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Cepero y la risa

(30/07/1989)

Hace algún tiempo, escribí sobre la irreverente burla a la muerte a la que muchos escritores y artistas cubanos acuden cuando se ven tocados de cerca. Contaba anécdotas originadas en momentos en que despedíamos a algunos de nuestros más queridos compañeros.

Este verano ha sido pródigo en desgarraduras para quienes nos desenvolvemos en el ambiente cultural. Cuatro grandes han desaparecido en breve espacio de tiempo: Carlos Puebla, José Antonio Méndez, Nicolás Guillén y Cepero Brito.

Creo que pocas veces se habrá producido en el mundo una circunstancia tan singular. Todos ellos eran hombres de gran arraigo popular en nuestro país, y cada uno, por sí mismo, un verdadero maestro en su profesión.

Si bien fue Nicolás quien alcanzó mayor difusión a nivel internacional, los demás fueron primerísimas figuras en sus respectivos trabajos. Y estaban unidos por un sentido del humor esencialmente criollo, nuestro. La risa pierde, con ellos, a cuatro excelsos cultivadores.

De Nicolás Guillén y el King escribí en esta misma columna. Con Puebla conversé en su lecho de enfermo. Escuché de sus labios, cuando ya te- nía que saber que la muerte lo estaba rondando, deliciosas historias de su vida artística, de su amistad con Neruda o Allende, de su periplo por África o España. Poco después, el cubículo del hospital se llenaba de carcajadas. Nadie hubiera podido imaginar, al transitar por el pasillo, que quien contaba con más entusiasmo y se reía con más fuerza era un hombre al que le habían amputado las dos piernas, aquellas con las que recorrió los escenarios del mundo llevando el nombre y la gloria de Cuba en sus canciones. Cuando nos despedimos por última vez —ya lo sabía—, prometió escribir un libro con su anecdotario. Todos sabíamos que no podría terminarlo. Pero Puebla sonreía. *

Cepero fue la risa. Una carcajada en guayabera, olorosa a meladura.

Un día me confió que estaba muy preocupado por mi hermano Héctor, quien había sido sometido a estricta dieta hipocalórica por problemas cardíacos. Cepero me abordó, seriamente interesado. Cuando le contesté que mi hermano estaba bajo tratamiento, que no era nada alarmante, me dijo:

—Es que me lo encontré por la mañana en el bar de La Roca, dándose un trago. Le recordé que no debía hacerlo. Me explicó que él tenía autorizado por el médico, a esa hora, comerse dos galleticas de soda, pero que podía sustituirlas, según prescripción facultativa, por dos onzas de ron. Fui a trabajar y pasé por La Roca, como a las seis de la tarde. Allí estaba Héctor, con otro trago delante. No se había movido del bar en todo el tiempo. Entonces, le dije: «¡Te has comido como tres latas de galletas de soda!».

Y concluyó, entre carcajadas:

—Si tú, que eres su hermano, no lo aconsejas, un día se «bebe» la fábrica de galletas Albert Kuntz completa.

En cuanto a la muerte, recuerdo ahora lo que me contaba de un amigo mutuo, Cabrera, de quien gustaba narrar graciosísimas anécdotas. Había fallecido un funcionario gastronómico amigo de ambos, responsable de la aplicación de la controvertida medida que disponía el uso de saco y corbata para entrar en los restaurantes y bares de lujo. Cepero se encontró con Cabrera y le dio la noticia de la muerte del amigo y lo invitó a ir juntos a la funeraria. La respuesta de Cabrera divertía extraordinariamente a Cepero:

—No nos van a dejar entrar. ¿No ves que estamos en mangas de camisa? Con Eduardo Robreño, a quien quiso mucho, fue implacable. Nos encontrábamos todas las semanas en los estudios de Radio Taíno. Robreño grababa antes que nosotros. Y cuando él salía y entrábamos nosotros, Cepero alzaba su inolvidable voz, para anunciar, entre carcajadas:

 —¡Ahora sí vamos a hacer arte! ¡Vamos a limpiar el éter de mentiras! Y Eduardo, quien también lo quiso mucho, era el primero en hacerle el segundo en aquel coro de carcajadas que, invariablemente, provocaba el guajiro de Manacas.

En el cementerio habló Pinelli, su maestro. Le llamó su hijo. Estaba Consuelito, junto a su viuda, la entrañable María, digna del cariño de todos los que quisimos a Cepero, por haberlo querido más que nadie. Los rostros de Sirio y Héctor Soto, Cataneo, Juan Carlos Romero y muchos más nos confirmaban que estábamos enterrando un pedazo de la gracia criolla. Un enorme aguacero que nos hizo recordar a Vallejo, atronó el espacio con rayos y centellas al concluir las palabras del compañero Gary, que habló en nombre del ICRT. No tuvimos tiempo de escapar de la lluvia. Cuando escampó, apareció Consuelito, empapada y triste. Alguien le dijo:

—Cepero te hizo el último chiste.

Y Consuelito volvió a ser Consuelito, para rechazar la aparente irreverencia con una de sus acostumbradas frases, no muy publicables fuera de contexto. Fue el último relámpago de aquella salva dedicada a Cepero.

Un hombre sencillo, de pueblo, empapado y lloroso, se me acercó para decirme:

—Cuando escribas la crónica, no te olvides de mí. Me llamo Montenegro, yo le llevaba frutas del patio de mi casa, para su dieta.

Al regreso a la UNEAC, en una mesa del Hurón Azul, alguien me recibió, diciéndome:

—Cuídate, que por allá arriba hay un pedido de escritores y artistas. Pero un «amigo», muy querido, para evitarme preocupaciones, opinó:

—No, él no tiene problemas. Están llamando a los más destacados. Comprendí, entonces, que el espíritu de Cepero seguía vivo. Y no quise enlutar mi carcajada.

*Algo muy similar ocurrió entre Abel Prieto y el propio Enrique. Fruto de aquella promesa fue su libro póstumo ¡A Guasa a garsín! (Unión, 2003).

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