Creado en: mayo 5, 2024 a las 09:20 am.

Raúl Ferrer

En una ocasión le pedimos a Raúl Ferrer, maestro, poeta, ensayista, improvisador de décimas guajiras y, sobre todo, un río abierto de cordialidad criolla, que nos contara alguna anécdota suya. Fue entonces cuando nos dijo:

—Se cuenta, casi siempre, el ridículo de los demás, pero el propio se guarda celosamente. Esto priva al humorismo de un excelente material.

Y, predicando con el ejemplo, nos contó lo que le sucedió, hace ya algunos años, en su entrañable y natal Yaguajay:

Tenía anunciada la visita del poeta de Santa Clara, Enrique Martínez, que vendría a comer con nosotros a las seis y media de la tarde. Raquel se movilizó para ponerle una comida digna de su visita. Nuestros recursos eran escasos. Pero se hizo. Sabía que a Enrique le gustaba el vino tinto frío, cosa que no será muy correcta gastronómicamente, pero era así. Compré dos botellas de vino, y como no teníamos refrigerador, ni nevera, decidí ponerlas a enfriar en el hotel Las Villas, que quedaba a dos cuadras de mi casa. Conseguí que me hicieran el pequeño favor y regresé a la casa feliz y contento.

Ayudaba a Raquel en la preparación de la comida y en esas gestiones fue avanzando la tarde. Al acercarse la hora de la llegada de Enrique, Raquel me advertía: Báñate y vístete para que vayas a buscar el vino tinto, que Enrique está al llegar.

Raúl evoca entonces su ducha con un jarro de lata, y la voz de Raquel que le advertía:

—Apúrate, Raúl, que por ahí viene un automóvil de Santa Clara y en él debe venir Enrique.

Y agrega:

Me sequé rápidamente y, más rápidamente aún, me puse la ropa y salí, casi corriendo, para el hotel Las Villas a buscar mis dos botellas de vino, ya frías.

Regresé por la calle real de Yaguajay, con una botella en cada mano, y apreté el paso, para llegar a tiempo a mi casa y recibir, como era debido, a mi entrañable camarada. Pero sucedió lo inusitado: justamente frente al edificio de La Hermandad Ferroviaria, uno de los lugares más concurridos de Yaguajay, estornudé, y como, en el apuro, se me había olvidado ponerme el cinto, se me cayeron los pantalones.

Lo lógico hubiera sido que pusiera las dos botellas en el suelo y me llevara los pantalones a su sitio. Pero al verme en calzoncillos en un lugar tan céntrico, sólo se me ocurrió agacharme, como una gallina clueca, y recorrer con mirada ansiosa toda la calle para saber si alguien me había visto en aquella ridícula circunstancia. ¡No había nadie en la calle! Suspiré aliviado. Me puse de pie, cogí las dos botellas con la mano derecha y con la izquierda sostuve, por una trabilla, el escurridizo pantalón. Estaba en esa operación cuando salió de atrás de una columna de una de las casas cercanas la exclamación que aún resuena en mis oídos. El único testigo de mi ridículo, atiplando la voz para que no pudiera reconocerle, me gritó con todas las fuerzas de sus pulmones:

—¡Aguaaa!

Sólo quien haya llevado alguna vez en la cabeza una colombina o un catre, puede imaginar la fuerza destructiva de una expresión tan inofensiva. Juro que mis calzoncillos estaban limpios. Acababa de bañarme y vestirme. Y, sin embargo, el grito tuvo la cruel virtud de hacerme tambalear. Aprendí, entonces, que si hay miradas que tumban cocos, puede haber exclamaciones que derriben a un hombre.

Raúl termina su narración afirmando:

—Nunca supe quién fue el agresor.

Hoy, al publicar esta anécdota, tenemos la remota esperanza de que el autor de aquella aplastante exclamación se dé a conocer, para que Raúl, que tanto lo merece, pueda dormir tranquilo.

Casi todo lo referido a Raúl lo he contado. En periódicos, libros, conferencias y charlas, el nombre de este maestro, criollo y original, ha sido casi una constante en mis trabajos. Su amistad fue una de esas cosas buenas que suelen ocurrirle a uno en la vida. Discutirle sus méritos literarios, como algunos han hecho, me parece una miopía crítica. Pienso que su vida toda fue un poema. La campaña de la alfabetización, su esfuerzo por la lectura, su firme posición junto al pueblo, constituyen una epopeya, aunque no la haya escrito Lezama Lima. Y, de cuando en cuando, se nos aparecía con un poema que calaba en lo más profundo del alma del cubano. Baste el “Romance de la niña mala”, musicalizado o no, para situarlo en una categoría literaria no muy reconocida por los especialistas: la de los poetas que llegan. Y emocionan. ¡Y fundan! Raúl nos habló de la escuelita del central Narcisa donde un día, sorprendido, un amigo encontró a todos los niños descalzos, y también descalzo al joven profesor:

—Raúl, dicen tus alumnos que tú les has dicho que deben andar sin zapatos para que les penetren por los pies las fuerzas telúricas de la enseñanza. ¿Qué locura es esa?

—Nada, chico, que había más de veinte niños que no tenían zapatos y no venían a clases por la pena de sentirse inferiores. ¡Ahora todos andamos descalzos!

Y los zapatos, depositados en la ceiba que ellos sembraron, y a la que llamaron Carlos Manuel de Céspedes, eran la prueba elocuente de la verdad-mentira del poeta: había menos zapatos que alumnos.

Domingo tras domingo lo llamaba para leerle mi colaboración en Juventud Rebelde y me sentía ampliamente retribuido al escuchar su risa del otro lado de la línea telefónica. Por él conocí simpáticas anécdotas de Manuel Navarro Luna, Onelio Jorge Cardoso, el villaclareño Enrique Martínez, Jesús Orta Ruiz y de otras tantas figuras nacionales con un denominador común: eran hombres del interior de la República. A mí también me parece un mérito ese singular detalle.

Supe, contado por él mismo, cómo construyeron un parque en Yaguajay rifando una ternera que nadie se sacaba, porque Raúl se guardaba la papeleta que iba a resultar ganadora, con el propósito de rifarla de nuevo, hasta que tuvieran los fondos necesarios para ejecutar el proyecto.

O el cuento de aquel líder campesino que le preguntó si el micrófono instalado en un mitin traspasaba los límites nacionales. Era un micrófono para amplificar la voz en el parque y solamente en el parque. Pero Raúl lo vio tan entusiasmado que le respondió que su voz podía ser escuchada a miles y miles de kilómetros de distancia. Fue una inocente broma en la que el campesino creyó fielmente. Y al tocarle su turno para hablar, comenzó su discurso diciendo:

—Camarada José Stalin. Camaradas del Soviet Supremo de la URSS…

Y también el concurso de décimas, con premios en metálico y obsequios de firmas comerciales, en el que Raúl impresionó al jurado leyendo un elogio en décimas a Naborí, en el que terminaba todas sus espinelas con un amable ritornelo:

…soy la décima guajira

y mi novio es Naborí.

Renunció públicamente a su participación en el concurso, diciendo que donde compitiera Naborí nadie más podría hacerlo, por ser éste el más grande de todos los decimistas. Claro que el premio del jurado, después del elogio, fue para su amigo. Cuando el jurado leyó el fallo, Naborí, entusiasmado, cayó en brazos de su panegirista, agradeciéndole lo que había hecho por él, tan desinteresadamente. Raúl le respondió:

—Desinteresadamente, no. Quédate con el dinero. Pero de las guayaberas y los pantalones que dan las firmas comerciales, tírame algo, que estoy tan necesitado como tú.

Cuando Raúl estaba al borde de la muerte, el enemigo inició una campaña internacional, pidiendo que quitaran a Fidel, que debía ser sustituido por un hombre más joven, que debía propiciar elecciones en las que él, Fidel, no fuera candidato, etcétera, etcétera.

Raúl, comentando esta campaña conmigo, me dijo:

—¿Cuándo tú has visto, en la pelota, que quiten a un pitcher porque lo pida el equipo contrario?

Y agregaba, riéndose:

—Si quieren que lo quitemos es porque el pitcher de nosotros está por la goma. ¡Y durísimo!

Ahora que la cubanía, la identidad nacional, y nuestras raíces culturales son objeto de un serio estudio, alguien debería profundizar en el pensamiento, la obra y, sobre todo, la psicología de este comunista con letra de Marx y Engels y música de Sindo Garay.

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