Creado en: marzo 2, 2021 a las 07:40 am.

La amable botánica de Pablo Armando Fernández

Por Eugenio Marrón Casanova

A la sombra y el cuidado de su familia, alejado desde hace rato de la vida pública y sus compromisos, como un vetusto patriarca que descansa luego de dilatada y fructuosa travesía por una vida plena en acontecimientos y personajes, Pablo Armando Fernández arriba este dos de marzo a sus 92 años de edad.

Pablo Armando Fernandez Foto Cubarte

Nacido en el central Delicias de la entonces provincia de Oriente, el poeta cuya obra constituye uno de los momentos más altos de la lírica cubana de la segunda mitad del siglo veinte, ha sido un infatigable devoto del entorno natural y ello puede verificarse con creces al entrar en sus páginas. Desde poemas iniciales de su obra –escritos de 1947 a 1953–, recogidos en El pequeño cuaderno de Manila Hartman (Editorial Oriente, Santiago de Cuba, 2003), pasando por Toda la poesía (Ediciones R, La Habana, 1962), hasta los textos de espléndida madurez que abarcan buena parte de su poética entre 1963 y 1983, reunidos en Campo de amor y de batalla (Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1984), y sin dejar a un lado los bríos que se prolongan en títulos recientes como Reinos de la Aurora (Fundación Jorge Guillén, Valladolid, 2001) o il dilettoso monte (Ediciones Holguín, 2009), Pablo Armando Fernández ha dejado constancia de esa otra vocación que, aparte de la poesía, forma parte de su vida: la de botánico.

Experto y amante de las flores y los árboles, las frondas y las vegetaciones, y de modo especial las de Cuba y sus parajes más diversos, el poeta ha sido siempre seducido por todo aquello que demarca tales propiedades, también presente en sus predilecciones por la pintura de grandes maestros cubanos que, de una forma u otra, han hecho sus personales lecturas de la naturaleza primigenia insular y sus infinitos caminos. Tales condiciones no sólo se articulan como sostén para enaltecer exploraciones y afinidades, sino además expresando las visiones que el escritor guarda en sus cotos de mayor predilección: los reservorios del aprendizaje, la familia y el amor.

“La amable botánica de Pablo Armando” –me ha contado el poeta en alguna entrevista– llamaba su amigo Heberto Padilla a la devoción que aquel sentía por la naturaleza y por las plantas: búsqueda sin sosiego del paisaje como alimento espiritual, arborescencia para describir o recalcar los límites del tiempo ido, pero también prontuario de los afectos que convidan a la expansión en el calado de su escritura. Amapolas, crotos, helechos… El inventario de la naturaleza que puede hallarse en sus libros se explaya en luminosidades y sombras, a tono con los cortejos de la memoria.

Pablo Armando Fernandez De TV Cubana

El carácter elegíaco que viene a señalar buena zona de la poesía de Pablo Armando, tanto en los textos de pronta y solícita viveza, como en los que se dilatan en los apremios de remembranzas tan disímiles como vehementes –las certidumbres del amor, el paso de los años, los asomos del dolor, el recuento del pasado–, se abre no pocas veces con la “amable botánica” apuntada por el autor de Infancia de William Blake como su mejor presentación. Tal es el caso de la serena, doliente y luminosa Suite para Maruja –incluida en Campo de amor y de batalla–, que ya en los versos iniciales tiene en la flora su soporte:

“La primavera, dices, y escojo madreselvas,
geranios y begonias.
A casa vuelves con los pies mojados,
la falda llena de guisasos ásperos.
verbenas sin olor en los cabellos
y entre las manos, romerillo y malvas”.

En los poemas tempranos de Pablo Armando –afincados en los recuerdos de su infancia y adolescencia en el entorno del central Delicias– tiene la naturaleza –advertida siempre en la presencia protagónica de hierbas y flores– un despliegue que no resulta gratuito a la hora de una confesión muy precisa, como es el caso del “Poema 7” en Salterio y lamentación (Úcar, García, S.A., La Habana, 1953), en correspondencia con la serenidad de ánimo que la subraya:


“La flor del romerillo, el rastrillo

en el patio, abandonado.
Los arbustos de albahacas, aromosos.
La salvia, otras plantas que el Viernes Santo
sembró mi madre”.

Aquel protagonismo de “hierbas y flores” ya advertido, viene a alcanzar, con total dominio, una plenitud de orígenes en descripción que exalta la entraña del paisaje. En Toda la poesía, en la sección titulada “Islas” y que es parte de los “Cantos” –sección que bien puede tenerse como una reescritura muy personal del Diario de Navegación de Cristóbal Colón–, las plantas, más que datos a favor de una relación en extremo detallada, deslindan la intimidad del asombro a la hora de nombrar el bautismo de aquella perspectiva natural:

“Retablo alucinante del matorral:
cobre y oro de bayas gigantescas;
rumorosos jabillos, añil como el rocío, transparentes.
La yagruma senil, enmascarada, es un cautivo dios.
La monodia verde.
Juegan las voces en el matorral.
Juegan a ser el mar, el monte.
Juegan a ser el aire.
El ocre siempre es Rey
y elige entre sus máscaras.
Para él no existe cosa despreciable.
Las lilas son sus hijas,
las lilas abominan del veneno.
Entra el imaginador”.

En su novela Los niños se despiden, que conquistara el Premio Casa de las Américas en 1968 –y de la que uno de los miembros del jurado, el gran novelista peruano José María Arguedas, dijera que “Pablo Armando Fernández vive alucinado y consciente el infinito universo que forman los hombres, las plantas, los frutos cargados de las más diversas y prodigiosas esencias de la gran isla” –, la naturaleza y su caudal tienen un vigor excepcional que se dilata en visiones de plácido y aquiescente erotismo : “Y su aroma era embriagador, y cuando tocó a su frente despertó en ella el recuerdo del monte antiguo de maderas preciosas, y ella estaba tendida sobre una cama de hojas olorosas y frescas y transparentes como el rocío, y su carne era por dentro limpia y suave como la pulpa del anón, y por fuera pulida y luminosa como el cristal de las mostacillas…”.

Ejemplos igualmente a tener muy en cuenta se hallan en su novela Otro golpe de dados (Editorial Letras Cubanas, 1993), saga familiar afincada en el siglo XVIII, mosaico admirable de historias y personajes en torno al establecimiento de los colonos cafeteros franceses en las serranías adyacentes a Santiago de Cuba. La mirada del novelista así lo confirman sin olvido de su condición de poeta: “Las resedas estaban florecidas. Sus racimos de variado color desafiaban a las flores de los cafetos que, desde las copiosas y redondas ramas, hacían ostentación de su blancura. Y era una fiesta ver el ámbar y el dorado, el gualda y el jalde y todas las gamas del verde y el amarillo en naranjas, toronjas, pomelos, mandarinas y limones. Y era una fiesta para el olfato. Anduve despacio a la sombra de las tupidas frondas de los mangos hasta donde las matas de plátano exhibían sus hermosos racimos verdes, y el aire de la mañana arrullaba tiernamente las pencas de los cocoteros, semejantes a abanicos de plumas enormes”.

Hace años, en una entrevista incluida a manera de epílogo en Lo sé de cierto porque lo tengo visto, antología de sus poemas que tuve la satisfacción de hacer para la Editorial Plaza Mayor, de Puerto Rico, en 2002, el poeta me confesaba algo que resulta cardinal a propósito de estas líneas: “La búsqueda infinita de lo cubano me conducía siempre al paisaje”. Sobre esa búsqueda, precisamente, podrían ubicarse las palabras de José Lezama Lima cuando advirtió, a propósito del autor, que “su poesía tiene algo de la yagruma con luna, pero después despierta en la madre del gran río americano”. En esa corriente anida el soplo de la amable botánica de Pablo Armando Fernández.

(Tomado de Radio Angulo)

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *