Creado en: octubre 29, 2023 a las 09:00 am.

La Universidad

Para cualquier estudiante del interior, escalar los ochenta y ocho peldaños que conducen al Alma Mater era como la realización de un sueño. La historia de Mella, Trejo, Valdés Daussá, y tantos otros mártires del estudiantado en la lucha contra el machadato, estaba fresca en la memoria, y para los que una vez terminado el bachillerato, nos iniciábamos en las tareas universitarias, ascender por la Colina significaba exactamente eso: ascender.

No podíamos imaginar que aquel día en que experimentamos un extraño erizamiento al entrar por vez primera al sagrado recinto, nos recibiría una turba enloquecida para pelarnos al rape y embadurnar nuestras cabezas con pintura roja, en un grotesco espectáculo importado de las universidades yanquis. Pero esa no sería la única sorpresa desagradable de los días iniciales.

Días más tarde, al comenzar las clases, nos enfrentaríamos a un mundo distinto al que estábamos acostumbrados en nuestros modestos institutos de segunda enseñanza. Al menos los que veníamos de pueblos pequeños, no habíamos visto jamás tanta gente bañada y vestida en horas tempranas, como los alumnos que se sentaban a escuchar las clases de Derecho Romano que eran impartidas a las ocho de la mañana. Recuerdo bellas mujeres con peinados artísticos y olorosas a cierto perfume desconocido, pero que intuíamos de origen francés. En Quemado nadie se bañaba antes de las seis de la tarde y las muchachas se peinaban en la peluquería solamente los días de verbenas o bailes en el Liceo. Imaginen ustedes a un estudiante recién egresado del Instituto de Sagua, enfundado en un trajecito verde botella confeccionado por Timoteo, el sastre del pueblo, quien cuando no tenía lápiz para apuntar las medidas, nos mandaba a acostar en la mesa donde trabajaba, y nos trazaba con una tiza de yeso la figura, y por ahí cortaba. Mi vestuario para asistir a clases lo completaba un par de rústicos zapatos hechos a mano por mi tío Ibrahim, a los que él mismo llamaba “torombolos”. Era realmente una tortura sentirse rodeado de muchachas y muchachos tan elegantes. Todavía hoy, a tantos años de distancia, siento una especie de fobia por el Derecho Romano.

Pese a todo, llegué a identificarme con aquellas aulas y con los bellos patios en los que con frecuencia se armaba un tiroteo que terminaba con el trágico saldo de muertos y heridos.

Pronto me di cuenta, sin embargo, de que la Universidad no era la que yo había soñado, y mucho menos la que soñó Mella. Como mis padres no me podían pagar los estudios, conseguí un trabajo en Regla, en la fábrica de tejidos El Universo. Cuando tenía el turno de noche en la fábrica, podía asistir a clases, y así tenía derecho a los exámenes. Pero al llegar el día del examen y presentarme en la Escuela de Derecho, me encontraba con que la entrada no era por orden alfabético, sino por orden del delegado, o de los amigos del delegado, o de los amigos del profesor o de los amigos de sus amigos. Y yo, que había perdido mi día de trabajo, tenía que regresar sin examinarme. Y esperar, pacientemente, la próxima convocatoria.

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