Creado en: febrero 11, 2024 a las 12:18 pm.

Alicia Rico

Únicamente otra Alicia, Alicia Alonso, ha logrado superar las ovaciones que conquistó en su vida esta singular figura del teatro popular cubano. Ella y Candita Quintana recibían, noche tras noche, en el teatro Martí, cerrados aplausos con sólo aparecer en escena. Si bien es cierto que Garrido era la figura más popular del teatro, y que Piñero gozaba de amplia simpatía, a la hora del aplauso del público Alicia superaba al negrito y al gallego, ya que quizás “el respetable”, como le llamaban, premiaba su naturalidad en la actuación. Si Garrido se pintaba de negrito en las obras, Piñero utilizaba largos bigotes y boina para hacer el gallego, y Candita tenía que dejar en el camerino su melancólico pesimismo para convertirse en la mulata zafia de los sainetes de solar, Alicia era Alicia, en el bar de la esquina, en la bodega, en su casa o en el teatro. Cuando se asomó por vez primera a un escenario, lo hizo como cantante del coro. Ella misma se describía, aplicándose la letra de un tango, como “flaca, fané y descangallada”. Dirigía la orquesta el maestro Gonzalo Roig, ya por entonces cargado de prestigio y figura muy respetada por los cómicos. Alicia cantó su pequeña parte en un rincón distante del proscenio. El Maestro hizo sonar la batuta reiteradamente. Preguntó extrañado: “¿De quién es esa voz?” Alicia, dando un paso al frente, como para que Roig la viera, le contestó: “Mía” y preguntó: “¿No le gusta?” Roig respondió autoritario: “No, es desagradable”. Alicia, como hizo después en muchas obras, proyectó su chillona voz hacia la última fila de lunetas y gritó: “Pues estamos a veintinueve iguales, porque a mí tampoco me gusta el ‘Quiéreme mucho’ ese de mierda que usted escribió”.

Aquella respuesta, que para muchos podría parecer una irreverencia y lo era, tuvo la virtud de provocar en Roig la más inesperada de las reacciones: una sonora carcajada. Como en los cuentos con happy end, fueron amigos para toda la vida.

Ella y Candita Quintana fueron las dos figuras femeninas más destacadas en el teatro Martí. Candita era más actriz. Me atrevo a decirlo ahora cuando Alicia no me puede leer, porque de otro modo me expondría a su explosiva reacción, tan temida por todos los que le conocimos. Alicia era más graciosa. También me atrevo a decirlo porque ya Candita no se va a enterar, porque de estar viva se echaría a llorar diciendo que no esperaba eso de un amigo. Así eran sus caracteres, tan dispares como hipersensibles. Candita no se parecía en nada, en la vida real, al personaje de mulata zafia que interpretaba. Ella se desdoblaba. Al salir a escena era otra. Su camerino oscuro, lleno de santos, perros y gatos, no tenía nada que ver con aquella mulata inquieta y bullanguera que iluminaba el escenario. Alicia era Alicia. En la escena y en la calle. Alicia bebía ron. Candita té. Cuando Alicia murió, Candita iba al cementerio a llevarle flores y a rezar por su alma. Alicia hubiera ido al bar de la esquina a recordar a su amiga entre chistes y tragos. Candita “hablaba” con Alicia cuando visitaba su tumba. Una vez le escuché decir:

—Hasta mañana, vieja.

Y acariciaba la tapa del panteón como quien le pone la mano en el hombro a un ser querido. Alicia hubiera derramado un poco de ron sobre el piso de cualquier bar:

—A tu salud, Canda.

Nunca me expliqué cómo seres tan distintos pudieron quererse tanto. Porque se adoraban.

Ya al final de su carrera, mientras interpretaba un personaje en una de mis obras, Alicia empezaba la función sobria y ágil. Poco a poco iba perdiendo movilidad y en ocasiones se le enredaba la lengua. Di órdenes precisas a su vestidor para que no le entrara bebida al camerino. Lo amenacé con sacarlo del teatro si Alicia volvía a salir ebria al escenario. Pluto, como le decían a su fiel cachanchán, me juró que jamás le facilitaba un trago, pero yo notaba que Alicia, a medida que avanzaba la obra, iba perdiendo facultades. Hablé con ella. Me mandó para donde ustedes se imaginan. Una noche llegué al teatro embargado por problemas personales. Necesitaba, con toda urgencia, un trago. Fui al camerino de Alicia. Le conté mis problemas y le dije que necesitaba un trago. Le rogué que me lo diera.

—¿A ti, para que me eches pa’lante? ¡Ni una gota aunque te mueras de sed!

Insistí. Rogué. Alicia era una mujer muy generosa. Lo dudó todavía unos instantes. Por fin se decidió, y abriendo el pequeño necesser donde llevaba sus útiles de maquillaje, sacó un pequeño spray de plástico, que originalmente contuvo laca, y me dijo:

—Abre la boca.

Y me atomizó entre los labios una buena dosis de carta blanca Caney. Fui a darle las gracias y me interrumpió diciendo:

—No hay de qué. Ahora somos cómplices.

La ríspida Alicia de los sainetes del Martí se parecía mucho a la Alicia de la vida real y, sin embargo…

El Espada, su esposo, apuntador del teatro, había muerto en el escenario del Martí. En una función homenaje a Alicia no pudo resistir la emoción que le causaron los aplausos que le tributaban a su compañera en la vida y se sintió mal. No hubo tiempo de trasladarlo a centro asistencial alguno.

Desde entonces una idea, muchas veces manifestada, tomó cuerpo en Alicia Rico:

—Yo también quiero morir en el escenario.

Enferma del corazón, seguía trabajando. Hasta un día en que no pudo más y fue ingresada. Se acercaban el fin de año y las fiestas por el aniversario del triunfo de la Revolución, y el médico le impedía volver a la escena. Nada peor para los viejos cómicos que la separación de su público. Y Alicia rogó, exigió que la dejaran trabajar. Colocado en un difícil trance, el cardiólogo que la atendía mandó citar a los directores del grupo teatral (Martha Denis, Eduardo Robreño, Rodrigo Prats y el que escribe) y les planteó la situación en que se encontraba. El trabajo podía matarla, pero la angustia de saberse fuera de la temporada, alejada de su público, también podía resultarle fatal. Se pactó, entonces, que trabajara, pero que no hiciera mucho esfuerzo físico:

—Que baile una sola rumba al final y nada de repeticiones.

Como director artístico del Grupo en aquel momento, debía hacer cumplir la orden del médico, y aquella noche hizo la obra. Al final bailó la rumba y cayó el telón. El público rugió estremeciendo las paredes del Martí. Yo me encontraba situado en un lateral por donde ella debía hacer mutis. Al salir del escenario, me gritó:

—Óyelos como aplauden. Que el maestro vuelva a entrar con la música.

Me negué. Me ofendió. Escuché, imperturbable, los horrores que me dedicaba. Entonces se asomó al lateral y le hizo señas al maestro Prats para que atacara de nuevo con la rumba. Prats me miró. Le hice señas de que no tocara. Bajó la batuta. Alicia se volvió hacia mí como una fiera herida:

—Oye a ese público. Nadie tiene derecho a defraudarlo.

Insistí en mi negativa. Volvió a gritarle a Prats:

—Música, maestro. ¡Música!

Rodrigo Prats, profesional disciplinado, conociendo cual era mi responsabilidad, volvió a mirarme desconcertado. Entonces Alicia, dedicándome un fuerte epíteto, me amenazó: —Si no le ordenas a Rodrigo que dirija la orquesta, voy a salir a decirle al público que ustedes no me dejan bailar para ellos.

Y se dirigió hacia la salida para cumplir lo anunciado. El maestro Prats interpretó mi gesto y rompió la rumba. Fueron seis repeticiones aquella noche. Radiante, satisfecha, transformada, cuando decidió por sí misma dar por terminada la función, entró por el lateral gritándome:

—Oye como están. ¡A mí me roncan!

Al día siguiente se repitió la función. Pero aquella noche, a petición nuestra, que apelamos a sus sentimientos más nobles, sólo hizo dos repeticiones. Al terminar la función, y cuando se dirigía al vestíbulo, todavía con el maquillaje de la obra, palideció súbitamente y se desplomó para siempre.

Nunca me perdonaré el haberla convencido para que limitara sus repeticiones de la rumba. Impedí, con aquella decisión, que muriera tal como lo había deseado y que escribiera el lógico final de su bonita historia de amor.

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