Creado en: abril 19, 2024 a las 06:00 am.

Alfredo Guevara, revolucionario, fundador

Escribir sobre Alfredo Guevara, su visión sobre el cine y el arte, sobre todo ahora que el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC) –del cual fue presidente fundador– acaba de cumplir 65 años, implica debatirse con la tentación de dejarlo hablar solo a él por intermedio de sus palabras.

Porque Guevara (La Habana, 1925-2013), incluso ahora cuando se cumplen 11 años de su muerte, sigue descollando por su pensamiento certero y nada acomodaticio sobre la cultura, la cinematografía, y especialmente sobre las relaciones de estas dos con la Revolución.

Antes de que dejara su impronta en el cine nacional con el surgimiento de la primera institución cultural luego del triunfo de enero del 59, ya acumulaba una trayectoria como intelectual y revolucionario, en las luchas estudiantiles y clandestinas, y en el exilio; en los estudios de Filosofía y Letras, las relaciones con el teatro e instituciones culturales, y en la realización de un documental experimental y de denuncia como El Mégano.

De tal forma pudo aquilatar desde muy pronto que la Revolución cubana no era  un simple entorno, sino «la restauración de la sustancia misma de nuestra vida»; así que aunque para entonces el movimiento artístico cinematográfico «era una ilusión, el sueño de un grupo de aficionados y estudiantes» y «no había otro panorama que el de la desolación», que la ley fundacional del ICAIC dejara asentado que el cine era un arte, no constituía ambición desmedida.

Se pretendía, afirmó él, servir de catalizador, establecer una fundamental cuestión de principios, operar como advertencia, y armar para el combate.

Desde entonces, las creaciones fueron muchísimas: la Cinemateca de Cuba, el Noticiero ICAIC Latinoamericano, la revista Cine Cubano, el Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC; asimismo, dio impulso al cine en las montañas, y al desarrollo de la cartelística.

De igual forma, se desempeñó también como viceministro de Cultura y especialista de políticas culturales y embajador ante la Unesco.

En todas esas responsabilidades y proyectos, mantuvo los preceptos de considerar a los realizadores como fuerzas sociales actuantes, y de defender que los artistas no solo crearan en libertad, sino que renunciaran tanto a la rutina como a quedarse solo en la experiencia ajena.

En ese sentido, la Revolución no era una limitación, sino un acicate: «Si un arte puede desarrollarse a plenitud, e indagar libremente, buscando su propia fisonomía, y si hace del pedernal hacha y del hierro palanca, si logra recrear su propio globo ocular para redescubrir el mundo a través de un nuevo prisma, si queda en condiciones de adentrarse en hasta entonces secretos laberintos abriendo insospechadas puertas, podremos decir no solo que está vivo, sino que el espíritu revolucionario, que le evita muros y sermones, es también su propia naturaleza».

De tal forma, la Revolución lo era, asimismo, de la conciencia y de sus medios de percepción y expresión; hacía a los creadores más sensibles y bien armados, y entregaba un método de trabajo de riqueza infinita, que favorecía la lucidez.

Por ello, no concebía el ICAIC como una industria en el sentido mecanicista que podría dársele, sino como aquella que tiene la tarea principal de crear una base técnico-material, y organizativa, y una atmósfera cultural y espiritual propicia al surgimiento y desarrollo de los creadores y de sus realizaciones, de la obra de arte.

SOY UNA INTERROGACIÓN

En una entrevista, Alfredo se definió como un humanista abierto que no cesaba de estudiar, que no se sentía capaz de alcanzar aquello con lo que todos soñamos: un nivel de la verdad. «Creo que todo es aproximación, y, por lo tanto, obligación de seguir y, en consecuencia, interrogación. Soy una interrogación», explicó.

El tema de la infinitud del conocimiento y de la necesidad de preparación del intelectual contemporáneo, lo preocupaba: «… el artista, el escritor, el cineasta o el científico cubano de nuestros días tiene que estudiar doblemente, cuidar de su formación filosófica y política. Las tareas de nuestra época adquieren tal magnitud y obligan de tan irrecusable manera que no hay otro camino. «Sin esa formación filosófica y política difícilmente podrán los creadores encontrar el modo de interpretar la realidad y de ayudar a la Revolución».

Esa defensa de lo genuino y de lo bello (otra de sus obsesiones), su convencimiento de que lo que hacía falta era siempre «abrir la puerta», y luchar por un socialismo culto, marcaron su visión sobre los procesos culturales.

El intelectual Ignacio Ramonet dijo que era «muy radical. Incluso intransigente. Patriota cubano absoluto. Fidelista (y raulista) integral. Muy crítico con todo». Justo por ello negaba haber creado el cine cubano; ese papel, afirmaba, era de los realizadores. No obstante, si así como él patentizó, la cultura es la historia, es la memoria, la suma refinada de cuanto un pueblo ha construido, con el talento y la brega de sus hombres y mujeres, ese quehacer diario y centenario que va forjando en la conciencia rasgos que ya son, desde un día, distintivos; entonces no puede explicarse una amplia zona de la cultura cubana revolucionaria sin la contribución de Alfredo Guevara.

Pensó e hizo, ideó y concretó, confió en la idea de un cine propio, que contara las raíces desde las raíces, y logró verlo. Creyó que los revolucionarios tenían que ser fundadores, y fundó.

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