Creado en: marzo 3, 2024 a las 08:36 am.

Bajo el signo de Leo

Quizás algunos observadores se hayan sorprendido con la altísima votación obtenida por Leo Brouwer como candidato a miembro del Consejo Nacional de la UNEAC. Fue como si todos los delegados se pusieran de acuerdo para premiar el virtuosismo, la modestia, el trabajo intenso y el magisterio permanente de este sencillo muchacho que, siendo ya famoso en el mundo entero, montaba con sus partituras debajo del brazo en la ruta 27, soñando melodías y armonizaciones, entre gritos de:

—¡¡¡Abre atráaaas!!! ¡Caballero, vamos a movernos que el carro está vacío!

Y siempre con la sonrisa amable en los labios. Sin amarguras.

A mí no me sorprendió aquel reconocimiento en el IV Congreso, y no porque sea adivino, ni porque quiera aparecer ahora como más experto que nadie en cuestiones electorales. Es que cuento con un valioso antecedente de cómo nuestro pueblo admira a los diestros de la guitarra, ese instrumento femenino e ibérico que se casó con el viril bongó africano en un matrimonio que nos parió la música nuestra.

Mi historia es ésta:

Un día llegó a mi pueblo un español, valenciano por más señas, cuyo único equipaje consistía en un estuche de guitarra. Fue a la fonda de la localidad y solicitó alojamiento al posadero: Amaranto Alfonso. Le dijo, francamente, que no tenía con qué pagarle, y le ofreció, como posible recompensa por el alojamiento y la alimentación, brindar algunos conciertos de guitarra. Amaranto era aficionado al instrumento y le pidió, antes de cerrar el trato, que le diera una muestra de sus capacidades:

—Toque usted algo.

El valenciano abrió el estuche y extrajo una bella guitarra de concierto. Poco después invadía el establecimiento, oloroso a potaje y carne con papas, la música de Tárrega. Su bella “Adelita”.

Amaranto, autodidacta y sensible, sintió que le corrían las lágrimas ante aquella demostración de maestría. Cuando terminó su ejecución, el español se colocó la guitarra sobre las piernas y, alargándole la mano derecha al emocionado oyente, pronunció por primera vez y con orgullo su nombre:

—Vicente Gelabert, para servirle.

Así se inició la estancia en aquel pueblo de Las Villas de un hombrecito desacostumbrado, pequeño y calvo, que interpretaba cosas desconocidas para todo el mundo y que cobraba, es un decir, una o dos botellas de ron por concierto. Justamente las que consumía en cada actuación. Ni un trago más ni un trago menos.

Poco a poco fue sabiéndose su historia. O su leyenda. Había sido discípulo de Francisco Tárrega, quizás el primer virtuoso del mundo en la guitarra, que lo había distinguido augurándole un futuro más promisorio que el de otro de sus alumnos: Andrés Segovia.

La guitarra en que ofrecía sus conciertos era una joya. Un valiosísimo instrumento valenciano. Juntos, él y la guitarra, habían paseado su hambre por distintas localidades de Cuba, sin que jamás la hubiera empeñado ni vendido. En cierta ocasión, se decía, la

RCA Víctor le había ofrecido veinte mil pesos por grabar en discos sus interpretaciones. La respuesta de Gelabert corría de boca en boca en el pueblo:

—Yo no enlato mi música. Mis interpretaciones no son sardinas.

Prefería sentarse en el café de Amaranto y ver cómo se hacía un respetuoso silencio entre aquellos parroquianos analfamúsicos mientras él desgranaba “Recuerdo de la Alhambra” para que el viento se llevara sus trémolos a competir con los sinsontes.

Eso sí: no toleraba interrupciones. Durante un concierto, mientras interpretaba “Capricho árabe”, una pobre mujer se puso de pie para marcharse. El maestro detuvo la ejecución. La miró fijamente y le preguntó airado:

—¿Qué? ¿No le gusta mi música?

Ella, excusándose, le contestó:

—Perdóneme, pero es que yo tengo un hijo de meses y tengo que ir a darle el pecho.

Rojo de ira, el Maestro la vio salir y esperó cinco minutos para comenzar de nuevo. Poco después, un politiquero guapetón y soberbio, analfabeto de cuerpo y alma, que no entendía nada de lo que estaba sucediendo, se levantó de su asiento para marcharse. Gelabert se colocó la guitarra sobre las piernas, como si fuera un fusil, y le gritó con rabia e ironía:

—¿Qué, usted también está lactando?

Un día como tantos otros, Vicente Gelabert se quedó muerto en su humilde camastro junto a la cocina de la fonda. Amaranto, que ya había aprendido algunos de sus más bellos pasajes, recogió amorosamente la guitarra, y el pueblo, aquel pueblo semianalfabeto, pobre hasta la miseria, lo condujo al cementerio como a un hijo más de aquella tierra. Meses después, por suscripción popular, centavo a centavo, le construyeron un humilde monumento. Uno de los poquísimos monumentos que hay en el cementerio local. Muy cerca, tendido junto a él, como fiel guardián, descansa Amaranto. Cada dos años, en el Día del Quemadense, se renuevan las ofrendas florales al artista y a su pobre y generoso mecenas.

De todo eso me acordaba mientras escuchaba la ovación que le ofrecieron a Leo Brower cuando se anunció que había alcanzado la más alta votación para integrar el Consejo Nacional de la UNEAC. Ya yo sabía que éste era un pueblo que ama a sus artistas. Y, aunque el voto es secreto, debo confesar aquí que yo, también, voté bajo el signo de Leo.

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