Creado en: enero 10, 2024 a las 06:39 am.

Mirtha Ibarra, una vida para no olvidar

Enamorada del cine y la posibilidad de trascender el paso del tiempo no sabía Mirtha Ibarra, mientras interpretaba a Nancy en Fresa y Chocolate, que estaba haciendo historia en el séptimo arte cubano y fuera de fronteras. Tal vez solo fue consciente del fenómeno en que se convertiría el largometraje dirigido por su esposo Tomás Gutiérrez Alea, Titón, y por Juan Carlos Tabío cuando un público emocionado la ovacionó en el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana en 1993. En el año 1994, justamente tres décadas atrás, sería la primera película en representación de Cuba que obtuvo una nominación —en la categoría de Mejor Película Extranjera— en los Premios Oscar.

30 años después y convertida en uno de los rostros más icónicos de la pantalla grande Mirtha interpreta sus personajes con la misma pasión que cuando comenzó en el teatro o cuando estuvo por primera vez frente a cámara en La Última Cena (1976).

Mirtha, usted con 14 años partió al oriente cubano como parte de la Campaña de Alfabetización. ¿Cómo fue la experiencia?

Primero debo decirte que mis padres se opusieron y que llené la planilla a escondidas. Yo estaba en una escuela privada porque mi padre era amigo del cura que dirigía la escuela y le había facilitado que yo estudiara ahí Secretariado Comercial. Fui una de las pocas por supuesto de esa escuela que fue alfabetizar porque era una escuela de clase media a la cual yo no pertenecía porque mis padres eran obreros. Ya después les exigí que siendo revolucionarios yo tenía derecho a ir para allá y me fui bien lejos. Realmente siempre he sido muy rebelde y siempre me ha gustado la libertad de elegir y de decir lo que pienso. Era una niña rebelde, muy rebelde, siempre.

Entonces me fui a la Sierra Maestra a un lugar que queda en Alto Songo (actualmente Songo–La Maya). Para mí una experiencia muy difícil porque me llevaron tres veces a que alfabetizara a una señora y las tres veces la señora me botó de su casa y dijo que no quería aprender. Yo me sentía muy triste y le decía a la maestra voluntaria que yo no quería ir porque la señora no quería aprender hasta que ella decidió que sí porque ya estaba obstinada de que me trajeran. Me advirtió que ella pondría la condición de que yo debería recoger café. Me levantaba a las cinco de la mañana y me iba con los dos haitianos a recoger café. Ella me preparaba una harina medio dulce que se le llama cerencé en Oriente y era la misma comida llevaban los haitianos. Ahí poco a poco ella aprendió a leer y hasta le escribió a Fidel una carta pidiéndole unos espejuelos.

Para mí realmente fue una de las experiencias más grandes que yo he tenido en mi vida porque me catapultó de la adolescencia a la madurez. Es decir, todo lo que yo aprendí a pasar trabajo, todo eso me ha servido en la vida para si me tengo que tirar aquí en el suelo y dormir esta noche, me tiro ahí y duermo bien. Puedo hacer cualquier cosa, perdí todos mis miedos. No le tengo miedo a nada: ni a los alacranes, ni a las arañas peludas, ni a las serpientes. Para nada. Y todos esos miedos los perdí en la Sierra. Así que tengo que darle muchas gracias a la alfabetización por esa madurez que me que me dio de golpe.

Mirtha Ibarra junto a Jorge Perugorría y Vladimir Cruz en Fresa y Chocolate

Hace algunos años usted decía que «El arte es un don inexplicable. Cuando se apodera de ti es para no soltarte jamás. Te habita desde que naces, como la sangre que te recorre de pies a cabeza, y dicta tu destino, no importa dónde vivas». ¿Cuándo se dio cuenta Mirtha de que viviría para el arte?

¡Ay!, desde que tenía cinco años. O menos. Yo a los cinco años ya recitaba en la sociedad que era el lugar más importante del pueblo en San José de las Lajas, donde yo nací, ahí declamé poesías y fue muy lindo porque estuve en el escenario por primera vez. Además en mi casa me ponía los tacones de mi mamá, me vestía y me ponía al frente del televisor e impedía a las personas que venían que vieran la televisión para que me miraran a mí. El de mi casa fue uno de los primeros televisores en la cuadra porque se compró a plazos y era el segundo televisor en la calle así que venía mucha gente a verlo, entonces yo me ponía en medio para que me tuvieran que mirar a mí.

Una vez me compraron un par de castañuelas porque me gustaba mucho el baile español y al final me las escondían por días o por semanas porque aturdía a mis padres con las castañuelas todo el tiempo por toda la casa. Cuando mi padre y mi madre no podían más entonces me mandaban al fondo del patio para que yo allá por la ausencia de público desistiera.

En sus inicios en la actuación formó parte de Joven Teatro de Gerona y luego de Teatro Estudio. ¿Cuánto aportó el teatro a su formación como artista? ¿Cuáles cree que son sus principales diferencias con el cine?

A mí me aportó mucho el teatro. Yo creo que el teatro es la escuela. Tanto en Teatro Estudio, como en el Teatro de Arte Popular, como en el Bertolt Brecht. Yo fui recorriendo casi todos los grupos de teatro haciendo obras con distintos directores; con directores rusos, con Eugenio Hernández Espinosa con quien aprendí incluso que yo era capaz de hacer comedia porque a mí lo único que me gustaba era el drama y haciendo Tema para Verónica empezaron a reírse todos los que estaban viendo el ensayo yo me paré y dije: « ¿De qué se ríen?», y me dijeron: «De ti y de las cosas que haces». Y así fue que hice Tema para Verónica, que me gané el premio de actuación ese año con la obra y el personaje de Verónica.

Con Eugenio aprendí muchísimo porque con él hice Obba y Changó, Oyá Ayawá y El venerable. Tuve que tomar clases de folclor, inclusive iba al grupo folclórico a tomar clases que Eugenio también daba ahí. Aprendí todos los bailes folclóricos, a bailar Oshún, Changó, y me aportó mucho.

Pero yo cuando descubrí el cine, me enamoré del cine. ¿Y el cine por qué? Porque realmente la gente siempre habla de que el encanto del teatro es tener el público allí. Es verdad que es un encanto grande sentir que tú llevas al público hacia donde tú quieres, hacia la risa o hacia el llanto, esa cosa de que se crea una energía entre el público y tú. Pero es que el cine también lo hace con todos los técnicos, los técnicos son tus primeros espectadores. La diferencia es que el cine tiene la perdurabilidad. A todos nos encanta perdurar ya sea en un hijo, ya sea en un mueble que realizaste, ya sea en una en una sinfonía que compones, ya sea en una obra que escribes. A todo el mundo le encanta perdurar porque esa cosa de que te mueres y se acabó todo es muy triste. Te fuiste y no dejaste nada para que te recuerden, no.

Entonces eso es lo que tiene del cine. Que años después yo veo Hasta cierto punto del año 83 y me complace. Y el cine tiene otra cosa también: que te puedes criticar. Tú ves la película y dices: «Aquí tenía que haber hecho esto y no lo hice». Te criticas, mejoras… en el teatro no. En el teatro un día puede que creas que estás maravillosa y el director te dice: «¿Qué te pasó hoy que estabas bajita?»; y otro día crees que estabas mal y te dicen: «Estuviste perfecta hoy». ¿Entiendes? Entonces eso de la perdurabilidad a mí me encanta.

Existe el mito de que usted rechaza trabajar en la televisión aun cuando participó en El hombre que vino con la lluvia, Shiralad y Los pasos hacia la montaña. ¿Hay algo de realidad en esto? ¿Existe algún motivo por el que la televisión no le resulte atractiva?

No, no, para nada. La televisión sí me resulta atractiva. Lo que pasa es que después de eso no me han propuesto más nada que me interese. Me propusieron una cosa de un monólogo que no me atrapó. Porque tengo que ver que está bien escrito, que tiene calidad. No me interesa trabajar en algo que lo leo y no me satisface.

Pero todas esas cosas las disfruté. Shiralad me encantó, era un personaje que se transformaba… esa bruja. Esos eran programas que estaban bien escritos, bien dirigidos. Eso es un mito, yo sí quiero trabajar en televisión y nunca más me han propuesto nada porque se ha creado toda esa atmósfera alrededor mío de que yo soy de cine nada más.

Usted declaraba en una ocasión «Es lamentable que cuando uno tiene la madurez alcanzada en este trabajo, no existan casi papeles para nuestra edad. Como si no tuviéramos amores ni conflictos, ni pasado ni futuro. No existimos». ¿Cree que la actuación es una profesión ingrata con quienes rebasan la juventud?

Yo creo que sí es ingrata. Resulta ser que cuando llegas a la madurez de tu profesión que controlas tantas cosas de actuación entonces no escribe nadie para ti. Y yo creo que sí, Meryl Streep de pronto hace papeles y ya ha llegado una madurez pero eso depende también de los lugares. A veces en Europa a la gente madura le dan personajes pero aquí yo veo que es muy difícil y yo creo que existen las tías, las abuelas, las madres para personas más adultas y es una pena porque es que uno ha alcanzado ya la madurez de la actuación.

Junto a Titón en unos de los descansos durante la filmación de la película Cartas del parque. Foto: Mirtha Ibarra

Su imagen está estrechamente ligada a la historia del séptimo arte en nuestro país pues ha participado en algunas de las películas más icónicas del cine cubano, en varias de estas cintas bajo la Dirección de Tomás Gutiérrez Alea. ¿Cómo era trabajar bajo las órdenes de Titón?

Muy exigente pero buscaba lo que quería y era realmente muy amoroso. Sabía siempre guiarte, era de esos directores que de verdad están seguros de lo que desean. Al mismo tiempo tenía un método para dirigir muy interesante. Cuando se iban a mover los actores les decían que se movieran libremente. Aunque él llevaba los croquis de dónde colocar la cámara y todo, cuando llegaba allí le gustaba mucho que el actor se moviera con soltura porque eso daba esa espontaneidad que tienen las películas de Titón, que no son nada acartonadas. No es el director que te dice: «Llega hasta la ventana, mira por la ventana, gírate». No, no, no. Era un poco moverse libremente el actor… y después él hacer los ajustes con el cámara. Eso realmente te daba una cierta libertad.

Por otra parte era el tipo de director al cual le gustaba que el actor siempre aportara porque estaba muy consciente y siempre lo decía, que el cine es un arte colectivo. Consideraba que tanto el sonidista, como el cámara, como los actores van a aportar. Y de todos recibía porque era muy receptivo en ese sentido.

30 años después Fresa y Chocolate se mantiene como una de las películas cubanas más queridas por el público y alabadas por la crítica. ¿Dónde cree que están las claves de este éxito?

Yo creo en que es una película muy honesta y que plantea problemas profundos no solo de nuestra sociedad sino que estaba tocando un problema universal porque la homofobia ha sido un problema de muchos países. El diapasón es más amplio. Yo creo que en eso radica el éxito de Fresa y Chocolate porque cuántas personas en el mundo son homosexuales y nunca han querido que se sepa. ¿no? Dar a conocer su orientación sexual. Han vivido su sexualidad de manera oculta y esta película es como «salir del armario».

En Madrid se me acercó una persona un poco madura y me dijo: «Yo le agradezco a Fresa y Chocolate que mi madre me haya comprendido a partir de que vio la película». Son anécdotas de cada individuo a las que de alguna manera les ha abierto las puertas espiritualmente esa película. Yo creo que ahí reside la trascendencia. Y que mira los problemas de la Revolución de una manera también muy honesta. Cuando Diego dice «Me voy porque no sé dónde poner el ladrillo» está hablando de una manera muy sincera, muy honesta, sin prejuicios, sin pensar en la connotación que puede tener eso.

En 2016 la realizadora Lourdes Prieto filmó —bajo el sello de la Productora de Audiovisuales Octavio Cortázar, de la UNEAC— un documental dedicado a usted. ¿Cómo asume una artista que su obra la ha trascendido y dejado huella en el público?

Bueno yo creo que lo fundamental es que eso no alimente tanto tu ego al punto de que te conviertas en una persona insoportable. Creo que uno no puede correr el riesgo de creerse que llegó a algún lugar, no. Estimo que esta es una carrera aprendizaje que cada personaje que tienes te enriquece y enriqueces tú culturalmente a la cinematografía de alguna manera. Ese enriquecimiento mutuo es una de las cosas más bellas de esta profesión. Tú estás conociendo personajes que están al mismo tiempo haciéndote como una biopsia de ti mismo, de lo que tú eres capaz de conocerte a ti mismo, porque este es un proceso simbiótico en el que te auto(rre)conoces de una manera más profunda porque conoces otros personajes y sabes que tienes algunas aristas que eres capaz de mostrar.

Lo que no puede uno es vanagloriarse de que «ya llegó». No. Uno no ha llegado, esto es una carrera de pasos y pasos y pasos en la que uno se va enriqueciendo y enriquece a la cinematografía. Uno nunca va a llegar a la perfección, por lo menos yo lo pienso así.

Recientemente se estrenó como actriz de voz en la serie de dibujos animados Titoverse de los Estudios de Animación del Icaic. Cuénteme sobre esta nueva experiencia.

Me encantó. Tenía mucho miedo porque yo nunca he hecho radio. Hay gente que ha hecho radio, yo no. Y tenía un poco de temor. Pero enseguida que empecé a grabar y que comenzaron a decirme: « ¡Ay!, genial, fantástico», me dio mucha seguridad el director y entonces me sentí muy bien, muy bien de verdad. Era una cosa nueva y creo que lo lindo de eso es que te das cuenta de que hay otros vericuetos en tu vida que puedes explorar y que aún no lo has hecho.

¿Cómo nace la idea de La Casa de Titón y Mirtha y cuáles son sus propósitos?

La Casa de Titón y Mirtha es un proyecto que hacía más de dos años yo lo había planteado, incluso en un congreso en el Palacio de las Convenciones. Allí se presentó una idea donde se hablaba del Centro Tomás Gutiérrez Alea porque la primera proposición mía fue Centro de Promoción e Investigación Tomás Gutiérrez Alea pero eso se quedó en el papel hasta que un día yo decidí mandarle un correo electrónico a Eusebio Leal. Eusebio inmediatamente me dijo: «Me encanta la idea. Ve buscando un local» pero yo me ponía por La Habana Vieja a caminar y no encontraba ninguno. Él se fue de viaje y cuando llegó me dijo: «Mirta, ya tengo el lugar. Ven a verlo». Era una vieja ferretería en malísimas condiciones que él convirtió en un centro lindísimo con su varita mágica que tenía y su hermosura de que se entregaba totalmente. Así fue como surgió pero unos días antes de la inauguración él me manda a decir con alguien: «Dile que no se llama así, que se llama Casa de Titón y Mirtha». Ya él estaba enfermo y no pudo venir pero me dio ese placer de incluirme a mí y de convertirlo en una cosa más cercana.

¿Cuál cree usted que es el papel de los jóvenes en el presente y el futuro del cine cubano?

Yo creo que es aprender, aprender de los maestros. Conocer la obra de Titón, conocer la obra de Humberto Solás, conocer la obra de Juan Carlos Tabío, conocer el cine cubano. Cuando yo tenía esa edad yo quería aprender de todo el mundo, de todo el que yo creía que podía aprender algo. Cuando estaba en la escuela de arte iba a los ensayos, hacíamos de extras en las obras de teatro, no teníamos prejuicios. Siempre aprendiendo de todo el mundo. Cuando uno empieza tiene que hacerlo. Inclusive yo ahora me siento que tengo que aprender. Aprendo de todo el mundo, con todos los directores que he trabajado: de España, de Venezuela, con todos los directores yo siento que siempre aprendo algo.

Es necesario que los jóvenes cineastas y actores cubanos revisiten todos estos clásicos del cine de nuestro país y después vayan para el cine europeo también y conozcan todos los clásicos del cine europeo, como hacíamos nosotros una vez a la semana ahí en la Cinemateca viendo los ciclos de películas de todos los clásicos.

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