un centavo la libra y el hambre se enseñoreaba en nuestros campos y ciudades. Mi hermano mayor y yo alternábamos esa labor con la de vendedores de billetes de la Lotería Nacional. Éramos entonces cinco hermanos en casa. Y entre papá y mamá, telegrafistas del Estado, ganaban un aproximado de sesenta pesos mensuales que, además, no les pagaban. Papá se ayudaba con la agencia de esos periódicos para ir sobreviviendo. Y recibía una pequeña asignación de billetes de la lotería de una colecturía de Sagua la Grande. Nosotros, mi hermano y yo, éramos sus vendedores. En una ocasión mi hermano vendió el premio gordo. Recuerdo perfectamente el número: 09896. Como mi hermano le había vendido a crédito, es decir, fiados, dos pedacitos del billete al carnicero de nuestra cuadra, fuimos a comunicarle, una vez que escuchamos por la radio el sorteo, que había ganado dos mil pesos, lo que en aquella época era una cifra astronómica. Fuimos con la remota esperanza de que nos hiciera un buen regalo teniendo en cuenta que le habíamos fiado los billetes. Y efectivamente, nos dijo que regresáramos al día siguiente, después de que él cobrara el premio, para liquidarnos los billetes y hacernos un regalito.

Al día siguiente, a primera hora, estábamos en la carnicería. Las fracciones de billetes costaban a veinte centavos cada una, por lo que le debía a mi hermano dos pesetas. Fue hacia la caja contadora, sacó tres piezas de a veinte centavos y con generosidad increíble nos dijo que nos quedáramos con la peseta sobrante. Mi hermano y yo nos repartimos la peseta, a real por cabeza, y decidimos ese mismo día que no venderíamos más billetes. ¡Nunca le agradeceré lo bastante a aquel carnicero el habernos decidido a dedicarnos, por entero, a la venta de periódicos! Fue lo que me abrió el camino para entrar en contacto con el mundo del periodismo.

Mi pueblo no era muy grande, pero siempre fui gordo y un poco vago, de manera que mientras recorría las calles con mi carga de papeles, me detenía a ratos, y sentado en una acera leía a los principales articulistas de aquel momento. Sin que pueda situarlos cronológicamente, me vienen a la mente Sergio Carbó, Pepín Rivero, Ramón Vasconcelos, Arthur Brisbano, Federico Villoch, Pepito Sánchez Arcilla, Eduardo Zamacois y, quizás un poco más tarde, Eladio Secades, Miguel de Marcos, Cástor Vispo y otros. Ellos, y Blas, Carlos Rafael, Vicente Martínez, Esmeril, fueron formándome el gusto por la lectura de prensa.

Cuando estudiaba secundaria fundamos, en el Colegio Padre Varela, un periódico mural: Siempre adelante, en el que fungía como director, editorialista, escritor humorístico, cronista deportivo, guionista de historietas y mecanógrafo. Posteriormente tirábamos en una cinta de gelatina, por un rudimentario procedimiento, el periódico El Estudiante Quemadense, con una tirada de cuarenta ejemplares que distribuíamos entre nosotros.

En el Instituto de Sagua fui colaborador de Mensaje, un periodiquito ya impreso que dirigía Manino Aguilera, todavía en activo. Se había iniciado para mí un camino que no abandonaría nunca más.

No me bastaba el espeso ámbito municipal. Y provocaba polémicas escribiendo cartas a periodistas destacados en las que criticaba sus puntos de vista en determinados asuntos. Así fue que me gané el honroso título de “aprendiz de bachiller de Quemado de Güines, provincia de Las Villas”, con el que trató de ridiculizarme en El País un maestro de la polémica, Ramón Vasconcelos, al que le había escrito discrepando de su teoría sobre una supuesta superproducción de profesionales en Cuba, para arremeter contra la colina universitaria a la que odiaba tanto por su condición de liberal machadista como por no haber podido obtener un doctorado. En realidad, llevé la peor parte en aquella “polémica”, pero sentí la satisfacción de que un consagrado se hubiera ocupado de contestarme en su leída columna. Algo así como lo que experimenta un torero en lo que los entendidos llaman la primera sangre.

Después, es muy difícil salirse del ruedo.

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