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20 de Mayo

(20/05/1990)

El pueblo amanecía engalanado con pencas de guano. Y la Diana Mambisa, erizante y viril, nos sacaba de la cama con una alegría que nos sabía a lidias de gallos y a empanadas de carne. Las carreras en sacos y el torneo de cintas, entre diestros jinetes, ponían la nota deportiva en el ambiente rural. Y desfilábamos hacia el parque, con banderitas de papel, para escuchar el discurso del alcalde, liberal o conservador, como los dos partidos políticos de la época.

Se decía, por entonces, que no había nada más parecido a un liberal que un conservador, lo cual desmentía, en la realidad, el aparente bipartidismo de nuestras contiendas electorales. En la tarde disfrutábamos, en el colegio, del Acto Cívico, en el cual se recitaban poemas de Byrne o de Pichardo y se representaban pequeñas obras musicales.

A mí me tocó, a los seis años, cantar una canción dedicada al Padre de la Patria. Recuerdo que la letra narraba la vida de Carlos Manuel de Céspedes, desde su alzamiento en La Demajagua hasta su caída en San Lorenzo. Por mucho tiempo quedó en mi mente la frase final de la canción. Decía, según entendí: «mas su recuerdo verdura siempre, ningún cubano lo olvidará».

Aquella verdura me estuvo dando vueltas en la cabeza por mucho tiempo, tratando de entender su significado. Teniendo en cuenta el marcado acento bucólico de aquellas celebraciones, pensaba que se refería al verdor de nuestros campos. Años después, ya estudiando bachillerato, me di cuenta, de pronto, de que la frase correcta debió ser, sin dudas: «mas su recuerdo perdura siempre». Con p, no con v. Y el bochorno por aquel camelo me quemó las mejillas por mucho tiempo, pese a que había transcurrido más de una década desde mi actuación en la velada.

Con todo, era en la escuela pública donde la celebración del 20 de Mayo alcanzaba su más alta e ingenua pureza. Algún día habrá que reconocerles a los humildes maestros de la escuela pública primaria el haber mantenido vivo el espíritu patrio de los Fundadores en medio de aquella mascarada de banderitas y discursos:

¿Dónde está mi bandera cubana,

la bandera más bella que existe?

Desde el buque la vi esta mañana

y no he visto una cosa más triste.

Es curioso cómo, aunque habían transcurrido menos de treinta años desde la instauración de la República, el 20 de mayo de 1902, nos parecía una fecha remota, por siglos separada de aquella celebración. Los veteranos, supervivientes, se nos antojaban figuras legendarias cuando los situaban en la glorieta del parque, armados de sus machetes mambises. Llevaban sus medallas prendidas en la camisa humilde y una sombra lejana de decepción en la mirada.

Era un día de fiesta. En la valla de gallos, entre el ronco griterío, el indio y el canelo locales le disputaban al patiblanco del coronel Mendieta su sangrienta hegemonía. Simbólicamente, siempre perdía el humilde gallito lu- gareño, y los galleros capitalinos se llevaban las monedas ganadas en las apuestas. El sexteto del pueblo, con su marímbula a cuestas, recorría las casas, desafinando melodías de Sindo o de Villalón a cambio de míseras propinas. Las controversias campesinas llenaban de absurdas consonantes el ámbito municipal. Y siempre la mejor décima era dedicada al caudillo político, quien había obtenido un acta de representante comprando cédulas electorales en la provincia. Era la mejor décima y, también, la mejor propina para el improvisador.

El aguardiente y el lechón asado constituían símbolos de una cubanía que se olvidaba, lamentablemente, de la jutía y el buniato del Diario martiano. En la noche, en el Liceo, el baile de bandos, azul y punzó, solamente para blancos, y para los de color, una fiesta mucho más humilde en la Unión Maceísta. Los cubanos, entonces, andábamos divididos en dos bandos, muy distintos de los que señaló el Apóstol como los únicos posibles entre los hombres.

Y, sin embargo, el 20 de Mayo nos parecía una fecha llena de patriotismo. Las raídas guayaberas, guardadas para las grandes oportunidades, salían a exhibir sus zurcidos, con cierto orgullo, sobre los pechos nobles. Todo contribuía a que sintiéramos el espíritu de los mambises en aquel día de fiesta: el olor ahumado de las hojas de guayaba sobre el lechón abierto en dos, asándose lentamente al fuego de los tizones de carbón vegetal, o las crepitantes empanadas en la inmensa caldera situada a la salida del Liceo. La caballería galopando hacia el torneo de argollas y cintas. La trompeta desafinada que maltrataba, amorosamente, los toques marciales que dejó para la historia Eduardo Agramonte Piña. El puerco ensebado, provocando las carcajadas en el parque. Los voladores surcando el aire y estallando en lo alto, como descarga de fusilería mambisa. Las blancas batas de hilo, de cintas rosadas, o la flor sobre la cabellera negra y sedosa de las mujeres, émulas de Amalia Simoni o de Mariana Grajales. Y los discursos inflamados, con las obligadas citas de José Martí, casi siempre a cargo de los que más se alejaban de su ideario:

—Como dijo Martí… bla-bla-bla.

«Como dijo», no «como hizo». Todo era, en realidad, muy cubano. Y allá, al fondo, apagado ese día, callado y silencioso, el ingenio norteamericano, observándolo todo, cínicamente ausente, haciéndonos recordar los conocidos versos:

Y un espíritu burlón

que entre las sombras había,

al escuchar mi canción,

se reía, se reía.

Hasta un día.

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