Creado en: diciembre 31, 2023 a las 09:58 am.

Una historia de fin de año

Recuerdo el primero de enero de 1933. Existía una especie de superstición o cábala entre las gentes. Si uno lograba pasar felizmente el primer día del año, eso garantizaba que iba a ser feliz en los doce meses restantes. Y aquel día nos fuimos para la casa de Manuela, mi prima, que vivía en una playa cercana. Acordamos hacer una paella para el almuerzo. Éramos unos veinte comensales posibles. Los pescadores de la playa contribuyeron con algunas colitas de langosta y muelas de cangrejo. Los invitados de extracción campesina se pusieron con un pedazo de puerco o medio pollo. Otros, con media libra de arroz o un paquetico de bijol. Lo que se pudiera.

Era, en verdad, un gran sacrificio. Pero había que cumplir con la tradición. Un sentimiento oposicionista, subyacente, hacía que aquel almuerzo se convirtiera en algo simbólico. La cábala era clara. Si éramos felices en el almuerzo, y comíamos abundantemente, eso garantizaría un año de abundancia para todos, lo cual significaba que Machado no estaría en el poder. Era, pues, una especie de paella protesta. Como sacar una procesión para que llueva. Mi prima Manuela se encargó de confeccionar la paella en una inmensa caldera de barro.

Era una verdadera especialista. Y después de preparar el sofrito, plantó la caldera a eso de las once de la mañana, mientras el grupo de hambrientos comensales tomábamos una meneá (aguardiente con azúcar prieta) para entretener el estómago.

La operación culinaria duró más de tres horas. Se cocinaba sobre una pequeña hornilla de carbón vegetal. Recuerdo que los ojos de los presuntos comensales fueron olvidando cualquier otra preocupación, para prenderse, todos, en la hirviente caldera. Alguien comentó en voz alta:

—Hay quinientos que te están velando.

Poco después, la impaciencia. El querer precipitar los acontecimientos:

—Ya eso está. ¡Bájalo!

Y la autoridad de la especialista, imponiéndose ante la indisciplina:

—Todavía el arroz está duro por dentro. Y esto tiene que ser una obra de arte. Algunas horas después, quizás tres, la paella quedó lista.

Manuela distribuyó, con gracia de artista, los pimientos morrones, y dispuso las muelas de cangrejo en posición de defensa antiaérea. Anunció, con júbilo, que le iba a dar el toque final. Pidió, con autoridad indiscutida, la atención del público. Y tomó de la alacena un pomo color ámbar, para rociar el arroz con una abundante ración de aceite, explicando que eso hacía que el sofrito se esparciera, distribuyendo el sabor entre todos los ingredientes. Con verdadero virtuosismo profesional, paseó el pomo, haciendo figuras geométricas sobre pimientos morrones, colitas de langosta, muslos de pollo y demás pormenores, no menos apetitosos.

De pronto: ¡la tragedia! Se había equivocado de pomo. ¡Era luz brillante! ¡El desastre!

Alguien propuso lavar la paella con agua caliente. Se hizo, y nada. Un viejo exclamó, con lágrimas en los ojos:

—Ni aunque la laven con jabón Candado y cepillo de raíz.

Todos vimos, en aquello, una premonición, un trágico augurio. La cábala era clara: no se caería Machado y seguiríamos pasando hambre. Pero solo se confirmó a medias, porque el 12 de agosto de ese año se cayó Machado, con el júbilo de todo el pueblo. El hambre, sin embargo, siguió igual.

El primero de enero de 1959 amaneció con un sol distinto:

¡Hasta el sol de hoy!

Felicidades, lector amigo.

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