Creado en: febrero 4, 2024 a las 10:42 am.

Rodrigo Prats

Quizás una de las figuras más respetadas, por no decir temida, en el teatro musical cubano, fue este autor y director, uno de los grandes de la zarzuela cubana. Su sentido de la disciplina y su indiscutida capacidad técnica eran motivo de admiración. Quien no haya tenido la oportunidad de escuchar la entonación con que artistas y músicos le llamaban Maestro, no puede imaginar siquiera el grado de profunda veneración que puede encerrar esa palabra. Rodrigo era, de hecho, un Maestro.

Prats, invariablemente, cuando la monotonía de los ensayos empezaba a resquebrajar la disciplina, sobre todo en los últimos tiempos, tiraba la batuta y abandonaba el teatro. Y allá iban, a su casa, guionistas desesperados, directores artísticos angustiados, intérpretes histéricos, a tratar de convencer al Maestro que, invariablemente, se negaba a regresar:

—Busquen a otro director. Ya no trabajo con ustedes.

Olga, su dulce esposa, con una amable sonrisa despedía a los visitantes con una frase esperanzadora:

—No se preocupen. Mañana él va a ensayar.

Y efectivamente, iba. Pero nadie se atrevía, a partir de entonces, a romper la disciplina establecida.

De su sentido de la rectitud en el trabajo es buena muestra la anécdota que contaba una actriz, de cuyo nombre no voy a acordarme porque lesionaría su vocación de cantante. La joven era una magnifica comediante, pero entre sus más caros sueños acariciaba la peregrina idea de convertirse en una especie de Edith Piaf criolla, discreta en el vestir, capaz de impresionar al público con su voz. Le confió sus ilusiones al Maestro y le pidió que le hiciera una prueba y que le diera su opinión sincera sobre sus posibilidades. Accedió Prats. El día indicado ella había montado, con el propósito de impresionarlo, su ópera prima: “Una rosa de Francia”. El Maestro se sentó al piano y preludió esperanzado. Se alzó la voz de la actriz aspirante a emular con la Piaf:

—Una rosa de Francia…

Prats detuvo el acompañamiento y comenzó a hablarle con amable serenidad:

—Basta. Es suficiente. Mira: eres bastante desafinada, pero con un buen profesor como el maestro Rendón, por ejemplo, puedes superar esa dificultad. Eres descuadrada, pero a base de estudio y mucha dedicación puedes mejorar ese defecto. Yo mismo podría ayudarte, pero… tienes una voz desagradable, y eso no hay Dios que lo arregle. ¡Con eso tienes que nacer!

Así de directo y justo era el maestro Prats cuando del trabajo musical se trataba. Y sin embargo, nunca se supo de dónde salían los rápidos taquitos que hacían blanco en las piernas o en los brazos de las actrices y actores que interpretaban personajes en las obras que él dirigía. Muchos sufrieron sus impactos en el momento en que decían sus parlamentos o cantaban la salida de una zarzuela.

Cuando era Roig quien dirigía, cesaban los taquitos. Los empresarios empezaron a sospechar sabotajes de la competencia y hasta pensaron en un psicópata obsesionado por los éxitos de Prats. Tanto, que distribuyeron por el teatro, en ocasiones, acomodadoras y porteros encargados de descubrir al autor de aquella extraña agresión.

La vida me dio la oportunidad de descifrar el misterio. La noche del estreno de mi obra Voy abajo, para la que Rodrigo había escrito una bellísima música, quise darle mi impresión anticipada, observando, desde el escenario, la reacción del público. Desde un lateral busqué la mirada del maestro Prats para indicarle, por señas, mi satisfacción por lo que ya se vislumbraba como un seguro éxito. Pero él no podía atenderme. Estaba muy ocupado, en ese momento, afinando la puntería para clavarle en una nalga a Candita Quintana uno de aquellos misteriosos taquitos.

Entonces supe lo que después le escuché a la Original de Manzanillo: “Todos tenemos un poquito, un poquitico de muchachos”.

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