Creado en: agosto 28, 2021 a las 08:06 am.

José Soler Puig, los nuevos bríos

Por Madeleine Sautié

Hace un tiempo el escritor Yunier Riquenes, en justo reclamo, lamentaba lo bajito que se oyó recordar en el día de su muerte a un autor insigne que tuvo a Santiago de Cuba, su ciudad natal, en el centro de una obra de la que falta mucho por decir.

José Soler Puig falleció el 30 de agosto de 1996, hace ya 25 años, y no el 2 de agosto como erróneamente reza en algunas publicaciones. Murió sosegadamente en esa urbe que fotografió con la precisión de su pluma, tras padecer una afección respiratoria. 

Es sabido que con 44 años de edad escribió su primera novela, la tan recordada Bertillón 166, que mereciera el Premio Casa de las Américas en su primera edición y fuera después –por más de cinco décadas y hasta hoy– un texto que forma parte de los contenidos literarios de la secundaria básica y que, al gozar de la preferencia de muchos de los estudiantes, constituye para no pocos el gancho que los condujo al mundo de la lectura. 

Si la mirada va por este rumbo, no es un desconocido este hombre que vivió para la literatura y hubo de «apurarse», aunque no lo persiguiera, para brillar en el catálogo de las letras nacionales. Sin embargo, varias circunstancias atentaron para que su altísima narrativa no fuera todo lo divulgada que merecía. En el caso de la novela El pan dormido, un clásico de la literatura cubana –con argumento centrado en la familia pequeño-burguesa de los Perdomo, en declive económico en tiempos de Machado, y una obra que, al decir de Mario Benedetti, era comparable con las de Alejo Carpentier–, se publicaría cinco años más tarde de su terminación, y aunque fuera traducida a varios idiomas, no llegaría a difundirse entre los intelectuales de la región.

Tratándose de un corpus narrativo de extraordinaria valía, venido de un autodidacta que devoró textos y escudriñó de otros medios lo mejor, para volcarlo en la escritura, obras como El caserón, El derrumbe, Un mundo de cosas y El pan dormido, bien merecen abordajes investigativos, que coloquen al autor en el sitial que le corresponde, si bien algunos reconocidos críticos, hace ya varias décadas, profundizaron en las técnicas narrativas en las que incursionó. Convendría, por solo citar algunos elementos, acercarse a las características del boom y del post boom, brillantemente expresos en su novelística.

Resulta oportuno recordar el magisterio de un hombre que convirtió su casa, ubicada en la calle 5ta. #555, del reparto Sueño, en un espacio de aprendizaje literario. De esas experiencias ha dado fe la escritora Aida Bahr, discípula suya que no en balde integró la comisión que celebrara en 2016 el centenario de Soler Puig. Sobre esa experiencia, Bahr ha referido que los participantes de aquellas tertulias, además de recordar apasionantes discusiones en torno al arte de escribir, «nos acercamos a un ser humano sin dobleces con un extraordinario sentido de la solidaridad y la lealtad».

Cierto es que este hombre modesto y singular –que albergó la grandeza de su talento y su integridad– no quiso alimentar famas ni soñar epitafios. Pero una cosa es la humildad que lo acompañó en su vida, la naturalidad con que asumió el final de su existencia, y otra muy distinta la necesidad imperiosa de que las nuevas generaciones estudien y disfruten las joyas literarias firmadas por Soler Puig. Ante el contraste, se imponen nuevos bríos y ha de ganar, por el bien de la cultura cubana, el despertar de tan preciado patrimonio, que debe ser parte de nuestros contemporáneos quehaceres. 

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