Creado en: octubre 15, 2023 a las 09:58 am.

Quemado querido

La elevación más alta de mi pueblo no sobrepasaba la estatura de Víctor Moré, un negro gallero que medía poco más de seis pies. El caudal del río Manacal, el más profundo, podía medirse por latas y era navegable en una extensión aproximada de dos centímetros cuadrados. Haber nacido en Quemado, según afirmaban algunos quemadenses, era un honor. Un honor comparable, al decir de Mingo Mayor, a ser padrino de un enano. No obstante, cierto espeso orgullo municipal nos hacía creernos superiores a los nativos de Rancho Veloz, municipio cercano, cuya loma de La Vigía podía mirar por encima del hombro a aquel chichón en la tierra que nosotros llamábamos “loma” con exageración digna de mejor suerte.

Odiábamos a los sagüeros, entre otras cosas porque Sagua la Grande era Partido Judicial y nuestro pueblo era solamente Término Municipal. Además, tenían el Undoso, sus inundaciones, su dique, y la casa de María Camión (el prostíbulo sagüero), ubicado en las márgenes del río, al que habían cantado (al río, no al bayú) poetas y literatos tan importantes como Jorge Mañach Robato.

En Quemado había una sola prostituta y un solo poeta, mediocre, que rimaba “Quemado” con “melado” y que no supo, jamás, lo que era una caracola, palabra tan de moda en los poemas de otras regiones. De todos modos no necesitaba saberlo. “Caracola” es una palabra perfecta para rimar con “ola”, y nuestros vientos, hasta el ciclón del 33, no tenían fuerza suficiente para mover la tersa superficie del Manacal. Las mayores ráfagas, hasta entonces, llegaban como cansadas a una velocidad máxima de medio metro por hora. Parecía como si alguien le hubiese ordenado a los vientos: ¡No hagan olas!

La zafra azucarera, principal evento económico del pueblo, duraba dos meses, y los restantes diez eran de tiempo muerto. Como no había nada que hacer, el Parque Martí, frente a la iglesia parroquial, se convertía en lugar de reunión de los vecinos. Era un mirador privilegiado para ver, a la salida de la iglesia, a las bellas creyentes que exhibían sus vaporosos velos, dejando al paso un inquietante olor a Maderas de Oriente. Por la noche se organizaban las tertulias. Domingo del Monte no pudo imaginar los temas que allí tratábamos. Desde la muchacha que había perdido su virginidad al salir del baile del Liceo, hasta las visitas subrepticias de uno de los contertulios al hogar de un empleado del ingenio, cuando éste salía para el trabajo y dejaba sola, por ocho largas horas, a su joven esposa.

Un día, el marido burlado regresó a buscar un documento que se le había olvidado. Ya nuestro amigo estaba dentro. La tertulia se animó. Todos esperábamos el estampido de un disparo o los gritos de la joven cogida in fraganti. Hubo apuestas: “Lo mata”, “la mata a ella”, “los mata a los dos”. Nadie acertó.

Poco después salía el marido burlado y abordaba el carro de alquiler que lo esperaba. A los pocos minutos apareció nuestro amigo, que nos contó sonriente:

—Entró, nos encontró a los dos desnudos en la cama, y con la mayor calma del mundo nos recriminó: “¡Qué lindo! Si en vez de ser yo el que entra, llega a ser cualquier otro, miren como los encuentra. ¡Vístanse!”

Entonces comprendí que si la naturaleza no había sido muy generosa con nuestro pueblo en materia de accidentes geográficos, éramos sus hijos los que teníamos el deber de situarlo en la historia.

Al tiempo muerto, con sus largas horas de inactividad, y a la acogedora sombra del Parque Martí, único lugar del pueblo sombreado las veinticuatro horas, les debo un poderoso arsenal de anécdotas que me abrieron el camino para el oficio que iba a ejercer durante toda mi vida.

Hay autores que, en sus libros, agradecen el motivo de inspiración de sus obras a Borges, a Lezama o a Virgilio Piñera. Es un gesto bonito que habla de la modestia de esos escritores. Yo debo agradecer a Amaranto Stocker, Cayuco, Tareca, Cusita, Mingo Mayor, Pelón, Macho Cara’lpargata, Luis Puyita, Gagüinga, Macho el Cojo y Rabo’e gato, su valiosa cooperación a estas memorias. Es verdad que no son famosos, pero quién puede pensar que a García Márquez se le hubiera podido ocurrir nacer en Quemado, habiendo tenido a mano un nombre tan de lo real maravilloso como Aracataca.

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