Creado en: diciembre 10, 2023 a las 09:10 am.

El Andino

Esta historia no la he contado nunca. No hubiera querido que sus protagonistas se identificaran. Pero han pasado tantos años que ya deben haberla olvidado.

Ocurrió en el hotel Andino, en el que residí algún tiempo en mis primeros años en la Universidad. Había terminado la jornada de trabajo y tomé el ascensor para subir a mi habitación. Subieron otros huéspedes. Entre ellos una joven que llevaba en brazos una bella criatura. Siempre me han gustado los niños, aquel tenía un rostro encantador y sus ojitos se clavaron en los míos mientras me ofrecía la más bella de sus sonrisas. En un gesto espontáneo le acaricié el rostro, mientras le dedicaba algunas palabras de cariño. Una de esas tontas frases en que los adultos fingimos la voz para hablarle a los niños y hacerles pensar, quizás, que todos los adultos somos idiotas: “Cuchi, cuchi, nené”, u otra imbecilidad parecida. De todos modos, puedo jurar ahora que mi gesto era dirigido al niño y solamente al niño. Una voz fuerte, indignada, tronó en el ascensor; un energúmeno me gritaba improperios. Era el padre del niño, más bien el marido de la madre. Me acusaba de hipócrita. Denunciaba, ante todos los que ocupábamos el ascensor, que a mí no me gustaban los niños. Que lo que yo quería era llamarle la atención a la joven que lo cargaba. Que esa era su mujer y que había que respetarla. El rostro de aquel hombre, mucho mayor que la joven madre, estaba congestionado cuando me amenazó con caerme a golpes. Nunca fue más oportuna y dulce la voz de Emilio, el español ascensorista que, dirigiéndose a mí, me advirtió:

—Núñez, su piso— y me facilitó la salida.

Al salir comprobé que estaba solamente en el segundo piso, y yo residía en el cuarto. Emilio no sólo manejaba muy bien su oficio, era también un excelente diplomático. Nunca, hasta entonces, me había sentido tan injustamente humillado, porque en realidad ni siquiera había visto a la madre del niño. Su extraordinaria belleza sólo me fue revelada al día siguiente del escándalo del elevador, cuando un leve toque en la puerta de mi habitación anunció la presencia de un inesperado visitante. Era ella, deliciosamente perfumada. Ligera y bellamente vestida. Una velada sonrisa adornaba sus labios. Bajando sus ojos al suelo dijo, entre ruborizada y dispuesta:

—Vengo a pagarle el mal rato que le hizo pasar mi marido anoche en el elevador.

Y sin esperar a que la invitara, dio un paso adelante y dejó caer el vestido que cubría su espléndido cuerpo.

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