Creado en: noviembre 15, 2023 a las 10:30 am.
Violaciones
Calculado o no, la violencia de género ha irrumpido en el vórtice temático de El derecho de soñar. ¿Igor o Daniela? ¿Cara o cruz? ¿Violador o violada? ¿Algo para quedar en el olvido o ser revivido? El debate social, sobre todo en las redes sociales, se ha calentado al máximo y, con toda sinceridad, está bien y mal, al mismo tiempo, que esto suceda, que por momentos se vaya de control, que las emociones obnubilen el juicio, que se tome partido a favor y en contra sin considerar límites ni balances.
El tema está ahí, con redes y sin redes, con pasiones y prejuicios, y vale la pena abordarlo en una sociedad como la nuestra, en fase de radicales y procelosos cambios, en la que la perspectiva de género ocupa un eje imposible de soslayar si pretendemos el mejoramiento humano tanto a escala individual como colectiva.
El curso de la novela –esperamos– debe poner las cosas en su lugar, o al menos propiciar elementos de juicio que apunten a una comprensión equilibrada y a la vez radical –ir a la raíz– del problema.
Mas no hay que verlo solo en términos legales, sino sociales y humanos, y ese es para mí el principal mérito de los guionistas Ángel Luis Martínez y Albertico Luberta, y de la realización con que este último, asociado a Ernesto Fiallo, le dio cuerpo en la pantalla. La ficción televisual dista mucho, y está bien que así sea, de la mera exposición factual, de la presentación de pruebas, de la exigencia de emitir valoraciones conclusivas, penales o civiles, por parte de los telespectadores. Quizá a alguien le sepa a perogrullada, pero El derecho de soñar se sitúa en las antípodas de ciertos productos morbosos que circulan como Caso cerrado. O como aquel manipulable Decida usted, que importamos de Brasil.
Igor y Daniela son lo que son producto de maneras de pensar y actuar dentro de un modelo patriarcal de vieja data que no se supera de la noche a la mañana. En verdad, las relaciones sexuales deben ser mutuamente consentidas bajo cualquier circunstancia. No vale aquello de la provocación, aun cuando la inmadurez, la precipitación, la improvisación sean coordenadas propiciatorias. Eso lo entendemos, pero también hay que considerar por qué no fue ni siempre es así. Luego pesan otros implicados, la madre de Daniela, la compañera de Igor, los dimes y diretes del colectivo. Pero la lapidación –contra Igor o contra Daniela– es cuando menos superficial e irresponsable.
Tanto como dejarse arrastrar por criterios extrartísticos para ponderar si los desempeños actorales responden o no a los perfiles propuestos por el guion. (Si acaso habría que reprochar, en el tiempo de realización televisual, cierto regodeo excesivo en el desarrollo de los acontecimientos). Las actuaciones de Ray Cruz y Jessica Aguilar no solo se ajustan a los requerimientos de sus personajes, sino que los defienden y completan con probado profesionalismo en sus virtudes y manquedades, con reacciones específicas y matizadas que pueden ser del gusto o no –según las pasiones que suelen exacerbarse en determinados públicos extremos– de telespectadores que se empeñan en reescribir las derivas de la ficción.
Llamo la atención sobre una coincidencia tal vez fortuita pero insoslayable en la programación dramática televisiva de estos días: la violación se halla en el nervio argumental de un par de series al aire. La telenovela turca La novia de Estambul, renombrada Eternamente, introduce el conflicto desde un ángulo vinculado a la casi incólume tradición espiritual otomana. Una esposa casada a la fuerza, por intereses económicos, con un esposo que al sentirse ninguneado, la violenta en el lecho nupcial. Cabría en otro momento una caracterización sociológica y estética de un modelo de dramaturgia que responde a tópicos y atavismos.
Mientras, la española Mentiras, reciclaje de Liar, un libreto original inglés, se inclina por el lado del thriller sicológico al punto que no se sabe a ciencia cierta si la protagonista es víctima o victimaria. En común con la telenovela cubana, un hecho absolutamente reprochable que no admite la más mínima justificación: el hostigamiento público en las redes sociales. Librémonos, de una vez por todas, de la tentación por el linchamiento social, tan en boga en estos tiempos.