Creado en: diciembre 29, 2023 a las 10:51 am.

Juan Blanco y el cine cubano

El músico Juan Blanco. /Foto: Nelson Quincosa

Por Oni Acosta Llerena

Uno de los más extraordinarios maridajes del cine cubano ha sido con la música, aunque ello no demerita ninguna de las demás interacciones con otras artes, sobre todo después de la creación del Icaic. Si nos remontamos a una etapa lejana –pero a la vez transgresiva desde lo musical– cuando ocurrió la realización de El Mégano (1955), notaremos una fuerte influencia no solo desde un prisma conceptual resultante de la colaboración entre los jóvenes Julio García Espinosa, Tomás Gutiérrez Alea, Alfredo Guevara y José Massip.

Ellos, imbuidos por diversas vías en estéticas propias o influencias externas notables como el neorrealismo italiano, trazarían una línea que definiría, a todas luces, cómo debía ser el cine cubano a partir de entonces, tomando como tesis la superposición o participación de la vanguardia intelectual cubana, incluyendo a la música. Por ello, no fue casual que la música de este paradigma cinematográfico fuera encargada a uno de nuestros más sólidos horcones: el maestro Juan Blanco, iniciador de un movimiento desconocido en la Cuba de entonces, y cuyas líneas de gestación y consolidación morfológicas fueron concebidas íntegramente por él.

Cuando analizamos la apuesta visual y la narrativa sonora de El Mégano, podríamos concordar que ambas líneas creativas se complementan y son apoyaturas mutuas en enfatizar una tesis innovadora en su momento. Así, con esa tónica experimental y con evidente lenguaje de ruptura sonora, Juan Blanco irrumpe en un espacio de confluencias vanguardistas desde el cine, que a la larga transitó dejando su huella en varios filmes.

Dentro de sus colaboraciones cinematográficas, Blanco se reencuentra en 1959 con Gutiérrez Alea (Titón), para ponerle música a un documental encargado por la Sección de Cine de la Dirección de Cultura del Ejército Rebelde, titulado Esta tierra nuestra, y que fuera terminado poco tiempo después, ya bajo la creación del Icaic, en marzo de ese mismo año. En este material de 19 minutos, Blanco utilizaría técnicas como el atonalismo o la disonancia para crear la atmosfera requerida por Titón, además de la inclusión de sonoridades de lo que ya venía experimentando: la música electroacústica, de la cual es considerado su precursor en Cuba. Poco tiempo después, en 1962, Titón vuelve a confiar en la modernidad y coherencia sonora de Blanco, y lo convoca para Las doce sillas, en la que el lenguaje de transgresión musical creado por él para enfatizar el sentido lúdico de la trama, parte de una compleja reelaboración de códigos que se rompen, con mucho tino, para así continuar dinamizando al cine cubano con una visión crítica a la vez que contemporánea desde el plano musical.

Pero tal vez uno de los mayores retos para Blanco fue recrear musicalmente la historia contada en La inútil muerte de mi socio Manolo, dirigida en 1989 por Julio García Espinosa. Aquí logra contrastar, desde su atrevida construcción sonora, los elementos dramatúrgicos propuestos en el filme: un pequeño espacio donde ocurre la trama, la presencia de tres actores y un final trágico e inesperado. Sin duda una difícil apuesta musical, pero con un resultado extraordinario.

(Tomado de Granma)

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