Creado en: abril 30, 2023 a las 12:12 pm.

Poeta del silencio vivo

Fina García Marruz. /Foto: Yordanka Almaguer

Por Yeilén Delgado Calvo

El libro no tiene la apariencia impoluta de las piezas de colección. En su lomo resaltan las cicatrices de las muchas lecturas, quizá tenga alguna mancha de café y otras de agua; hay versos subrayados, marcadores sobresaliendo de las páginas. Todo en él habla de la experiencia de quien quiere retener cada sensación leída, poseer, maravillarse una y otra vez.

Porque a la poesía completa de Fina García Marruz no puede entrarse si no es desde la veneración a lo sublime y no se sale sin entender que la vida es una esencia superior, un misterio humano inalcanzable y, sin embargo, tan manifiesto, sobre cuyas huellas hay que volver de continuo.

La obra de Fina, desde sus poemas casi adolescentes hasta los de la madurez total, es la de una mujer con la capacidad de hallar y encontrar lo poético en todas partes, pero sobre todo en esa cotidianidad que a veces, por no saber mirar, nos resulta tan ramplona.

Una mujer que escribe, por ejemplo: Nada me gusta más que ver en las mañanas / cuando voy al trabajo, los frescos descampados, / donde entre hierros viejos y desechos que aún arden / florecillas menudas pálidamente brillan.

Ella hablaba del geranio visto por vez primera, de una mudanza, de la muerte del héroe… siempre con igual desnudez emocional, con honestidad, al encuentro de lo que llamó «una dimensión desconocida de lo evidente».

No en balde, en la contracubierta del libro Visitaciones, Eliseo Diego escribió que allí estaban «algunos de los poemas de más apasionada belleza que se hayan compuesto en lengua española desde que asomó el mil novecientos».

El crítico literario Enrique Saínz fue igual de enfático al destacar de ella su capacidad para ver y sentir el ser de las cosas, y asegurar que es la suya «una estatura absolutamente universal, a la altura de los más estremecedores poetas».

Pero quizá uno de los mayores méritos de Fina radica en que en su palabra no se trasluce esa autoconciencia del propio valor. Quería «escribir con el silencio vivo» y así lo hacía; se la lee y parece que nos susurra, pero lo que dice es de una inteligencia tan honda, y penetra con tanta certeza justo al centro de sensaciones por todos conocidas, que su voz se alza inmensa.

La casa, la luz, los azules, la religiosidad, Cuba y su esplendor, la pobreza, la memoria… se entremezclan en un conjunto de belleza tremenda, pero que no aplasta porque se apropia de la sencillez que pretende reflejar.

Esa economía de recursos, unida –aunque pudiera parecer paradójico– a un uso exquisito de la plasticidad del lenguaje español, tiene referentes inconfundibles. Martí es uno. Hay en los versos de Fina y en la cosmovisión tras ellos, un claro aliento martiano. Poeta en todos los órdenes, y no solo en el exclusivo de la lírica, estudió con fervor al Apóstol, deslumbrada por su eticidad. Fue también una ensayista esencial de la lengua hispanoamericana.

Puestos a desentrañar sus aciertos y valores, quedan lejos los límites. ¿Quién mejor habrá apresado en versos la nostalgia consustancial a la maternidad?: Hijo mío: si al fin mi vida pierdo / y no hallasen mis días su justificación / siempre tendré esta mañana en que me besas seguido como un pájaro, / – pegada tu nariz a mi mejilla oscura. Hay que ir a su poesía para entender mejor esa dulce tristeza que sentimos frente al rostro hermoso de un niño que se nos hará hombre.

Fina García Marruz es un monumento de la cultura cubana, pero no de los de mármol y grandes conjuntos, sino a la manera de aquellas flores silvestres que como el romerillo son útiles por la belleza sin estridencias y por los jugos que curan.

(Tomado de Granma)

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