Creado en: julio 30, 2023 a las 08:41 am.

Mis memorias de La Habana*

(04/06/2000)

Ando, en estos días, dándole vueltas a mis recuerdos, para rematar la escritura de mis memorias. Es una labor realmente fascinante.

Mi primera noviecita regresa, olorosa a jazmín de El Cabo, desde el fondo de una ingenua y dolorosa ternura, y el viejo maestro recupera su juventud, conduciéndome por el camino de mis primeras inquietudes literarias. El amigo olvidado recorre de nuevo las calles del pueblo, en noches de verbena, a la caza de unos ojos que hoy miran nietos.

Y el primer viaje en tren hacia un destino desconocido, entre sorbos de Jupiña y sueños de conquista. Y La Habana, que primero fue como un relámpago, allá lejos; y después, aquellos edificios, por cuyas ventanas imaginábamos historias fantásticas de lenguaje de adultos, violencia y sexo. Y los pregones de entonces, ofreciéndonos el pescado fresco, pescador, o el atezador de bastidores, de voz aguardentosa y operática.

Escribir las memorias es algo así como darle rewind a la grabadora. Solo que, al repasar la cinta, se van enredando en ella fragmentos del corazón. Únicamente escribiendo las memorias, uno llega a comprender la importancia de haber conversado con el Caballero de París, tan habanero como las murallas. Y escribiendo las memorias es que uno sabe que La Habana dolía, en las noches solitarias; y que los ascensores olían a Hiel de Vaca de Crusellas; y que la gente decía fuese y viniese; y que un tranvía U4 (Playa-Estación Central) era el regreso a casa, entre amigos llegados a la terminal, trayéndonos la noticia del último fallecimiento o el chisme de la muchacha que había perdido su virginidad a la salida del baile del Liceo.

Eran los primeros tiempos de un tránsito imperceptible que nos iba convirtiendo, inexorablemente, en habaneros. Poco a poco, nos íbamos incorporando a esta ciudad, ajena al principio y cada vez más nuestra y entrañable. Aunque, para los nacidos intramuros, siguiésemos siendo tan guajiros como aquel primer día en que nos asombramos ante la bañista de la trusa Jantzen, que nos salpicaba a todos al lanzarse, en un clavado de luces y movimiento, desde lo alto del Bar Partagás hacia el Parque Central. Un Parque Central que, en diciembre, olía a castañas asadas.

Los viajes a la terminal se fueron espaciando. El viejo tranvía U4 rindió su último viaje y se llevó, con él, nuestra empecinada costumbre de acercarnos a casa, buscando, en el largo andén, al coterráneo que venía a arreglarse un brazo que el ortopédico del pueblo no pudo enderezar o a confirmar, en el Calixto García, el cáncer que todos —menos él— comentaban en los corrillos del parque municipal. Las esquelas necrológicas en los periódicos suplieron la última del pueblo, cada vez más lejano, y el chisme de la muchacha que perdió su virginidad a la salida del baile del Liceo se sustituyó por el de la actriz lesbiana que protagonizaba la novela de éxito. Y, sin darnos cuenta, el fuera y hubiera de la conjugación municipal y espesa se fue convirtiendo, con pretensiones culturosas, en el fuese y hubiese capitalino.

Ya nos sabíamos todas las rutas de guagua. El bodeguero de la esquina nos llamaba por nuestro nombre. Y el cartero no sentía tanta pena al no podernos entregar la carta que empezaba a espaciarse. Increíblemente, aplaudíamos a rabiar cuando Sagüita Hernández conectaba un jonrón para darle la victoria al Habana, aunque en el fondo siguiéramos creyendo que simpatizábamos con el Cienfuegos.

Para graduarnos de habaneros, solo nos faltaba el sacrilegio de suplantar la comida de la tarde por el café con leche y el pan con mantequilla de los desayunos; y bañarnos por la mañana, antes de salir para el trabajo, en vez de hacerlo por la tarde, como se hace en el resto del país. Y lo hicimos.

Un día regresaba de unas largas vacaciones, y al acercarme al túnel de la bahía, percibí esa rara sensación que hasta entonces solo había sentido ante la flecha que señalaba, en la carretera de Sagua, la distancia entrañable: «Quemado de Güines 22 Km». Una especie de taquicardia, más amable que molesta, me hizo exclamar:

—¡Ya estamos llegando a casa!

¡A casa!

* El artículo se publicó en Juventud Rebelde como «Mis memorias», título que hacía referencia a la puesta a punto del libro Mi vida al desnudo (Unión, 2000). Como muchas de las crónicas del autor tienen cierto carácter autobiográfico, preferí acotar que, en este caso, se trata de sus recuerdos sobre La Habana.

Disfrute también de:

Un velorio original

Los corresponsales

Cepero y la risa

Mamá

Papá

Bolero de oro

Por si acaso

De la vida real

Había una vez un cuentero

20 de Mayo

Este acogedor sótano

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *