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De la vida real

(31/05/1987)

Miguel Barnet nos regaló una novela con este título. Una novela que nos agarra de principio a fin sin que podamos soltarla. Barnet ha logrado la difícil facilidad, esa especie de milagro literario que solo unos cuantos consiguen materializar. Parece fácil…

Mucha gente cree que, en nuestro país, el oficio de humorista no requiere grandes esfuerzos. Que basta recoger de la calle las manifestaciones populares: este es un pueblo muy gracioso, cualquiera hace un chiste. Y aunque es así, efectivamente, las cosas no resultan tan sencillas como parecen. Muchos de los chistes que se escuchan en el ómnibus o la bodega no pueden ser traducidos a un lenguaje profesional. Es cierto que los humoristas, como cualquier creador, basan su trabajo en la realidad que los rodea, pero la labor de convertir esa realidad en un material literario es cosa complicada, compleja.

Sin embargo, a veces —y cuando uno menos lo piensa—, surge el motivo inspirador que nos sorprende. Claro que no voy a hacer una crítica literaria —¡Dios me libre!— de la novela de Barnet. Solo voy a tomar su título, prestado, para contar lo que me sucedió, no hace mucho, cuando transitaba por la Avenida 26 hacia la Ciudad Deportiva.

Al llegar al semáforo de 26 y Calzada del Cerro, me llamó la atención la presencia de una moto Honda, japonesa, que quedó justo delante de mi viejo Peugeot, atrapado por la luz roja. La tripulaba un joven atlético, muy bien parecido, que vestía un mono deportivo rojo y calzaba unas elegantes botas de piel, de tacón alto. Completaba su atuendo con un moderno casco protector de líneas aerodinámicas. Me llamó la atención aquel conjunto en el cual la propia figura del joven ponía una nota más de elegancia y atractivo juvenil. Me pareció que el motociclista podía ser Jorge Esquivel o Zamorano, una de las dos conocidas figuras del Ballet Nacional de Cuba.

Andaba tratando de determinar cuál de los dos sería, cuando sentí el ruido como de bronquitis asmática de otra moto, cancaneante y lenta, que, convulsiva, se apareaba a la flamante Honda. Cuando el recién llegado traspasó la línea del capó de mi carro, pude observar una vieja y destartalada Harley Davidson de museo. En el asiento delantero, conduciéndola, iba un joven trigueño, descuidado y feo, con algunas libras de más, aunque fuerte y ágil. Vestía un desteñido pulóver color gris miseria, un pantalón de mezclilla veteado y sucio, y calzaba unas alpargatas que alguna vez fueron amarillas. No pude menos que establecer la comparación entre los dos vehículos y sus tripulantes. No había dudas de que el conjunto del bailarín y su moto aplastaban al otro. Pero me faltaba un detalle: en el cojincito trasero de la moto renqueante, viajaba, airosa y juncal, como hubiera dicho Agustín Lara, una bellísima rubia.

El muchacho que tripulaba la moto desahuciada fijó su vista en la Honda de su vecino de la senda izquierda. La vivió de punta a punta. Después, observó detenidamente a su conductor. Pude constatar su mirada de admiración que, por otra parte, no trataba de disimular. Creí que estaba en presencia de un fanático del ballet, deslumbrado por la presencia de su estrella favorita. Pero me equivocaba. El joven buscó impaciente la mirada del bailarín y apoyó su ansiosa búsqueda repitiendo en voz baja:

 —Oye. ¡Oye! ¡Oyeee!

El joven bailarín se vio virtualmente obligado a volver el rostro, abandonando por un momento su persistente espera por la luz verde del semáforo. Y, entonces, escuché la proposición más insólita y simpática que haya escuchado en mi vida.

—Te doy mi moto, con jeva y todo, por la tuya.

La oportuna luz verde abrió el camino de la separación, evitándole al joven bailarín una decisión que habría de hacérsele muy difícil. La Honda se alejó rauda y silenciosa. La muchacha instó a su galán:

—Síguelo. Me interesa la permuta.

A lo que el muchacho contestó, con fingida decepción:

—Déjalo. No es real. Es un extraterrestre.

Fue entonces cuando pensé en el título de la novela de Barnet. A veces la vida real es superior a cualquier ficción.

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