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Un velorio original

(17/01/1988)

De muchacho, en mi pueblo, me llamó la atención el nombre de una empresa de transporte por carretera. Era una flotilla de camiones no muy grande, operada por su propietario y dos o tres familiares suyos. Sus operaciones, al principio, se limitaban a viajes cortos, entre Quemado de Güines y Sagua la Grande, transportando bultos o mudadas por veintidós kilómetros de intransitable carretera.

El nombre de la empresa me pareció siempre superior al empeño. Es más, lo consideré poético: La Onda Sonora.

Fue mucho antes de los aviones supersónicos. ¿Qué tenía que ver aquel nombre, digno de Julio Verne, con los viejos y renqueantes camiones que transitaban los terraplenes entre Sagua y Quemado a una velocidad nunca superior a los sesenta kilómetros por hora? Y eso, en los tramos buenos. Detrás de aquello debía estar la mano de alguien muy original.

Después, conocí al propietario: El cojo Évora. Era uno de esos criollos a la antigua usanza. Amigo de sus amigos. Fiestero y decidor. Su nombre estaba ligado, siempre, a las celebraciones y parrandas. Y su establecimiento —más tarde tuvo una bodega— era punto obligado en los recorridos por las estaciones de ron y saladitos, guarachas y marímbulas, anécdotas y carcajadas.

Ya La Onda Sonora no existe. Y me llega la noticia de la muerte de su fundador. ¡Y de qué forma!

El cojo Évora, con algunos años a cuestas, se había retirado. Pero mantuvo la originalidad que apuntó tempranamente en su vida, al bautizar la incipiente flotilla de camiones. Antes de hacer mutis para siempre, sorprendió a todos con el velorio más original que se haya efectuado en mi pueblo y, quizás, en Cuba. Previendo su fallecimiento, preparó, con mano de artífice, su despedida de la vida. Genio y figura.

Cuentan testigos de toda confianza, que se hizo grabar, en un casete, su marcha fúnebre favorita. Se lo pidió a un familiar cercano, pianista, alegando que a él le gustaba mucho aquella música. Nadie pudo sospechar, entonces, cuál era su propósito. Solo se supo el día de su muerte.

Los empleados de la funeraria manifestaron que había escogido su ataúd y les había dado ciertas instrucciones en cuanto a su velorio y enterramiento. Y apareció un testamento hológrafo —manuscrito—, en el cual disponía, entre otras cosas, utilizar cierta cantidad de su modesto legado en comprar ron —estipulaba cuántas botellas— para obsequiar a los hombres que asistieran a su velorio. Para las mujeres, a las que dedicó un hermoso párrafo de admiración y reconocimiento póstumo, ordenó adquirir bebida dulce. Y refresco para los niños. Dispuso, también, comprar cierta cantidad de sobres de café, para las tradicionales coladas de estos acontecimientos populares. Dejó establecida la frecuencia y periodicidad de estas infusiones, para mantener un discreto orden en la ceremonia luctuosa. Determinó, además, que se atendiera bien a todo el que asistiera a su velorio, sin distinción alguna.

Pero el clímax llegó cuando alguien, cumpliendo la voluntad del occiso, conectó la grabadora en el local donde estaba tendido el cadáver. Se escuchó, primero, la marcha fúnebre que había hecho grabar. Un erizamiento colectivo preparó el ambiente para lo que iba a suceder instantes después. Cesó la música y se oyó, claramente, la voz del difunto, en una autodespedida de duelo, fraternal y serena.

No fue una pieza de autobombo. No había tristeza ni pesimismo en sus palabras. Se dirigió, más bien, a sus amigos presentes. Dijo que iba a trasponer una puerta tras la cual cesaban ambiciones y envidias. Aseguró, con voz reposada, que iba a penetrar en aquel mundo de verdadera paz.

Era curioso observar, según testigos presenciales, los rostros de aquellos hombres maduros que habían compartido con él, durante su juventud, fiestas y tragos, cantos y música. Emocionados y llorosos, escuchaban, con visible consternación, las palabras del amigo que se marchaba. Hasta aquel día, siempre que, entre ellos, hablaban del cojo Évora, lo hacían con una sonrisa en el rostro, evocando momentos de bromas y alegrías. Pero ahora era distinto. El ambiente era dolorosamente tenso.

Después de describir el mundo de paz imaginado por él, la voz del ausente se hizo escuchar clara, alegremente:

—Allá, en ese mundo de paz, con los brazos abiertos, ¡los espero!

Una especie de sacudida emocional recorrió los rostros. El silencio se hizo espeso, impresionante. Y, entonces, se escuchó la voz de un amigo entrañable del difunto, que murmuró, un tanto temeroso:

—Está bien, cojo, pero sin apuro. ¡Sin apuro!

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